O el teatro que vive de su propio reflejo…
Narciso, hijo de Céfiso, dios del río, y de la ninfa acuática Liríope, viviría muchos años, según la predicción del adivino ciego Tiresias, siempre que no se conociera a sí mismo. Pero Narciso se inclinó a beber en un estanque y al ver su imagen reflejada en el agua quieta, se enamoró de su increíble belleza, y ya no pudo separarse de esta visión que poco a poco le provocó la muerte por inedia.
Enamorarse de la propia imagen, ¿significa conocerse a sí mismo? ¿Qué relación hay entre el espejo y el autoconocimiento? Narciso no se conoció, se miró, y su propio rostro reflejado lo atrapó en el laberinto sin salida de la imagen, lo inmediato que suele llamarse lo real, y que es solamente la absurda idea que tenemos de nosotros mismos. Narciso es la máscara de Narciso, pero ni él ni nosotros podremos saber qué había dentro de Narciso, más allá de su inabarcable superficialidad. Eco, la ninfa que repite las palabras y las sílabas desde el fondo de una caverna, es la metáfora de ese amor imposible y vano.
El teatro siempre está al borde de ese estanque de aguas quietas, un estanque que es una tumba adornada, un tentador espejo de la hermosura pasajera. Si el teatro se acerca a ese espejo también será condenado a morir de inedia. Mantenerse lejos del espejo es la única posibilidad que se cumpla la profecía de Tiresias. Por lo tanto, es necesario alzar un muro entre el teatro y el estanque. La única belleza posible es aquella que no se contempla a sí misma. Hay que buscar los materiales que van a conformar ese muro, y no son otros que los cuerpos de los actores: un muro de brazos, piernas, ojos, órganos, voces sin sentimentalismos, gestos de repugnancia, manos sin concesiones. Con esos cuerpos convertidos en piedra por una mirada borbónica, los actores van a resguardarse de su propio reflejo, el espejo mortal del realismo, la vibración fatídica de la propia voz millones de veces ampliada, el fuelle venenoso de la respiración cargada de emociones y buenos sentimientos.
Para alzar esta muralla habrá que desgarrar los cuerpos, perder el equilibrio del paso mesurado y la dulzura de la cadencia armónica; habrá que descoyuntar los miembros en una torsión impiadosa, desgarrar los pechos para sacar de ellos las mullidas excusas que pretenden filtrar la crueldad. Serán cuerpos quemados por ortigas de acero y despellejados por un sol sin amor; cuerpos expuestos a la intemperie de sí mismos, rendidos ante la mentira más necesaria y portentosa de todas, la palabra que está fuera del yo.
Esos cuerpos van a salvar al teatro de una muerte segura, inmóvil, hermosa, decadente, cuya putrefacción se disimula con el perfume de millones de flores de plástico, una naturaleza tan espuria y perenne como cada buena intención que se tambalea sobre los escenarios condenados. No hay perdón para la belleza, a no ser que la belleza sea descubierta por un ojo sin párpado desde afuera, desde lejos, desde detrás de la cuarta pared, pero no la cuarta pared del escenario, que es invisible e impenetrable, sino detrás de la cuarta pared del inconsciente, de ese océano proceloso y temible que amenaza y rompe escolleras, y al que todos los espectadores temen, todos los humanos temen, y en el cual sólo la nave ebria del teatro puede aventurarse.
De los teatros surge un líquido nauseabundo y resbaladizo que se esparce por las calles de la ciudad. Los transeúntes tratan de evitarlo para no caer. Algunos han quedado pegados al suelo, otros se debaten en la miasma putrefacta. Bocas, ojos, oídos, vaginas, anos de actores expelen ese líquido infernal. Una peste insoportable cubre la ciudad y envenena a sus habitantes. Es la enfermedad de Narciso, el espejo fatídico que devuelve la muerte a cambio de la propia imagen. Hay que arrancarse los ojos, coserse los párpados, cercenarse las manos, atarse los pies al tálamo quemante del escenario, al piso sagrado, a la voz de Eco que llama pero no pide respuesta.
Correr, saltar, quebrarse, levantarse arrastrándose hasta caer de nuevo y seguir quebrándose, destruir la coherencia, borrar toda significación, pisotear todas las palabras para extraerles el jugo esencial de la hermosura, ése que está debajo de la sangre, el pus salvífico que termina la infección, el néctar ácido que persigue a la savia y flota detrás del repugnante perfume. Hay que llevar al actor al borde de la muerte de sí mismo; no la muerte conocida, la muerte de la gente común, porque el actor no es una persona común, sino la muerte de todas las certidumbres, la muerte que pone al alma sobre una parrilla ardiente y la martiriza hasta que surja esa única gota de verdad que nutre la vida cierta, la vida humana, no la vida de palabras, gestos y seguridades, la vida terrible y peligrosa, la que se yergue entre el escenario y el espejo de agua. El actor no puede ser Narciso, debe ser Eco, una Eco que desde dentro de una horrible caverna repite las palabras que no tienen sentido, porque en ese sinsentido está la verdad. El silencio de Eco será la revelación.
Es indispensable entonces que escuchemos a la ninfa que está escondida en el fondo de la caverna. Eco revela el porqué de la condena de Narciso, la repetición vacua de las palabras las priva de sentido, las sílabas finales son los estertores del realismo, la forma que no se sostiene ya porque no tiene significado. Eco también está castigada a consumirse en la soledad de su aislamiento. Ese amor no correspondido es la otra cara del amor de Narciso por sí mismo, pero mientras que Narciso está estaqueado por la propia intrascendencia, Eco es la conciencia de la vacuidad, la razón que se reconoce y no logra concretizarse. Pero ambos están condenados, el amor de la mirada está condenado, el teatro imitativo está condenado. Hay que enterrar a Narciso lejos de Eco, en un funeral sin palabras, hay que cerrarle los ojos a Narciso y destruir la boca de Eco. Hay que hacer una procesión de ciegos y mudos hacia el cementerio del arte, y bailar sobre las tumbas la danza de la muerte, sin palabras, sin expresión, sin gestos. La danza que dialoga con el mundo de los muertos. Y tal vez desde el más allá Narciso pueda levantar la cabeza, Eco pueda expresar un pensamiento. Y va a escucharse el grito triunfal del teatro por sobre todas las tumbas, por sobre todas las buenas conciencias; el grito arrasador que no perdona, porque no conoce el perdón.
Columnista invitado
Daniel Fermani
Profesor de Enseñanza Media y Superior en Letras y Licenciado en Lengua y Literatura Españolas, diplomado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Ha llevado adelante una profunda investigación en el campo del arte, trabajando el concepto del tiempo, la experimentación con la escritura en teatro, novela y poesía. Ha indagado en las raíces de la Posmodernidad en busca de nuevas técnicas actorales y dancísticas y sus consecuencias en la dramaturgia y en el trabajo teatral. Publicó cuatro novelas, dos de ellas en España y Argentina; cuatro libros de poesía; y tres volúmenes de obras teatrales. Desde 1999 dirige la compañía de Teatro Experimental Los Toritos, fundada en Italia y que prosigue sus actividades tanto en su sede de Roma como en Mendoza, y con la cual lleva a delante su trabajo sobre técnicas de teatro experimental. Ha ganado dos veces el Gran Premio Literario Vendimia de Dramaturgia; el Premio Escenario por su trabajo en las Letras; la distinción del Instituto Sanmartiniano por su trabajo a favor de la cultura, y una de sus obras de teatro fue declarada de interés parlamentario nacional al cumplirse los 30 años del golpe de Estado de 1976. Fue destacado por el Honorable Senado de la Nación por su aporte a las letras y la cultura argentinas. Ha sido Jurado nacional para el Instituto Nacional del Teatro (INT).