Espectros de Diego: ¿qué se llora en su memoria?
“Sólo un Dios puede salvarnos”, lanzó un enorme filósofo hace décadas. Dijo bien. En tiempos de menguadas pasiones, de ausentes entusiasmos, sólo un Dios podría recuperar la intensidad del vivir. La técnica omnipresente, el bienestar del Norte global y la carencia global del Sur, se complementan en la entronizada abulia, en el agudo tedio de la post-historia. Se ha arrinconado a las ganas: ya no hay espacio para las grandes ideologías, los discursos del todo o nada, el desgarramiento o la novedad. Todo original se ha vuelto copia, toda vanguardia está abolida. El futuro dibuja la sombra de lo ya-sido.
Allí había estado Diego. Ya casi no estaba: en el gris de sus últimos tiempos, en las imposibilidades físicas con que llegó a los 60 años, no parecía él. Y desde la pérdida del aura tan propia de este transcurrir, muchos creímos que su memoria pertenecía a emociones clausuradas, a una nostalgia ya sin presente. Nos equivocamos.
Se murió el último ídolo. Contradictorio, irreverente, caído y levantado muchas veces, desprolijo, brillante, inolvidable, a veces banal. El hombre rico, pero villero para siempre. El que le cantaba las verdades a los poderes. El del fracaso y las piernas cortadas. El reventado a patadas por sus adversarios. El de la revancha a los caídos en Malvinas, reinventado por ese dibujo en que gambetea hasta a la reina y a John Lennon. El que hablaba con dificultad, el que confesaba sus adicciones. El rodeado por los insoportables, el que repicaba con Dalma y con Giannina como talismanes para salvarse, el de los otros hijos diseminados, el que peroraba en exceso, el odiado por el poder, el amigo de Evo y de Fidel.
¿Qué le lloramos tantos argentinos? Como en aquellos ídolos que ya no quedan, espejeamos en él nuestros logros e impotencias. Diego es nuestro país mil veces caído y a veces levantado: es la tristeza de haber sido, y sentir a menudo el ya no ser. Es la admiración por el que pelea de abajo -como se hace con el Che-, mezclada con las ganas de ser de arriba, como él llegó a serlo. Es la seducción de la fama, pero en carne de un plebeyo. Es todas nuestras contradicciones, los sueños incumplidos, las frustraciones repetidas, y a la vez algunos triunfos. Es el pasado perdido, pues, como cualquier ídolo, es parte de nuestra identidad y de los recuerdos compartidos, del Himno cantado con dientes apretados en canchas extranjeras, de la bandera retraída tras la derrota en Malvinas, de los tiempos en que fuimos campeones mundiales sin que podamos volver a serlo. Eso lloraban abrazados los hinchas de Boca y de River, en impensado espectáculo: las dos finales perdidas con Alemania, la entrega brillante de Messi que no ha alcanzado para volver al podio, la Argentina como leyenda de la prosperidad perdida.
No faltaron unos pocos que pedían -a su muerte- corrección. Que no fue hombre ejemplar. Como si para ser pasión popular hubiera que ser campeón de catecismo, portante de valores de género, o tenue expresión de ideologías en curso. No ocupó para nadie el espacio de figura a seguir. Es otra cosa: nuestro espejo colectivo, nuestro lugar como drama inerradicable, esas ganas de llorar que se sienten sin saberlo, como en un tango.
Hombres o mujeres ejemplares no sobran, pero se encuentran. Ídolos populares, ya no existen. Por eso, en una explosión impensable, lo despidió el mundo en unánime saludo de admiración y respeto: hombres de Estado, futbolistas y futboleros, gentes de ámbitos culturales, lejanos países y periodistas variopintos, se pusieron allí, desde Islandia a Sudáfrica y de Japón a Colombia, a pronunciar el adiós. En tiempos sin símbolos y rituales, Diego ha podido convocarlos todavía.
Ya no hay letras de bolero que puedan funcionar: “Arráncame la vida”, es propio de períodos que ya ni oteamos. Todo flota en el espacio del dinero globalizado, de la vida expuesta a técnicas y rutinas que le han robado la magia.
Por eso el carnaval con la muerte de Diego. Velas mortuorias, pero también cánticos y bailes. Por eso el estilo transgresor y bajtiniano en un símil de celebración, con los de abajo expresados. “Mi arco iris”, definió alguno; muchos se tocaban el corazón. Contra la prepotencia de los de arriba, los del conurbano sabían que era uno de los suyos y repoblaron la calle. No faltó siquiera la represión que subrayó el contraste, el filo de clase social del ídolo final.
Despertó los olvidados símbolos, avivó el latir del mito, nos hizo sentir que todavía somos. Todo eso fue su muerte, por fuera de los detalles aún por esclarecer. Se fue el último tango en París o en Laferriere, la épica final de la esquina rosada de Borges, la posibilidad de llorar fuerte y sin frenos, de gritar sin tapujos. Es que Dios ha muerto, como otro filósofo ya había dicho, y quizás ha sido esta su estación terminal.
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.