Historias canadienses con raíces argentinas
Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
El primer regalo que recibí al llegar a Canadá hace veinte años, fueron unos guantes tejidos con capucha, con un forro de “Thinsulate”, un acrónimo de las palabras delgado –thin y aislado –insulate. Es una especie de tela que se hizo popular a fines de los ochenta. En ese momento era como el non plus ultra de la aislación térmica, nos blindaba del exterior. Esos guantes me ayudaron a enfrentar el frío por más de una década, pero convengamos que habían sido los últimos en la carrera de la elegancia.
Toronto no es una ciudad elegante, esta hecha para soportar el frio. No tiene la pretensión de la parte francesa de Canadá, por ejemplo. Quebec tiene un castillo y construcciones con estilo. Aquí en Toronto nos acercamos, y no solo geográficamente, al concepto de utilidad que campea en la frontera sur.
Caminar por las calles de Toronto y elevar la vista para admirar los frontispicios de los edificios es encontrar un manojo de cables apiñados en un poste uniendo casas diversas, en estilo, color, material y sin seguir una línea determinada. Lo importante es que la construcción sea útil para guarecerse del frío, sin guardar ningún cuidado con la estética.
Por supuesto que estoy exagerando, uno encuentra barrios, zonas, alguna casa, algunos edificios que tienen estilo. Y uno puede sorprenderse con alguna construcción aquí y allá. Para mis ojos de recién llegado encontrarse con los que se ven todos los días, fue un impacto difícil de digerir.
Fue el mismo tipo de impresión cuando fui a un mall. Me refiero a ese mamotreto que encierra un conjunto diverso de negocios que ofrecen todo lo necesario y lo inútil también. Están agrupados en un espacio accesible y generalmente con un patio de comidas en medio. La invitación es para permanecer todo el tiempo libre allí. Incluso los hay con cine y sala de juegos para niños.
Hace veinte años eran horribles por fuera, ya que lo que debía ser atractivo estaba sucediendo adentro. Nadie debía prestar atención al exterior. Diría que, en los últimos años, quizás entre cinco y diez, la tendencia ha sido abrir ventanas para integrar el exterior y el interior. Dotarles de fachadas con personalidad -no juzgaremos los caracteres, dejaremos que se expresen en el tiempo-.
Entramos por primera vez a un mall buscando una máquina para recortar mi barba. Ese era el lugar donde conseguirla y hacia allá fuimos. Era un domingo, un día libre que perdimos en esa búsqueda recorriéndolo toda una tarde. Entramos con sol y al salir ya se había hecho la noche. Nosotros no lo supimos, ocupados en la caminata interior entre ofertas de todo tipo.
Aquella vez me llamó la atención la falta de cuidado de los clientes, quienes, buscando el talle de pantalón, tiraban al suelo todo lo que no era ajustado a su necesidad. Pero esto era con todos los artículos. Y detrás un universo de empleados reacomodando todo. Hay algunas tiendas en que hay un poco más de cuidado, pero la consigna: el cliente siempre tiene la razón, se interpreta como impunidad.
Cuando el calor de la primavera estaba en Toronto, a los cuatro meses de llegar, me tocó ir solo al mall cercano a la radio que estábamos armando. Fue el día en que festejamos el cumpleaños de uno de los integrantes del equipo de ventas del periódico.
Me ofrecí a comprar la torta para el festejo. Me indicaron cómo llegar al centro de compras que tenia un supermercado italiano con una buena panadería. Allí podría encargar una torta y poner el nombre de la homenajeada. En ese momento no sabía que poco tiempo después empezaría a ser mi lugar de tránsito diario por más de quince años.
Lo que aprendí aquella vez fue que, sin saber hablar el idioma local, es posible que la gente entienda lo que necesitás. Lo segundo es que hay escalones de calidad en cada uno de los centros de compras.
Tiene que ver con el público, diferente barrio, diferente actividad laboral, diferente tipo de origen y también diferente tamaño de la billetera. Empezaba a reconocer la cara clasista de una ciudad múltiple. En el estacionamiento del mall se me acercó un surasiático y me dijo algo en un idioma que no reconocí. Mucho tiempo después aprendí a reconocer el origen de la persona, por la forma de pronunciar el inglés. Como no atiné a responder a su requerimiento, y quizás por mi cara de “Adán-en-el-Día-de-la-Madre”, me dio una palmada y me dijo “amigo” en castellano, pero como si fuera Terminator diciendo “hasta la vista beibi”.
Entré al centro comercial buscando el supermercado, que me habían explicado se encontraba “apenas entrando a la izquierda”. Había muchísima gente, aquel mediodía de fines de abril todo iluminado con neón, mientras afuera brillaba un sol inmenso. Acomodé mis ojos y encontré el acceso al supermercado atravesando una zona de mesas que pensé, equivocadamente, era el patio de comidas que atendía todo el mall.
Poco tiempo me llevó explicar qué era lo que quería, señalé la torta que quería y le pasé una hoja de papel con la leyenda a copiar en la torta. Entendí que debía esperar cincuenta minutos y en realidad me dijo quince.
Me alcanzaba para dar una vuelta por el mall.
Tenia los mismos rubros para ofertar que el primero que conocí. Quizás más joyerías, pero todo de menor calidad. Luego supe que estos negocios, más que vender compran joyas a quienes están en necesidad. De ahí la mayor cantidad de pequeños negocios del rubro en este barrio.
Cuando fui a buscar la torta, tuve que discutir la ortografía del nombre, pero una señora italiana, ayudante de cocina, le explicó al repostero escribiente qué palabra estaba mal. Al fin partí con la torta a festejar el primer cumpleaños en el multimedio.
Cuando llegue se armó la fiesta. Al principio el manager puso cara de tal, pero al fin lo venció la pachanga y desapareció por un rato para volver con champagne. Nuestro DJ, el técnico de sonido de la radio, había seleccionado la música para la ocasión. Pero no contento con eso, había sacado las mesas del estudio central improvisando una pista de baile.
No recuerdo que el director del diario hubiera participado, a veces se ponía en la pose y le costaba ser más natural. Como lo hizo el mánager, quien volvió con botellas para sumarse al jolgorio. Estoy seguro que el episodio llegó hasta la oficina central. “Los latinos arman un baile por cualquier cosa” fue un comentario al pasar que me hizo el editor, pero nunca hubo reproches.
Limpiamos los restos de crema de la torta caídos en la alfombra, acomodamos las mesas y dejamos las puertas abiertas para disipar el aroma alcohólico del lugar. Esa tarde al salir nadie podría dar cuenta de la jarana que se había armado en el estudio.
Al otro día, llegó el señor de las cortinas que estuvo trabajando con la nariz fruncida tratando de entender porque había allí un aroma que no se condecía con el trabajo del lugar. Al final de la jornada nos dejo el sonido de la sala impecable. Las mesas estaban en orden, con los micrófonos listos para empezar a emitir el primer programa de Correo Radio del Sol.
Visto desde afuera nadie podía advertir lo que se estaba generando allí. Cuando regresaba a nuestro piso en el barrio portugués, sentado en el ultimo asiento del largo bus de la calle Dufferin, el popular “suffering bus” pensaba en que estábamos bien alineados con una ciudad que no muestra en las fachadas lo que realmente sucede por dentro.
Toronto 30 de abril 2021
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.