Los pueblos que no luchan por su libertad merecen ser esclavos, se dice que dijo José de San Martín.
Acordaremos que nadie merece ser esclavo, pero es seguro que la libertad debe ser defendida para no ser esclavizado.
La realidad nos muestra, a través de la historia, que los humanos no han abundado en concesiones graciosas. Parece haber una tendencia en los humanos en la que al igual que el agua que se mueve según el declive del terreno, los fuertes tienden a abusar de los débiles y solo la unidad de los débiles frena el abuso del fuerte. También observamos que los fuertes no son los más productivos, sino los más agresivos y prontos a robar la producción de los más vulnerables. A partir de ese poder que posiblemente fue inicialmente pillaje en tiempos de nomadismo, esto se convirtió luego en dominio de fuertes sobre “débiles” al llegar a la etapa de establecimientos poblacionales sedentarios.
No es el propósito de este texto analizar cuan malos son los malos sino cuan débiles decidimos ser nosotros. Observamos en nuestra conducta una frecuente tendencia a la queja con respecto a lo malos que son los que nos agreden o nos quitan la libertad. La primera pregunta que tal vez deberíamos hacernos es ¿qué podemos hacer nosotros para cambiar la conducta de esas personas? ¿Pedirles que sean buenos, que nos respeten, que sean solidarios? Convengamos que tal conducta parece por lo menos inocente. En tal caso el siguiente camino sería preguntarnos ¿qué podemos hacer nosotros para cambiar esta realidad y cuales son los impedimentos para que esto ocurra? ya que a lo largo de milenios seguimos viviendo el modelo de élites dominantes que abusan de las mayorías.
En 1574 Étienne de La Boétie, un adolescente de 16 o 18 años, publicó un ensayo en latín titulado “Discurso sobre la servidumbre”. Hay quienes dicen que tal vez sea el primer manifiesto anarquista. En todo caso implica una fuerte oposición al absolutismo imperante en la época, cuestionando la legitimidad del poder de una minoría sobre la mayoría; pero emitiendo un juicio fundamental sobre la conducta propia: “Toda servidumbre es voluntaria y procede exclusivamente del consentimiento de aquellos sobre quienes se ejerce el poder”, reza su texto. Abunda en que no solo está como elemento constitutivo de la reducción a servidumbre de las mayorías la potencia agresiva de quien ostenta el poder, sino también en la voluntad de servidumbre de esa mayoría.
Es llamativo como puede observarse en los pueblos a través de la historia una tendencia a la aceptación y admiración del boato, la pompa y la reverencia a los poderosos. Vemos como la mayoría de las sociedades asignan valor como algo políticamente correcto a calificar de majestades y soberanas a las monarquías, señorías a los magistrados judiciales, excelencias ilustrísimas o calificativos similares, eminencia, santidad, a los representantes de la jerarquía clerical. Se deduce de esto una voluntad de servidumbre al otorgar una condición por encima del resto de los integrantes de la comunidad a estos pretendidos integrantes de la comunidad designados como ‘dignatarios’. Si se entiende que la dignidad es el derecho de pertenencia a la comunidad, parece ser que hay integrantes que son más dignos que otros, por lo tanto es falso el declamado derecho de igualdad; no lo es desde lo social ni desde lo jurídico, ni que decir desde lo económico en el supuesto merecimiento de las retribuciones. En nuestro país vivimos la aberración de que los jueces no paguen impuestos como el resto de los ciudadanos, lo que podría considerarse como una estafa o una traición a la comunidad a la que dicen pertenecer.
En la dialéctica del amo y del esclavo, Hegel nos dice que dos hombres luchan a muerte, el que tiene más miedo a morir cede y será en adelante el esclavo, y el que no temió morir será el amo, a partir de allí el esclavo generará estrategias para sobrevivir y originará la cultura. Lo que no se dice es que el que no temió y triunfó en la lucha, adquirió como consecuencia el miedo, inclusive la paranoia, a partir de ese triunfo. Es más difícil mantener el poder que conseguirlo, así como quien más posesiones tiene es quien más teme ser robado. A partir de tener el poder el dominante se constituirá como sujeto único, entendiendo que entre sujetos interactuamos y a los objetos se los usa, y pretenderá que los dominados sean objetos; si un objeto intenta interactuar, hablar, será reprimido. Para que esto no ocurra el poder dictará normas, inventará la moral, que siempre será vertical y autoritaria; y por supuesto la ley, que en principio legitimará su derecho al poder y a su propiedad y también legitimará la obligación de obediencia del resto, llegando inclusive a apropiarse de lo sobrenatural. El poder se reserva para sí el contacto y la mediación con lo sobrenatural; por eso verificamos que las estructuras sacerdotales de todos los ritos que la arqueología y la antropología han ido descubriendo han sido periféricas al poder cuando no protagonistas del mismo. Vemos también que superada la etapa del animismo colectivo e iniciada la etapa de creencias antropomórficas, el poder también se apropió de esa deificación planteando una identidad entre el poder y los dioses; reyes dioses, como los faraones o los césares, o reyes por voluntad divina, como los monarcas europeos del absolutismo monárquico. Es notable cómo esta impronta subjetiva de la dependencia y la servidumbre al poder sigue vigente en nuestros tiempos, no es casual que la coronación reciente de Carlos de Inglaterra haya superado todos las mediciones de encendido en la televisión a lo largo y ancho del planeta, según nos cuentan.
También la víctima construye al monstruo. Si tomamos la historia del Frankenstein de Mary Shelley como metáfora, veremos que parece la interpretación de mitos preexistentes. Víctor Frankenstein construye una criatura con partes de humanos muertos y logra darle vida. A partir de su aspecto temible genera terror en los que la ven y como consecuencia la aíslan y atacan, esta se defiende y mata. Hay entonces una segunda construcción de la criatura. La comunidad la construye como monstruo a partir del miedo; la construye como invencible, como victimaria; solo muere por propia mano, mientras que todo el pueblo se construyó como víctima. Así también las comunidades han construido al poder como invencible, como el hacedor de la ley y del deber ser, que en principio implica obediencia y reverencia, el poder es un dios al que rogamos que nos conceda graciosamente algo o el que nos castigará si no cumplimos su ley. Será nuestro aceptado victimario al que pediremos protección y nosotros las felices víctimas; porque al poder también se lo admira y se lo desea; le hemos creído que puede protegernos, fácilmente lo percibimos por sobre nosotros y dejamos de mirar a los costados donde están nuestros iguales, los que comparten nuestro destino de dominados; mientras miramos ansiosamente hacia arriba, donde está lo que nos oprime pero admiramos. Si está en nosotros el deseo de la servidumbre voluntaria, nunca seremos libres.
El concepto de revolución implica la existencia de cambios profundos en las estructuras políticas y económicas, a lo que debemos agregar cambios culturales y de la subjetividad social. Desde ese punto de vista observamos a lo largo de la historia cambios importantes a partir de la modificación en los modos de producción derivados de los conflictos políticos o de la evolución de la economía, pero también han habido profundos cambios culturales a partir del surgimiento de nuevas religiones con una implicancia fundamental en la subjetividad social que podemos considerar revolucionaria. Las religiones han representado cambios revolucionarios en la subjetividad social y no casualmente en todos los casos estos han sido luego cooptados por las clases dominantes para ponerlos a su servicio.
La gran revolución del cristianismo, servir a un dios extraterrenal que no pedía riquezas ni sacrificios sino que admitía su propio sacrificio. Sí, el cristianismo enseñó a cambiar de amo, no servir a reyes sino a un dios invisible, omnisciente, omnipresente y omnipotente. Era demasiado para las clases dominantes de la época, mereció represión, persecución y martirio, a pesar de lo cual siguió creciendo; entonces, al tener tanta potencia en la construcción de subjetividad social, al atentar contra las estamentaciones sociales y masificarse, el poder cambió de estrategia y de la mano de Constantino decidió cooptarlo. (Ver en columnas anteriores en este mismo diario: “No somos cristianos, somos romanos”).
Hubo otro intento de revolución que apuntó a la base de la estructura socioeconómica imperante, en el momento, simbolizado en la aparición de un término trascendente: ciudadano. La supuesta intención de construir como amo a la comunidad naufragó, no solo en las inconsistencias propias, sino en una Europa que alió antiguos enemigos en defensa de las monarquías de la época. El mayor pecado de la revolución francesa, para las clases dominantes, al menos en lo discursivo, fue no entender la libertad como un atributo individual sino como un atributo colectivo.
El poder no es solo generador y administrador de la subjetividad social, el teórico sentido común; es también dueño de la verosimilitud, tiene la propiedad de un relato que creemos la realidad, él hace que seamos lo que hacemos, no lo que podemos ser, produce fascinación con su imagen de poder y el boato que lo rodea, con la superficialidad de la fama. El poder, desde la propiedad del relato del ‘deber ser’ puede, según sus intereses del momento, ensalzar los zapatos de Francisco y sus viajes en subte (aunque después lo haya despreciado por sus conductas progresistas en la iglesia) y usarlo para denostar la cartera Luis Vuitton de Cristina y sembrar la imagen de corrupción desde ese pequeño lugar, obnubilando los logros socioeconómicos, educativos y culturales de su gobierno.
El imperio romano cooptó al cristianismo, el capitalismo se adueñó de la concepción republicana de la revolución francesa, el islamismo generó teocracias variopintas y el socialismo es hasta ahora una revolución inconclusa. Amanda Peralta planteó, brillantemente a mi juicio, que si usamos su mismo lenguaje y nos ponemos uniformes y grados como ellos, ya estamos subjetivamente derrotados por la imitación, compramos inconscientemente su modelo.
¿Qué pasa con las clases medias? Esas que se excluyen de la lucha de clases.
Las clases medias creen haber accedido a la cultura y usan un lenguaje similar a los poderosos pero no participan del poder real, ni económico, ni militar, ni judicial; a lo sumo tienen un lugar como amanuenses del poder, o como tropa mercenaria. Están suficientemente seducidas por la meritocracia, la zanahoria del poder; pero detrás de la ilusión aspiracional de progreso económico y de ser invitados al festín, son capaces de sabotear sus propios intereses.
Si pensamos en la Alemania nazi. ¿cómo lograron abroquelar a clases medias y bajas detrás de un proyecto mesiánico e imperial? Aprovecharon el resentimiento residual de la primera guerra luego del tratado de Versalles, sumaron el fracaso económico de la socialdemocracia atenazada por las indemnizaciones de guerra y supieron construir un enemigo. Fue relativamente fácil construir al judío como enemigo ya que ellos no podían convertirse en judíos y su mascarón de proa fue cuestionar a los judíos de clase media o alta que teóricamente tenían la riqueza que merecía el pueblo alemán, obviamente el judío pobre no fue mencionado, solo engrosó los campos de concentración y el holocausto. En nuestra América la riqueza está simbolizada por los EE. UU. y el mensaje de seducción del poder es ser como ellos o vivir con ellos. Dos símbolos de riqueza, uno inalcanzable y el otro teóricamente alcanzable. En el primer caso enfrentamiento, en el segundo imitación y obediencia.
Desde una mirada sistémica, entendiendo que cada grupo humano constituye un sistema y sus integrantes desempeñan roles, podemos intentar desmadejar el funcionamiento entendiendo que los sistemas van desde la familia al Estado. En la sociedad patriarcal, y las nuestras lo son, es el padre el que impone la ley, el que representa el poder dentro de ese sistema. De esta manera el padre será supuestamente el que eduque al hijo para asegurar su supervivencia en la adultez. Recordemos que Sigmund Freud habla de “matar al padre”, metafóricamente, en el sentido de que luego de nuestra adolescencia, al ser adultos y en condiciones de formar familia, dejamos de responder a la ley del padre para generar nuestra propia ley.
Buceando en el lenguaje, que siempre nos da respuestas interesantes, ya que cada palabra surge del núcleo del senti-pensar social, encontramos que la palabra ‘patrón’, derivada de pater (padre), representa al empresario que tiene gente que depende de su mando y a su vez también significa ‘modelo’, como el ́metro patrón’ que sirve para establecer la medida de las cosas. A su vez ‘modelo’ también es paradigma. También de aquí deriva la palabra patria. La particularidad lingüística es que esta última palabra no define a la comunidad como un conjunto de colaboración y solidaridad sino como una comunidad que responde al mismo corpus legal, un conjunto de obedientes, estableciendo la pertenencia como un fenómeno vertical y no horizontal, podríamos entonces llamarnos sin temor a error: la sociedad de la obediencia, por lo menos hasta que decidamos salir de la adolescencia.
Columnista invitado
Daniel Pina
Militante. Ex-preso político. Médico especialista en Terapia Intensiva. Jefe de Terapia Intensiva del Hospital Milstein. Psicoterapeuta dedicado al tratamiento de Trastornos post- traumáticos.