Es necesario disparar al espectador. ¿Acaso hay otro culpable más que él?
Próspero da la espalda al escenario, y ante la platea pronuncia las palabras clave: ya no tengo poderes, los libero. Libérenme también ustedes con vuestro aplauso. Shakespeare desvela, llevando el metateatro hasta sus últimas consecuencias, que el público es parte de la obra; a tal punto que la obra misma no puede finalizar sin la intervención de los espectadores.
Sin embargo, ¿hasta qué punto estos espectadores son responsables de lo que sucede sobre el escenario? El hombre ha creado a sus dioses, y para invocarlos elaboró ritos mágicos. El teatro desciende de esos ritos, de la necesidad de conjurar el terror a la muerte y sentirse algo más que un organismo palpitante en la inmensidad de un mundo incomprensible. El rito, celebrado en un espacio consagrado, pasó a ser una ceremonia, y la ceremonia fue teatro. O sea, el hombre creó el teatro, transmutó a los dioses en actores y se sentó enfrente a mirar. Pero es en esa mirada donde quiero detenerme.
Hay un factor que resulta indispensable para que el rito funcione y los dioses convocados por el chamán y la misma tribu se hagan presentes y respondan a las demandas de los hombres y las mujeres: la fe, o más modernamente, la convicción. La tribu creía de manera indiscutible en la existencia de las divinidades, en el poder del rito y en la eficacia del chamán. El espectador debe creer –y lo hace, según la convención descubierta por los griegos (descubierta, no creada)- en lo que sucede sobre el escenario. Si no cree, todos están en serios problemas. El antiguo rito ahora es la ficción, el chamán es el director, la tribu, los espectadores. Sin la tribu no existe el rito, sin el espectador no existe la representación; pero sin el convencimiento del espectador, el fenómeno teatral se esfuma, desaparece como un fantasma de niebla, se vuelve un simulacro patético y sin consistencia de ninguna índole. Es necesaria, por lo tanto, la fe del espectador.
Pero ¿hasta qué punto el espectador, por el cual se realiza el espectáculo, lo modifica?
Siempre se ha hablado de la intención del teatro, de un teatro dirigido a divertir, o a entretener, o a despertar conciencias, o a inculcar ideología, etc., etc. Siempre se ha considerado al espectador como el depositario de un contenido que se desarrolla en el escenario y que él debe recibir, metabolizar y aceptar o rechazar. Nunca se consideró que, si nos retrotraemos al rito primitivo, es la tribu la que requiere la presencia de lo divino, porque necesita respuestas, o ayuda, o un indicio sobre el futuro. ¿Acaso la evolución del teatro lo ha convertido en el señor de los espectadores, y ha reducido el rol de éstos a los pasivos receptores de la obra teatral? La respuesta es sí. Pero no por las razones que podríamos pensar en un primer análisis, o sea: el rito dejó de ser una convocatoria indispensable para los miembros de la tribu, la ceremonia perdió su carácter de obligatoriedad por temor a un castigo divino, y la representación, cada vez más cercana al teatro, fue adquiriendo paulatinamente mayor autonomía hasta convertirse en el centro de un hecho puramente artístico, convocante pero no por una necesidad mágica, sino por un llamado estético.
El espectador perdió su capacidad de invocación de lo divino y su oportunidad de interpelar a los dioses, porque está muerto.
¿Desde cuándo? Depende de los lugares, en Europa posiblemente desde después de la Segunda Guerra, en Estados Unidos desde mucho antes, en América Latina el espectador aún respira, aunque se encuentra en estado crítico. El bienestar ha terminado de liquidar a quienes ya habían sido triturados por la maquinaria del no pensamiento, de la soporífera escenografía de la democracia, del consumismo disfrazado de necesidades “básicas”, y de todo el discurso hueco del sistema materialista deshumanizante que desde hace centenares de años arrasa el mundo, perfeccionándose cada día, cerrándose en sí mismo y eliminando cualquier atisbo de pensamiento libre.
Por eso hay que detener la obra, dar la espalda al escenario, como Próspero, pero ya no es posible abandonar los poderes mágicos que dan supremacía sobre el espectador, sino que hoy es necesario alzar la mano armada y dispararle a mansalva. Dispararle hasta que la sangre fluya por los pasillos del teatro, recorra las galerías, e inunde la platea. Hay que matar la comodidad, asesinar el no pensamiento, masacrar la felicidad adocenada que reparten a manos llenas los lugares comunes, asesinar todos los buenos pensamientos que no son ni pensamientos ni buenos, sino únicamente imposiciones de un sistema perverso que mantiene el orden carnicero en el que vegetan los seres humanos.
Y esta matanza sólo se puede realizar desde arriba del escenario, lugar que permite apuntar con certeza a las cabezas de los espectadores, sin fallar un solo golpe. Porque esta enfermedad que ha contaminado al espectador está contagiando también al teatro, trepando morbosamente el escalón que separa la platea del escenario, perforando la cuarta pared, y enfermando al arte que en carne y hueso tiene la finalidad de abrir la puerta de las dimensiones para mostrar a los simples mortales la luz de la divinidad.
El teatro va a seguir abriendo mentes mientras se mantenga en rebelión.
El espectador necesita que le vuelen la tapa de los sesos.
Un disparo certero realizado a tiempo puede ser mejor que cualquier terapia tardía contra el cáncer de la comodidad. Y no hablo de las obras de las que se sale “pensando”, inquietos, mascullando posibles interpretaciones. Hablo de todo el teatro y de todos los espectadores, porque todos vivimos asfixiados en este sistema de hologramas, de proyecciones que ya han superado lo subliminal, se han injertado genéticamente en nuestras mentes y en nuestras células y emiten pseudo ideas, sensaciones de libertad, morfina venenosa que crea la alucinación de la elección propia en un mundo de valores y de respetables dogmas.
Todo es mentira. Por eso hay que disparar sobre el espectador, para que la platea enfurecida se abalance sobre el escenario, en el mejor de los casos, y destruya una ficción que reproduce la falsedad, o que, abriendo los ojos, mire fijamente al teatro como la única verdad, la liberación. Porque sólo vamos a tener el arma cargada si hacemos un teatro desapacible, y la cuarta pared es la tela invisible que separa verdad de mentira. Si nuestro teatro es complaciente y convencional, no habrá esa cuarta pared, el dios de la misericordia nos iluminará a todos por igual y sonreiremos, como en las fotografías que se hacía a los finados en el siglo XIX, sonreiremos llenos de inmovilidad y muerte.
La sonrisa del espectador debe ser el rictus horribilis de quien se ve ante la muerte misma, y la sonrisa del actor debe ser la mueca del loco que empuña un arma y le apunta directo a la cabeza. No es agresividad, no es violencia, es la búsqueda paroxística de otro orden, la necesidad irrenunciable de arrancar los telones que enceguecen, la orden imperiosa de despertar de un sueño nocivo, de abrir la boca para que salga el grito, ése que no nace del dolor, sino de la desesperación.
Columnista invitado
Daniel Fermani
Profesor de Enseñanza Media y Superior en Letras y Licenciado en Lengua y Literatura Españolas, diplomado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Ha llevado adelante una profunda investigación en el campo del arte, trabajando el concepto del tiempo, la experimentación con la escritura en teatro, novela y poesía. Ha indagado en las raíces de la Posmodernidad en busca de nuevas técnicas actorales y dancísticas y sus consecuencias en la dramaturgia y en el trabajo teatral. Publicó cuatro novelas, dos de ellas en España y Argentina; cuatro libros de poesía; y tres volúmenes de obras teatrales. Desde 1999 dirige la compañía de Teatro Experimental Los Toritos, fundada en Italia y que prosigue sus actividades tanto en su sede de Roma como en Mendoza, y con la cual lleva a delante su trabajo sobre técnicas de teatro experimental. Ha ganado dos veces el Gran Premio Literario Vendimia de Dramaturgia; el Premio Escenario por su trabajo en las Letras; la distinción del Instituto Sanmartiniano por su trabajo a favor de la cultura, y una de sus obras de teatro fue declarada de interés parlamentario nacional al cumplirse los 30 años del golpe de Estado de 1976. Fue destacado por el Honorable Senado de la Nación por su aporte a las letras y la cultura argentinas. Ha sido Jurado nacional para el Instituto Nacional del Teatro (INT).