Nunca fuimos un país sólo rebelde. Siempre hubo acomodaticios, siempre avivados, no faltaron los cínicos. Pero tuvimos luchadores. Desde tiempos de los indios, desde los libertadores frente a la colonia, de los migrantes pobres que fueron abuelos de mi generación, de los luchadores frente al golpe de Estado de 1930, de los que no se arredraron a la prohibición de pronunciar el nombre de Perón.
Por eso se extraña. Los de mi generación, los que fuimos jóvenes en los setentas, los que sufrimos el criminal embate de la dictadura. Éramos una generación no convencional y no convencible: esa que no puede tolerar el patético “hablemos sin saber” de mucha televisión de hoy. Esa que extraña alguna perspectiva sutil, que busca una fisura en la pareja superficie del despensamiento en auge.
En la masiva propaganda estadounidense de posguerra y en medio de las tediosas comedias de Rock Hudson y Doris Day, se coló primero la rebeldía “sin causa” de James Dean. Luego, también desde el Norte, algo se jugaría por vía de los movimientos pélvicos de Elvis Prisley. Y un primer rock, con Chubby Ckecker y Bing Crosby, empezaría a salir del molde superficial y tontamente optimista de los Troy Donahue de la época.
Acá, el Club del Clan se unía a la incipiente televisión para todo el país, y se jugaba en una combinación bifronte de adaptacionismo primario (“La felicidad”, de Palito) y llamado a la autonomía de lo juvenil. El mismo Ortega venía de la pobreza, y de vender café por las calles de Mendoza. Y no faltaría la crítica que se le haría en el film “Pajarito Gómez” –con huella de Urondo, luego asesinado por la dictadura-, como la que se plasmó hacia la pasión automovilística en la película “Turismo de carretera”.
Y empezaba el tiempo de salir de la vulgata impuesta, de cuestionar a los usos y costumbres, de despertar a valores diferentes e ideologías emancipatorias. Y fueron los Beatles, y los Rolling, y la larga marcha del rock pesado. Y aquí Manal, Vox Dei, los primeros escarceos del rock nacional.
La Iglesia Católica hacía el Congreso Vaticano II, y la misa pasaba a darse con el sacerdote de frente. Los documentos episcopales de Medellín llamaban a una Iglesia de los pobres. Los jóvenes se enteraban de París en 1968, y de la gesta del Che. La rebeldía se irradiaba, las vanguardias literarias latinoamericanas, de Cortázar a García Márquez, rompían con los cánones establecidos. Cuarteto Zupay y Buenos Aires 8 revolucionaban la música popular, en la huella de Osvaldo Piro y de Piazzola.
Y esa fue la “juventud maravillosa” con la cual Perón derrotó a las pretensiones continuistas de la dictadura de Lanusse. La que había hecho el Cordobazo, el Rosariazo, hasta el Mendozazo. En provincias que hoy son las más conservadoras del país. Jóvenes que se organizaron imaginando un país solidario y diferente, un país con destino, con estrategia, con sano orgullo de soberanía. Hubo todo aquello, por entonces.
Ahora se escucha conversaciones en la verdulería que repiten monótonamente la máquina de “fake news” de algunos medios: una bobería interminable, una chismografía pestilente, una repitencia hasta el hartazgo de lugares comunes de lo hegemónico. Ningún lugar para pensar lo impensado: se defiende la propiedad privada de los grandes, pero no la propiedad pública de todos, o la comunitaria de la población. Se detesta al delincuente pobre, y se aplaude al muy rico. Se considera “usurpador” a quien -tirado en la calle- busca un sitio donde poner unas latas como techo precario, no a los que con falsos títulos y negociados se hicieron de la tierra en pocas manos. Se cree que la posibilidad de devaluación es fruto del gobierno democrático, no de los capitales votados por nadie. Gran parte de la rebeldía está abolida.
Pero cenizas quedan, donde hubo fuego. Y alguna apertura se abre en el horizonte pétreo de la barbarie impuesta. Ojalá fructifique. Una parte importante de la población guarda silencio: pero quizá eso no signifique que esté inerme. Veamos si no Bolivia, donde la rebeldía hizo de la elección de aquel domingo, un monumento.
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.