Historias canadienses con raíces argentinas
Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
Durante el primer invierno en Toronto, hace veinte años atrás, pasaba todas las tardes -aunque aquí en realidad era ya la noche- a eso de las 6 pm, frente a una concesionaria de autos en el barrio portugués. Todos amontonados en un espacio mínimo, los autos llamaban mi atención por cómo los estacionaban tan juntos. ¿Cómo hacían para que siempre estén brillantes? Igual que las manzanas del supermercado, había alguien que lustraba concienzudamente cada milímetro para cautivar la mirada de los tipos que, como yo, iban en el tranvía, mirando el genio y figura del sistema de acumulación de riqueza de Norteamérica. El detalle era los banderines multicolor que pendían sobre los autos y las luces de colores, como en un eterno festejo navideño.
Lo cierto es que no lo necesitábamos, todo estaba a un tiro de piedra de nuestro departamento. El tener un auto implica un costo fijo alto, en el que no podíamos ni pensar y otras complicaciones adicionales como el permiso de manejo, el lugar para estacionar y el seguro obligatorio. Cuando el verano estaba llegando, el deseo del auto se transformó en una imperiosa necesidad.
Nuestro viaje al Niágara nos había presentado la oportunidad de entender que para el disfrute del tiempo libre en la provincia de Ontario se hace imperioso tener un vehículo propio. Muchos años después, nuestro hijo menor decidió ir a explorar California. Fuimos sabiendo de su paseo por esporádicos correos electrónicos que recibíamos de tanto en tanto. Cuando nos contó los detalles del viaje, lo primero que dijo fue que ya estaba decidido a hacer el trámite para obtener una licencia de conducir. Los detalles de ese viaje son para una novela de humor negro, que él aún nos debe a quienes disfrutamos de su pluma.
La llegada del verano, que se venía anticipando con jornadas impensadas para nosotros que miramos al norte y especialmente a Canadá con sombrero de piel de oso, nos tocaron días de extrema humedad, en que la temperatura media de la época que ronda los 24 grados trepaba hasta más de 30, con sensación térmica de 36 grados, sofocante. De todas formas, no hay que pensar en el calor como un condicionante a la hora de tener un auto. Durante el verano, los transportes públicos son para usar pullover, por el aire acondicionado. Hay veces en que es mejor bajar y esperar el siguiente, para recuperar la compostura aterido por el frío del colectivo.
Lo que nos impulsó fue que, con el verano el orden horario de la casa se veía trastrocado. Mientras teníamos el ritmo escolar pudimos acomodar los tiempos y las ayudas de nuestra sobrina, que llegó antes que nosotros a estas tierras del encuentro. Se trataba de acompañar al hijo menor desde la salida de la escuela hasta que regresáramos del trabajo. Para el verano, tuvimos que encontrar un “Summer Camp”, una escuela de verano, donde los niños son entretenidos en centros comunitarios o escuelas. Tiene un costo adicional, pero no hay otra manera de contener a los niños cuando no está la ayuda familiar o barrial.
Recuerdo a Lourdes, mi vecina del Barrio Cementista que estaba atenta a la hora de la salida de la escuela. Habíamos acordado con una familia que trajera, junto con sus hijos a los nuestros. Los dejaba en la puerta de casa. Si estábamos, bien; pero si por alguna razón no llegábamos de nuestros trabajos, había una contención; entonces Lourdes abría su casa. Ni contarte el día en que llegamos y el menor estaba sentado a la mesa de mi vecina comiendo con toda naturalidad. Mientras le agradecía por el gesto amable, le pregunté qué comían, porque veía que mi hijo había terminado el plato. Les he preparado una simple polenta, me dijo. Y largué la carcajada. Cada vez que yo hacía polenta era criticado. Bueno, aún hoy sigo siendo criticado. Es que como la preparaba Lourdes nunca se ha vuelto a saborear ese manjar. Debía de pasar un tiempo más para que lográramos reconstruir ese capital social en la nueva ciudad que nos albergaba.
El auto en Toronto entonces, se hizo una prioridad, pues debía salir apenas terminado el programa de radio, para llegar en muy poco tiempo a esperar al niño a la salida del “Summer Camp”. Después podríamos aprovechar las horas juntos, incluso algunas veces paseando, imaginábamos. Pero antes había que obtener la licencia de conducir.
En la provincia de Ontario, el tema de la licencia de conducir es un proceso de varios pasos, con categorías distintas. No siempre es fácil de obtener. El primer paso es aprobar un examen teórico. Como tenía mi constancia internacional, eso me habilitó obtener una restringida licencia que me permitía usar solo calles, pero ninguna autopista.
El examen teórico, sonaba bastante fácil. Incluso se encuentran folletos y libros para alistarse a rendir. En inglés, por supuesto.
La verdad es que íntimamente yo me sentí cercado. Imaginaba teniendo que hacer un trámite, que me sonaba complicado, en un idioma que no dominaba. Que a duras penas me alcanzaba para ir al supermercado. Venía haciéndole el quite al tema, pero siempre aparecía por algún lado. Es como dice Serrat, son aquellas pequeñas cosas que te acechan detrás de la puerta.
Por mi domicilio tuve que rendir en pleno centro de la ciudad, en unas oficinas del Ministerio de Transporte. Sólo llegar era un incordio. Hacía seis meses que estaba aquí y aún me costaba enfrentar ese monstruo informe que eran los detalles de la cultura canadiense.
En un alarde de anticipación, como sabía que tenía que pagar para rendir el examen, decidí pasar por un banco antes de entrar. Busqué una sucursal del mío, estuve un buen rato tratando de hacerle entender al cajero que me autorice a sacar dinero de mi cuenta, aunque no fuera esa mi sucursal, donde tenía la cuenta. El tipo me miraba sin decir palabra y yo seguía enredándome con mi media lengua de naufragio. Al fin me dijo que en ese banco, luego supe que es en todos, uno es cliente siempre sin importar el barrio, la ciudad, la provincia e incluso el país. Entonces podía sacar dinero en cualquier sucursal y también en las máquinas. Y me enseñó el símbolo en el reverso de la tarjeta que debía verificar estuviera en el cajero automático.
Enrojecido de vergüenza y agradecido por la clase llegué a dar mi examen. En la puerta había un cajero automático para sacar dinero, con el símbolo ese. La persona que me atendió me preguntó si elegía pagar en efectivo o con tarjeta. Haciéndome el canchero le pregunté ¿crédito o débito?, la que usted prefiera, me dijo.
El tema del seguro del auto es indignante por lo abusivo. Tuvimos que pagar el doble de lo que pagamos hoy, veinte años después. El primer argumento fue que no teníamos historia crediticia, es decir no habíamos demostrado consistencia y compromiso en el pago de las deudas. El segundo argumento fue que teníamos una licencia parcial, habilitante sólo para algunas condiciones. La tercera fue que hacía menos de un año que manejábamos en Canadá.
Tengo licencia desde que cumplí 18, intenté argumentar. Pero nada de lo que has hecho antes de cruzar la frontera vale realmente mucho. En realidad, te diría que vale nada. Esta bien haber presentado sus antecedentes, pero recién dentro de tres años tendrás tu licencia válida en este país. Un dato más, en Ontario hoy se paga doce veces más que en Quebec, la provincia francófona que está al noreste, por el mismo tipo de seguro.
Con el seguro carísimo y la licencia a medias, ahora podíamos ir a por el auto. Un compañero del diario nos recomendó un amigo que nos podía conseguir un buen auto usado. Confiados en la indicación, compramos un pequeño auto. Hoy, si el amigo del amigo, o los dos se cruzan frente de mi en una esquina, podría estar tentado de pisar el freno con la misma fuerza con que lo pisé una soleada tarde. En esa ocasión, mi pie pasó de largo y terminamos cruzando temerariamente una intersección con un semáforo en rojo. El piso del auto había desaparecido por obra y gracia de la sal con la que se previene el congelamiento de las calles durante el invierno. Recién después del 2000 se empezó a encontrar la forma de proteger las carrocerías de la corrosión extrema de la sal. El motor perfecto, y la tapicería como nueva. Pero todo el metal, una pila de oxido sujetado por sucesivas capas de pintura. O como en el caso del piso de aquel Geo Metro 2000 del ’95, alguna capa adicional de papel de diario con masilla.
Cuando llegamos al flat del Barrio Portugués la tarde en que nos entregaron el flamante auto blanco, descubrimos que estacionar en Toronto es un desafío adicional. Los primeros quince días del mes del lado izquierdo, el resto del mes del lado derecho. Entre las 00 horas y las 10 am con permiso municipal, de 10 a 21 sólo por una hora. Me quedé en ascuas. Teníamos tres horas para estacionar en la calle, siempre y cuando alguno de los vecinos justo, justo hubiera salido a comprar cigarrillos en el kiosco que estaba a la vuelta de la esquina.
Menos mal que el portugués dueño de la casa se apiadó de nosotros y nos permitió estacionar frente a la entrada del garaje, donde guardaba decenas de cajas vacías de los electrodomésticos que había comprado en los últimos 20 años… “por las dudas haya que cambiarlo”.
Por suerte ese verano el precio del combustible llegó al valor más bajo en los últimos cuarenta años. Para remediar esa situación, a alguien se le ocurrió que generando un conflicto en la zona de extracción de petróleo pondría el precio en valores de ganancia mayor. Pero aún faltaba para septiembre, primero deberíamos pasar los cálidos días de julio y agosto en Canadá. Pero esa historia la contaré más adelante.
Bueno, no te quejes Rodrigo. Aquel auto fue una escuela de supervivencia en todo sentido. A la distancia, pienso en nuestros viajes por las autopistas del sur de Ontario. No estaba autorizado, pero un par de veces acortamos tiempo de un viaje, con un riesgo tremendo a la integridad física.
Viajamos, paseamos, cumplimos con los horarios de entrada y salida, del trabajo, del “Summer Camp”, de la escuela. Cuando comenzó el ciclo escolar nuevamente, después del verano, nos mudamos de casa usando el auto cargado hasta el moño, como camión de mudanza. Llevamos una increíble cantidad de cosas que habíamos acumulado en solo 9 meses de vivir en este país.
Después tuvimos otros, un par de autos grandes para llevar todas las cosas del camping, un Corollita japonés que nos salvó la vida en la autopista, y otros que da pudor mencionar. Recuerdo con cariño aquel bello auto americano compacto con motor oriental. No era lujoso, quizás un poco frío en invierno. Recuerdo que nuestra hija mayor llegó al final del otoño. Cuando le tocaba sentarse en el asiento de atrás, se quejaba de que hacía mucho frío. Mi respuesta era que estábamos en Canadá, ella venía del verano de San Juan. En un momento, tuve que dejarlo en un taller mecánico para el cambio de aceite. Cuando el técnico lo levantó con un aparato tremendo, que permite caminar por debajo y trabajar con tranquilidad, el auto crujió. No bajó entero, nunca más fue el mismo. El mecánico me rogó que lo sacara de su local. Era un estorbo. El viaje al cementerio de autos lo hice con tres ruedas enfiladas correctamente y la cuarta, mirando a la gente pasear por la vereda.
Toronto 11 de junio 2021.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.