Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
“Me estaba diciendo tu compañera que has trabajado en la cocina. Muy bien Rodrigo… ¿es tu nombre, no? Lo que necesito es que te hagas cargo de un turno y entre los tres que trabajan en la cocina cubran las necesidades, en cuanto a la comida de todo el día, de los internos que viven en este lugar…”. Antes de que pudiera responder ya estaba contratado. Después de dos días de prueba y por un par de meses, entre las 10,00 y hasta las 18,00 mi vida transcurrió entre ollas, heladera y frezeer y una cocina que siempre estaba encendida, allí no existió el frío por el resto de mi primer invierno en Canadá.
Cuando bajé del avión que me traía de Honduras y después de los abrazos, los besos y los mimos, supe que ya tenía un trabajo y ¡cocinando!. Durante mi ausencia mi compañera había encontrado para mí una oferta de trabajo, muy cerca de casa y preparando comida. Me dijo: “eso es algo justo para vos y estoy segura que te irá bien, fui a hablar con el Chef que será tu jefe y te espera para que empieces a trabajar”. Trataba de salir de mi asombro, pero no encontraba espacio para la escapatoria, todos necesitábamos ese trabajo.
Claro que nunca había cocinado más que para mi familia. Y las veces que intenté hacer un asado para más de seis, el fracaso coronó mi empresa. Pero en la vida hay cosas que uno aprende, como por ejemplo magnificar las capacidades para encajar en las necesidades del otro, cuando de búsqueda de empleo se trata. Teníamos que empezar a depositar dólares en el banco dado que lo único que habíamos hecho desde que llegamos era sacar y sacar.
Estoy seguro que si no hubiera tenido la capacidad para hacer la tarea en la cocina el chef me hubiera “dejado ir” el mismo día de la entrevista. Mejor dicho, el día en que me presenté en la cocina del asilo a demostrar que sabía lo que decía saber. Aclaro que eso de “dejar ir” es una traducción literal de la forma en que se dice en inglés. Aquí nadie te echa. Acá te dejan ir. ¡Que buenos! Creo que es un resabio en el lenguaje, de la época de la esclavitud.
Llegué poco antes de las seis de la mañana, sólo el sueño dominaba mi ánimo. Entré por la puerta principal del asilo de ancianos, un edificio como de departamentos de más de diez pisos. La planta baja estaba divida en dos, de un lado la administración y del otro un largo salón comedor; al final, la cocina. A la hora que llegué había algunas personas ya activas que luego llegaría a conocer bien. Adultos mayores solitarios sentados en las sillas del salón vacío, esperando a que estuviera lista la primera actividad del día: comer. A lo mejor habían salido a fumar al frío exterior para calmar un vicio difícil de abandonar y que en muchos era una actividad propia, quizás la única.
El chef me esperaba listo para preparar el desayuno para ochenta personas, cuarenta en el primer turno y cuarenta en el segundo. El menú consistía en avena, huevos revueltos, salchicas y bacon (un tipo de panceta) asadas. Café, siempre había en unos termos enormes y té, poco pero disponible. El chef me indicó que me pusiera un guardapolvo que había sido blanco alguna vez y que cada noche se lavaba para barrer las salpicaduras del día. Me dijo que prestara atención a lo que él hacia y cómo lo hacía, pues el segundo turno estaría el 100% a mi cargo. No me alcanzaba la memoria para anotar mentalmente todo lo que hacía, como lo hacía. Yo trataba de hacer calzar los tiempos y los modos con su relato incesante y las cosas que le miraba hacer con las manos. “Esto lo hacés así, y esto lo tomás de esta forma, y los huevos los rompés así. En mi cocina se hacen las cosas como yo digo y no como cada uno cree que sabe hacerlas”. Me dijo para dejar en claro cual era la filosofía del lugar.
Después, cuando fue mi momento de la verdad, tuve que romper 100 huevos, todos al mismo tiempo y dejarlos caer en un bol inmenso de acero inoxidable al que mis compañeros llamaban charolas. Nombre genérico que ellos usaban para todo tipo de contenedor en la cocina. Mi pánico comenzó luego de agregar sal, un pizca de pimienta, poco aceite y un chorro generoso de leche. Apenas revuelto dejé caer toda la mezcla sobre la plancha. ¡Cómo hacer para que ese cuasi liquido no se expanda y derrame! ¡Cuidando que no se queme en el centro!. Las palabras de cheff resonaban en mi memoria. Atiné a tomar las dos espátulas como se me había indicado pero no sabía por dónde empezar.
Probablemente al ver mi rostro de terror, vino a mi auxilio uno de los otros ayudantes de cocina y cuando intentaba decirme cómo hacer, apareció el chef no sé salido de dónde para arruinar mi alivio.
Dijo seco y tajante: “…déjalo sólo, si puede hacerlo se queda, sino puede hacerlo él solo, se vá”. Qué injusto es, pensé. En mi cultura nunca se hace esta cantidad de huevos revueltos. Pero tuve que sorber mis quejas, como lo tendría que hacer muchas veces más. Tomé aire y empecé a arrastrar las espátulas al ras y sobre la plancha caliente, desde la periferia al centro, para evitar que se derrame por los bordes y a la vez no dejar que el centro se queme. Las dos a la vez, como si se revolviera una ensalada, con firmeza pero suavemente, mezclando lo cocido de la base con lo crudo de la superficie. Y luego ir sacando cada vez las amplias espátulas cargadas con el revuelto casi listo y verterlo en una charola. Luego llevarla hasta el mostrador donde iba a ser ofrecida la comida. El mostrador tenía un sistema de agua hiviendo en la base que mantenía la comida caliente y terminaba de cocinar el plato que se ofrecía. Fácil y lógico, sí. Pero una cosa es con guitarra y otra cosa es con violín. Así pasé la prueba del primer día.
En todo el tiempo que trabajé en la cocina tuve el peso de 80 personas esperando, como los pajaritos en el nido con la boca abierta a que la pájara le traiga algo para comer. Esa presión es la que hay que saber manejar. El resto es un placer, si de cocinar se trata. La transformación de simples y naturales elementos en una comida exquisita es placentero. Se siente el poder de la transformación en las manos.
Todos mis compañeros en la cocina hablaban castellano, entonces también se hacia fácil la tarea. El problema era cuando había que entender lo que pedían los demás, los internos o los que trabajaban en la administración. No podía dejar las clases de inglés.
Durante un tiempo y antes de entrar a cocinar, asistí a las primeras horas de la escuela con una rutina similar a la de todos en casa, tal y como veníamos haciendo desde nuestra segunda semana en el nuevo país. La escuela estaba justo a mitad de camino entre el departamento y la cocina en el asilo. Pero el costo en esfuerzo no se comparaba con el beneficio a la hora de hablar y entender. Esas primeras clases matinales habían sido buenas para acomodar la cabeza en las cosas básicas para un recién llegado. Ahora las necesidades a cubrir con el idioma crecían y se hacían más complejas día a día.
Cierta vez, estando en la cocina del asilo se acercó una de las señoras internas y me pidió algo. Era común que asomaran a la cocina a pedir por café, o una gelatina, o quizás el plato de comida que no habían comido y que se les reservaba para después. La regla era esctricta, nadie que no fuera del equipo de la cocina debía atravesar el vano de la puerta. Así es que desde allí la señora iba diciendo no a cada cosa que yo le mostraba, mientras trataba de acertar con su pedido. Al fin se fue frustrada, para volver con la administradora quien, refunfuñando atravesó la puerta con señorío y tomó la escoba y la pala para juntar los restos de una azucarera rota en el salón. Al volver, despu+es de juntar la basura, me repitió sosteniendo la escoba frente de mis ojos: broom, b-r-o-o-m.
Así fue que, una tarde a la salida de la cocina, en vez de ir a casa me fui caminando derecho por la calle del asilo y terminé en Costi, el centro de donde había salido derrotado y con mi ego aplastado por ser calificado como iletrado. Traspuse pesadamente la puerta de vidrio y cuando estaba por subir las escaleras sentí, por la puerta lateral que se abría a la derecha un súbito bullicio como de recreo.
Pegado a la puerta una mujer sonreía detrás de un escritorio que funcionaba como la recepción de la institución. Estaba rodeada de un grupo de gente de diversas edades y color de piel. Todos hablaban al mismo tiempo, con distintos acentos. Mostraban el ímpetu contenido de quien se ha pasado cincuenta minutos escuchando a un docente. Siempre tratando que el idioma gringo entre por algún mágico hueco al cerebro formateado en el idioma de allá lejos.
Empecé a balbucear, con el inglés de un iletrado sobre mi necesidad de aprender el idioma y ella me respondió en un perfecto castellano con tonada de Centroamérica y una amplia sonrisa de bienvenida. Dijo que si traía pasaporte y el “papel marrón” me podía inscribir para las clases. El papel marrón es un formulario oficial que el servicio de inmigración le entrega a quienes tienen permiso de residencia en el país. Es la llave que abre las puertas de los servicios estatales de ayuda al inmigrante, como las clases de inglés que ofrecía, entre otros servicios, el centro Costi.
La atenta recepcionista dijo que ella creía que yo tenía que ser de nivel básico, no un iletrado. Que por favor llenara unos papeles y me pasó una de esas típicas tablas de madera y allí, sujetas con un broche había una cantidad de formularios a completar. Me dijo que me podía sentar allí y me indicó una fila de sillas en un pasillo por el que ya regresaban a clases los que serían mis compañeros después y por los próximos dos meses.
En aquel pasillo completé la prueba de evaluación del nivel de idioma y al otro día regresé con los papeles solicitados. La prueba confirmó que encajaba en el nivel básico, pagué $20 por el primer curso y así cada dos meses por un nuevo nivel.
Hasta el filo de la primavera, de martes a sábados y algún domingo cada tanto, cocinaba con placer e iba abriendo mis ojos a una realidad nueva, que me deslumbraba cada día, en cada comida. En el sol tibio del mediodía, las nevadas cegadoras, la cocina siempre caliente y las excusas para entrar a la heladera para bajar la temperatura y enfriar los ánimos. Eso lo contaré en otra historia.
Algunos veces pasaba por casa antes de la escuela a llevar comida que había sobrado del último turno. Excepto los viernes que no tenía clases y que eran los días en que volvía a cocinar para todos en la pequeña cocina de nuestro “flat” como se dice en inglés el departamento que alquilábamos.
La rutina de los otros días de semana, cuando salía de la cocina, era subir a un tranvía que transportaba deseos y diez cuadras después bajaba frente al Costi y me sumergía en las clases. Un día una profesora nacida en Egipto, me invitó a pasar al frente y completar los tiempos verbales en unas frases incompletas, mientras el resto de la clase anotaba en silencio la respuesta correcta. La profe me cuidaba desde aquel día, en que le pedí una hoja de papel confundiendo la pronunciación de “sheet” por la de “shit”. La clase estalló en risas sonoras, como cuando en la escuela primaria alguien dice caca. Esas palabras prohíbidas para ámbitos públicos. La profe no sólo los hizo callar inmediatamente sino que aprovechó para dar una clase de aceptación de la diferencia, de cultura de inclusión, rematando con que todos tuvimos o podemos tener errores de pronunciación de un idioma al que estamos aprendiendo a dominar. En esta otra vez y mientras todos en la clase escribían en sus apuntes, la profe me agradeció por responder todas las preguntas correctamente y me sugirió que guardara el trapo de cocina que aun colgaba del bolsillo trasero de mi jean y que se había bamboleado elegantemente mientras escribía con tiza sobre la pizarra verde. Antes de entrar a clases cada día miraba la escalera, no volví a subir al primer piso hasta muchos años después.
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.