16. Mundial ’78
La llegada del nuevo miembro al clan causó alboroto en la familia y en el barrio. Llamó la atención que se ampliara el hogar cuando los hijos ya eran adolescentes, pero las vecinas más viejas recordaban que estas cosas pasaban en las familias de antes. Cuando ya nada hacía suponer la llegada de un nuevo hijo, allí aparecía.
Claro, en aquellos años no se hablaba del síndrome del nido vacío; esas eran teorías de psicólogas y feministas que, según algunos, no entendían el valor de la familia.
En el barrio hubo unos cuantos chismosos que murmuraban sobre la suerte de haber tenido un embarazo feliz a esa edad. Otros decían que nunca habían visto la panza de la esposa del militar, los de más allá replicaban que quizás no se había notado por lo gorda que ha estado siempre… -Y él tan delgado y buen mozo, como todos los militares- agregó aquella vecina en los corrillos del almacén.
En la familia también hubo preguntas sin respuestas, dudas que era mejor no despejar. En la sociedad argentina de la segunda mitad de los ’70 predominaba el síndrome del “no te metas”. Lo concreto fue que, en algún momento indefinido apareció una nena en la familia del militar, que oficialmente era la hija que llegó, siempre tan deseada y querida. La verdad quedó oculta por los pocos indicios, por la negación de la realidad, por fingir demencia, por miedo o por todo eso junto.
Si alguien en el algún momento dejó caer comentario o insinuación, al matrimonio apropiador no le entraban argumentos. Quizás en los días posteriores a la primera conversación hubo un tipo de sentimiento parecido al remordimiento.
Aquel domingo después de la misa en la capilla del barrio se quedaron un poco más de lo usual para hablar con el curita.
El sacerdote los escuchó con paciencia, cada tanto miraba hacia el cielorraso de la capilla –sabía que le hacía falta una mano de pintura-. Ya se encargaría de esto, pensó incluso que el militar le podría ayudar con algunos soldados…
Cerró piadosamente los ojos y, tras unos momentos de reflexión, les habló con voz serena. Les recordó que Dios escribe derecho en renglones torcidos y que, si aquella criatura había llegado a sus manos, no era por azar sino por designio divino. “Es un acto de amor” les dijo, “ustedes le están dando un hogar, protección, la posibilidad de crecer en el seno de una familia cristiana. En tiempos difíciles, el Señor nos da la oportunidad de hacer el bien, aunque no siempre comprendamos sus caminos”.
El curita, con su sotana ondeando a la brisa del abanico manual les dio una bendición y un gesto compasivo, los despidió con la certeza de que obraban en favor de un propósito superior y les dijo: “Los niños son una bendición enviada por Dios. Cuídenla y ámenla como si fuera propia”. Sus palabras les trajeron una paz inmediata; las dudas que los asaltaban se calmaron, como si el sacerdote las hubiera disipado con un gesto de la mano.
Esa noche, ya de regreso en su hogar, mientras miraban cualquier cosa sentados frente a la tele en la sala de la casa del barrio al costado de la autopista que lleva al aeropuerto de Ezeiza, se dejaron inundar por la idea que aquellos nubarrones de dudas fueron solo un amago de la tormenta de verano que había pasado, con el soplo Divino.
El mayor Raúl citó al militar para un trámite en el centro de la ciudad. Fue el coronel quien le indicó un lugar inusual para sus reuniones habituales, una dirección en el Bajo Flores. Lo esperaban el viernes. “Váyase directo de su casa, no hace falta que venga al cuartel”, le dijo el coronel con cierto tono compinche.
De camino a la cita, el viernes por la mañana, sentado como acompañante en el Ford Falcon, observaba la nueva apariencia de la ciudad. Los desalojos para la construcción del ambicioso plan de autopistas del intendente Cacciatore habían cambiado la tranquilidad de muchos barrios porteños. Había visto esa transformación: casas descuidadas, cubiertas de musgo verdinegro, testigos de la pobreza creciente. A eso se sumaban los desalojos compulsivos en nombre de la modernidad.
Llegó a la dirección, vio la Ford F-100 estacionada. Una pareja fumaba apoyada en la caja. Reconoció al muchacho; ella no era más que una sombra. Estacionaron y ya eran cuatro los Falcon que formaban una temerosa escuadra de ataque.
Dentro de la casa, Raúl daba indicaciones. Había tensión en el aire. Antes de sumarse a la mesa, el militar preguntó por el baño. Al abrir una puerta equivocada, descubrió un arsenal. Cerró con pudor. Raúl lo observaba al final del pasillo.
-Este refugio lo usaremos como punto de encuentro de ahora en más. Podés sacar de ahí lo que necesites para el laburo de esta noche. La casa es segura, la parejita la cuida día y noche para nosotros– dijo señalando hacia afuera donde estaban sus integrantes, a los que había visto fumando apoyados en la camioneta.
No sacó nada de allí, balbuceó algo y se dirigió al baño mientras con la mano derecha se aferraba a la Beretta calibre 22. No pudo evitar sentir una extraña mezcla de admiración y repulsión hacia el arma. La había utilizado como símbolo de poder y protección y, de alguna manera, se había convertido en su compañía personal. Sus dedos acariciaban el metal frío, sintiendo la familiaridad de sus contornos. Reflexionaba sobre la ironía que, a pesar de su letalidad, la pistola representaba también una forma de tranquilidad. El simple hecho de tenerla cerca lo hacía sentir seguro en medio de las incertidumbres y los crecientes peligros que lo rodean.
Sin embargo, a medida que se perdía en sus pensamientos, también reconocía la soledad inherente a su dependencia de la Beretta calibre 22. Pese a que el arma le brindaba una falsa sensación de seguridad, no podía reemplazar el calor y el consuelo que sólo lo humano podría brindarle. A pesar de la confianza que tenía en su arma, el militar se preguntaba si alguna vez lograría dejar de lado la dependencia de su acompañante de metal y encontrar una compañía más genuina en su lugar. Por alguna razón pensó en la criatura rubia que ahora empezaba a ocupar un lugar en su vida.
Los golpes en la puerta del baño lo sacaron de sus cavilaciones: -¿Se siente bien, le hace falta algo? Hay un rollo de papel ahí o quiere que le acerque uno. De eso también tenemos– dijo Raúl soltando una risa irónica.
Estuvieron apretujados el resto del día y la noche repartidos en los autos y la camioneta, al acecho de una casa de un barrio cercano a la Capital Federal. Esperaban a un matrimonio que había sido delatado. Raúl nunca daba muchos datos, solo indicaba a donde ir y las veces que era necesario recuperar a las víctimas vivas para sonsacarles información y seguir en la tarea.
A primera hora de la tarde lograron apresar a cuatro personas que al llegar a la casa se encontraron con un comité de bienvenida poco amable, fueron golpeados y metidos en la caja de la camioneta encapuchados y con las botas del grupo sobre las costillas. Raúl invitó al militar a subir a su lado. Al instante iban raudos por la avenida que entraba a la ciudad por el norte. Trataba de entender porque no iban al cuartel en donde dejaban la carga.
-Esta vez tenemos un grupo especial que estaba siendo esperado. Hoy nos toca entregar material peso pesado-.
-¿Dónde estamos?, no conozco esta unidad del Ejército-.
-No es del Ejército, esto es de la Marina-.
Estacionaron en la segunda fila de edificios, bajó de la camioneta para estirar las piernas en un ámbito que suponía seguro. Sentía el cansancio de la duermevela de la noche anterior. Quería terminar y partir a su casa.
Raúl lo llamó desde el vano de una puerta, al acercarse vio como los bultos que habían sido humanos hasta esa noche, eran arrastrados tras una puerta lateral.
Raúl le indico una zona donde había unas duchas para intentar limpiar la mugre que lo cubría.
-Vamos apúrese, que iremos a la cancha-.
-¿Qué cancha?, si no hay partidos…-.
-No se enteró acaso, está suspendido el campeonato por el Mundial, no hay fútbol para ver-.
-Por eso, de acá nos vamos a River, a la vuelta está la cancha. Es el premio que nos dieron– le dijo mostrando un par de tarjetones que parecían las credenciales que usan los periodistas.
Los intentos del cordobés Kempes y de Passarella alcanzaron para perder la voz en el grito de gol ahogado y nada más. La esperanza se desvaneció cuando el número 18 de la escuadra italiana, Roberto Bettega, armó una jugada que terminó en gol. Media hora más de sufrimiento alcanzó para enfriar los ánimos.
Salió del estadio en medio de un mar de argentinos cabizbajos. La marea humana avanzaba en silencio o con murmuraciones de bronca contenida. Alguno insultaba a los jugadores, otros se agarraban la cabeza con resignación. Esa noche muchos sintieron que todo estaba perdido. La derrota servía para aplacar el triunfalismo que los medios de comunicación insuflaban de manera permanente. Muchos periodistas deportivos usaban la estrecha cornisa de la euforia del fútbol como pantalla para tapar horrores que flotaban en el aire.
Llegaron con Raúl hasta la camioneta, estacionada en una calle oscura a unas cuadras del estadio. El tráfico era lento, denso, una procesión de autos y colectivos cargados de hinchas con la mirada fija en la nada. No hablaron en todo el largo camino de vuelta. No había cómo tapar el desconsuelo de la derrota. Eran futboleros, y como la gran mayoría de los argentinos sentían que ese Mundial tenía que ser para los locales. Pero esa certeza se estaba escapando, dejando paso a otros sucesos de la vida cotidiana.
Las luces de la ciudad parpadeaban sobre el parabrisas, reflejos de carteles de publicidad, de faroles amarillos, de ventanales con televisores aún encendidos en bares donde los parroquianos seguían discutiendo la jugada fatal.
El asfalto húmedo reflejaba las luces, como si la misma ciudad llorara en silencio.
Por alguna razón, de la mente del militar en ascenso se apoderó una imagen mientras avanzaban en silencio por la noche porteña. “Pentimento”.
En el mundo del arte, el término se usa para describir el arrepentimiento de un pintor, la necesidad de corregir o modificar una obra ya realizada. Un cambio de visión que obliga a revisar lo hecho, a borrar, a pintar sobre lo anterior. La palabra venía del italiano: “pentirsi”, arrepentirse.
El pensamiento lo inquietó. ¿Se podía corregir una historia como quien retoca una pintura? ¿O algunas pinceladas, una vez dadas, quedaban para siempre?
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.


