Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
Los últimos quince días en la cocina del asilo pasaron muy rápido, volaron por encima de las hornallas eternamente encendidas, por las indecibles sopas sabrosas. Me fui despidiendo sin decirlo de cada cosa que aprendí a incorporar cada día por dos largos meses. El hielo en las calles empezaba a ralear y aun no explotaba el verde en todas partes. Los días cálidos se alargaban y ya la noche llegaba cuando tiene que ser. Las clases vespertinas de inglés empezaban con el sol aun en el cielo. Me despedía de la rutina que habíamos logrado construir sin saber hacia donde me deslizaba.
Si tuviera que contar los próximos meses de mi primer año en Canadá en términos cinematográficos, podría citar a Brancaleone alle Crociate dirigida por Mario Monicelli y obviamente Godfather, de Coppola. En aquel diario en formación, los periodistas se agolpaban de un lado del inmenso local. Del otro lado, circulación y ventas. Estratégicamente ubicada también estaba la oficina del mánager. El tipo había dispuesto que su oficina estuviera en un lugar, de tal forma que el podía ver todos los que entraban y salían del local.
Ese día me tocó a mí. Al verme, el mánager se paró y me llevó a tomar un café a una cafetería de una cadena, que estaba a la vuelta de la esquina. Juro que evité volver a entrar a un local de esa marca desde esa mañana de marzo hace veinte años. Allí aprendí que un doble-doble era un vaso de cartón con leche, mucho de azúcar y un poco de café. Debe ser muy reconfortante porque es muy popular, pero situado a años luz de un café y es un remedo del café con leche. Reconozco que la aversión está unida al tenor de la conversación más que al café o la cafetería.
Es obvio que, si un extraño aparece sin haber participado nunca, ni en las buenas ni en las malas, hay que explicarle cómo se hacen las cosas. Hay que decirle quien es el que manda. Entendí gracias a esa conversación muchas cosas que me ahorraron posibles tumbos en el camino del conocimiento. Cuando salimos del local, tenía claro cuál era la línea que no tenía que cruzar. Antes de regresar a la redacción, sacó un manojo de llaves y eligió dos, me dijo: “…estas son las llaves de la oficina. Cruzando la calle podés hacer una copia. Vos como director de la radio tenés que entrar y salir sin pedirle permiso a nadie.”
Sin saberlo había quedado encerrado en una discusión que no era mía. Porque esa mañana de lunes, mi primer día en el nuevo trabajo que había conseguido después de una entrevista a tres bandas había empezado temprano en la oficina central del editor ítalo canadiense.
Un par de días antes de mi primer jornada en el periódico me llamó la secretaria del italiano para darme la dirección donde me tenía que presentar el lunes y me repitió que me esperaba a las 8 am. Fuera de estado en eso de madrugar, salí a los tropezones del departamento luego de haber revisado qué número de colectivo tomar, dónde bajar y cómo llegar caminando hasta la oficina de la cita.
En la puerta del amplio edificio de una sola planta, en medio de un sector industrial, había dos personas abrigadas tratando de soportar el sabor del frío de un día nublado de marzo. El director periodístico y el mánager del diario hispano me miraron llegar con cara de pocos amigos. Uno de ellos me preguntó el por qué estaba allí, pero antes de responder llegó el anfitrión. Nos pidió que esperáramos en la sala de reuniones al diseñador quien traía las pruebas.
En los minutos que estuvimos los tres solos en esa sala, aprovechamos para aflojarnos, no sabíamos para qué nos había convocado y cada uno tenía una responsabilidad distinta que atender. Dije que era mi primer día, para empezar la radio. Silencio y miradas inquisitorias.
Al fin llegó el diseñador del periódico. Se abrió la puerta y entró un diminuto sujeto con un carpetón que era más grande que él. Después de una ronda de saludos, donde fui presentado como el director de la radio, el italiano anunció que acababa de comprar e incorporar una red de pequeños periódicos comunales, con lo cual la cantidad de periódicos ahora era de más de veinte “…hasta que empiecen ustedes”, dijo.
El diminuto sujeto sacó del cartapacio la primera hoja impresa del número cero e hizo un par de comentarios sobre lo que se había estado preparando por una semana. A mí me pareció que el color rojo del logo era estridente y sin que nadie me lo pregunté lo objeté, sugerí el azul. Todavía no sabía de la política de este país, de la historia del rojo liberal y el azul conservador. Al fin quedó azul, sin que hubiera conservadores allí; pero se dijo que se vería más sobrio.
Discutimos sobre esa costumbre de poner avisos a izquierda y derecha del logo de tapa. Acordamos que sería bueno que vaya limpio.
La tipografía era diversa y no había alineación entre los renglones de una caja de noticias y las otras. Había hecho ya más de tres sugerencias, me di cuenta de que yo no era el director del diario ni el mánager. Tampoco el diseñador que trataba de acertar con la diferencia entre time = tiempo que no es Weather para ponerlo en una caja de la tapa. Opté por el silencio. No sabía cuantos, pero tenía que conseguir aliados, no enemigos. Esos son los términos en que se mueve el ámbito del trabajo. ¿Capacidad? Y si… Pero en el día a día todo se juega en términos de alianzas.
Recordé cuando a poco de empezar a trabajar en la Radio Nihuil de Mendoza, uno de los periodistas se metió en la oficina de producción y me pidió usar el teléfono. Mirando para un lado y otro marcó el número de la redacción, era el teléfono de uno de los jefes de noticias. Cambiando la voz, lo amenazó haciéndose pasar por una persona a la cual acababan de dejar en evidencia en el espacio de noticias. Como chiste me pareció muy desproporcionado y fuera de lugar. Seguramente mi cara lo decía. El periodista me pidió que no dijera nada.
Más tarde, antes de la hora de salir me llamó el jefe de noticias con alguna excusa y me pidió que lo acompañara hasta el auto. Por la ventana miraba el periodista bromista. Esa era una suma de suposiciones, de asumir complicidades, de suponer fidelidades, de estar en el lugar equivocado en el momento incorrecto. Agregada a mi naïf buena voluntad, que es valorada no siempre igual, fue la base de una discusión que duró el tiempo que trabajé en esa radio de Mendoza y que trascendió el ámbito radial.
Años después, los pasillos de aquella radio ubicada al pie de los Andes majestuosos, fue testigo de una batalla, por suerte sin muertos ni heridos. Era el primer día después de las vacaciones, cuando los ecos del verano, el sol, la playa y el ocio todavía son parte de nuestra piel. Para ese día se decidió cambiar el formato libre del programa de la radio por uno más atado al respeto de los horarios, las cuotas de música, contenido y publicidad.
Un modelo exitoso en Francia, Italia, España y obviamente en la BBC de Londres. Intentábamos darle al sonido de la radio una estructura más sólida, sin perder la frescura que habíamos sabido imponer.
Todos estuvimos de acuerdo, hasta que llegó la hora de la verdad. En ese punto, a no más allá de treinta minutos de empezar, todo se desbarrancó. La pauta no se respetó, ni en la forma ni en el fondo.
Frustrado por la situación, desde mi lugar detrás del operador de sonidos y separado por el vidrio del estudio central, levanté mis brazos e hice gestos con las hojas en mi mano, como diciendo que hay que respetar lo escrito. Desde dentro de la cabina, me respondieron con un gesto despectivo.
Bajé mis manos, dejé las hojas sobre la consola y salí de ese lugar. Por el largo pasillo caminaba rumbo a mi oficina, cuando se abrió la puerta del estudio y un vozarrón de escándalo me amenazó personalizando el desacuerdo laboral. Miré hacia atrás y vi un torbellino avanzando y golpeando las paredes en un estruendo inimaginable.
Seguí de largo, como quien va de camino al patio con la intención del aire puro, a fumar un cigarrillo, cuando vi por el rabillo del ojo que alguien tomaba el ladrillo. De esos que se usan para sujetar la puerta, que ahora tenía destino de proyectil y se alzaba amenazadoramente en dirección a mi cabeza.
Hoy puedo contarlo porque alguien sujetó el brazo impulsor y lo hizo recapacitar. Terminé mi cigarrillo, no volví a hablar sobre el tema, ni sobre cualquier otro. No volvimos a hablar de nada más.
Ese episodio marcó el fin de una relación basada, otra vez, en el equívoco de la fidelidad.
Al comenzar el primer proyecto radial en Toronto estas imágenes flotaban en mi memoria mientras volvía de aquella reunión en la oficina central del multimedio ítalo-canadiense. Cuando terminamos de decidir detalles de diseño del diario a nacer, el italiano me llevó a recorrer todo el edificio. La redacción, las rotativas y cada una de las pequeñas cuevas donde había gente que hacía de todo lo necesario para que el emporio funcione. A lo mejor eran muchos, a lo mejor muy viejos, quizás fuera del tiempo. No habíamos llegado aun a la realidad virtual, pero los teóricos del internet lo anticipaban. Todos giraban al compás del editor y yo caminaba a su lado.
Al fin del recorrido se detuvo en la cafetería interna y pagó un café para mí. Me ofreció algo más, todo me parecía muy brillante y se me antojaba como muy dulce y empalagoso. “Gracias, café está bien, así solo”, dije.
En su amplia oficina tuve la primera reunión de trabajo, media hora de duración ¡como mucho! Pim, pam, pum:
-Irá el carpintero para que haga los cambios.
-Necesitamos cortinas le dije.
-Le mando a alguien, me respondió.
-Ya conoce al técnico de internet, pídale lo que necesita.
-Pondré un aviso en el Toronto Star, “¿…y para qué?” me preguntó. Quiero buscar voces nuevas en la ciudad, generar rumor y a lo mejor encontrar algo nuevo y bueno, le dije. Si le parece bien, hágalo.
-Mañana irán a buscarlo para comprar la consola y los micrófonos, lo que le haga falta para el estudio.
Nos encontramos el próximo lunes me dijo, se puso de pie y me agradeció por sumarme a pensar en el nuevo periódico, me deseó suerte con el aviso buscando voces para la radio en español.
Creo que no alcancé a tomar el café y ya estaba caminando en la calle. Cavilando sobre lo que debía hacer, los errores de siempre y el eterno retorno de lo mismo.
No fue fácil acomodar los intereses que había en quienes hacían el diario. La radio tiene su ritmo, su lenguaje y sus tiempos propios. Y sus intereses también. Hubo rivalidad al principio, pero después nos acoplamos muy bien al trabajo, mientras duró.
El sol brillaba en el cielo azul con nubes de dibujo de escuela primaria. A esa hora debían estar preparando la sopa en el asilo, pero esas historias habían sido del invierno. Ahora comenzábamos a vivir la primavera con promesa de cimientos, ladrillos y expansión.
Toronto, 26 marzo 2021
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.