En Buenos Aires el bar funciona como una suerte de exo cuerpo y también, como la extensión del departamento. Quizás se encuentra a media cuadra de la vivienda o, como ocurre con el resto, están al paso de todos. La pertenencia es una necesidad en esa orfandad aparente de los miles que caminan las calles de la gran ciudad.
La mesa “propia”, si es que siempre se halla libre coadyuva a ese propósito. Los parroquianos se sientan a ella y ya se disponen al café con leche con tres medialunas, a la usanza porteña. Adviene ese esparcimiento que puede ser de minutos o… de horas: sucede la lectura de los diarios, reuniones con amigos o encuentros laborales.
Algunos han enlazado un amor junto a sus mesas o se refugian de la lluvia tan inclemente como inesperada que la sudestada arranca a esos cielos grises y encapotados de esa ciudad con tantos edificios. Hay gente que escribe en un bar, otra que lo utiliza para dibujar. Muchos sólo eligen encontrarse allí con ellos mismos, que no es poco.
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“En el barrio porteño de Palermo, más precisamente en Scalabrini Ortiz y Paraguay funciona, desde hace muchos años, el Café Varela Varelita.
“El nombre del local no se debe, como muchos creen, a la orquesta Varela Varelita (muy famosa entre los años 1940 y 1970. En realidad, el apellido del propietario original del café era Varela, y con este colaboraba su hijo, conocido como “Varelita”, para diferenciarlo de su progenitor. De ahí el motivo de cómo el bar recibió su nombre.
“Uno de sus principales habitués fue Héctor Libertella (1945-2006), destacado escritor y autor entre otras obras de la novela El camino de los hiperbóreos (1968), del libro de relatos Cavernícolas (1985) y del ensayo Las sagradas escrituras (1993). Cuentan que fue él quien les hizo creer a los dueños que el whisky J&B se llamaba así por José Bianco, escritor y jefe de redacción de Sur. Por eso, cuando algún parroquiano pide una medida de whisky se escucha al mozo gritar: “¡Marche un Pepe Bianco!”. Tan importante fue su presencia en el bar que una foto suya enmarcada sobre la columna, al lado de la mesa que ocupaba, lo recuerda.
“Otra presencia fundamental del café de Palermo fue “Chacho” Álvarez, vecino, que había adoptado el café como su despacho vicepresidencial.
“El Varela Varelita, refugio de artistas
“A María Luque le encanta dibujar en bares. «Cuando trabajo en una mesa de café (que son chiquitas), en las que tengo que estar esquivando las migas de las medialunas, cuidando que no se me caiga el café con leche encima, y ,también, escuchando las conversaciones de los demás, o haciéndome amiga de los mozos, ese tipo de cosas me generan un estado mucho más propicio para dibujar», nos revela María. Cuando está en la Ciudad de Buenos Aires hay un bar que prefiere: el Varela Varelita. Es uno de los bares declarados notables en la Ciudad.
“Un bar en el que se siente un poco que el pasado está allí, con sus típicas mesas con tapas de fórmica y un menú sencillo, cuya atmósfera supo convocar a literatos, artistas y políticos. Entre los mitos urbanos está el de que el Che Guevara, antes de ser el «Che», era su habitué, verdad o no, el bar aún hoy sigue siendo el refugio de cineastas, actores, productores, y por supuesto, dibujantes.
“Javier Giménez comenzó trabajando en el bar como lavacopas y hoy es uno de los dueños, atiende las mesas y es el que le pone el arte a los cafés. Sus simpáticas figuras con colores sobre la espuma ya son un sello del lugar; desde conejitos, hasta boquitas.
“A María la conocen todos, hace tiempo que eligió este bar como su lugar para dibujar, los clientes se le acercan, la saludan, miran lo que está pintando y le dicen: «Te quedó muy lindo», a lo que ella con una sonrisa responde: «¡Gracias, qué bueno que te guste!».
“Si pasan por esa esquina de Palermo, entren, vale la pena detenerse en él y respirar la tradición que todo lo nuevo y cool no logró transformar. ¡Por suerte!
“Manuel Varela recorre las calles de Palermo desde hace más de 50 años. Pasa por la esquina de Paraguay y Scalabrini Ortiz y no se detiene. Nadie lo reconoce ni sabe quién es. Sin embargo, si algunos supieran su identidad seguramente querrían charlar un rato con él.
“Con sus 92 años, el inmigrante español que llegó a Buenos Aires en 1947, ya pasó a ser parte del cuadro histórico del barrio. Las generaciones de vecinos se renuevan y él perdura estoico como una estatua en vida que pasa desapercibida.
“En el año 1960 se vio en la obligación de vender un bar que tenía en el barrio del entonces Bajo Belgrano. Su esposa deseaba que con el dinero obtenido se compraran una casa y se asentaran con su hijo de 4 años. Sin embargo, Manuel Varela decidió por la familia: le prometió a su mujer Elena que en los próximos tres años tendrían el hogar soñado, pero que ahora necesitaba un lugar de trabajo.
“Terminó adquiriendo un viejo negocio ubicado en Paraguay y, por ese entonces, la calle Canning. Se llamaba Ricky’s y se encontraba en muy mal estado. Con la ayuda de Elena, arregló el negocio y prontamente ya se encontró abierto al público. Decidió renombrarlo “Varela Varelita”: Don Manuel Varela y su hijo Varelita, quien recorría la esquina con su triciclo.
““Los que me conocían sabían el por qué del nombre. Mis amigos siempre me decían Varela y a mi hijo Varelita. Y quedó hasta ahora, 51 años más tarde. Había una orquesta que se llamaba Varela Varelita también que a mí me gustaba mucho”, cuenta con su acento argentino Manuel.
“Curiosamente, el cartel que él mandó a hacer es el que todavía se encuentra colgado en el centro de la cantina. A lo largo de toda su vida, Manuel fue dueño de, por lo menos, ocho negocios.
“El Varela Varelita es el que mayores ganancias le otorgó a nivel económico y a nivel emocional. Al no poseer una casa, los primeros años durmieron él, su esposa y su hijo en el altillo del bar. Este abría de lunes a lunes. En esos tres años no se tomó ni un día franco.
“Nacido en una aldea pequeña de Galicia donde sólo se estudiaba la primaria hasta los 14 años, Manuel siempre se destacó académicamente. Terminó enseñando matemática al resto de los niños y era ayudante de la maestra. Sin embargo, como era habitual en la época, debió entrar en el servicio militar obligatorio.
“Allí recorrió España y vio lo aislado que se encontraba en su pueblo natal. No veía un futuro prometedor ni tampoco deseaba trabajar el campo toda su vida, como lo hicieron sus padres. Es por esto que emigró a la Argentina como otros centenares más de españoles e italianos.
“Asevera que si se hubiera quedado en su país, sería un viejo pobre e idiota, quizás hasta ya muerto del aburrimiento.
“Hoy en día, nadie lo conoce. Construyó e hizo despegar uno de los bares nombrados Cafés Notables de la Ciudad de Buenos Aires, e hizo despertar las calles de Palermo viejo. Sin embargo, desde que lo vendió años más tarde, no volvió a pisarlo nunca más.
“Si volviese a entrar, a Manuel Varela se le vendría toda su vida encima. Allí es donde su único hijo, Juan Carlos, conocido en el barrio como Varelita, creció y hasta sabía servirle cafés con leche a los clientes. Fue el hogar y el sustento para la familia durante mucho tiempo.
“Allí se hizo amigo de Chacho Álvarez, su vecino, y demás radicales. También frecuentaban el bar periodistas deportivos como Tití Fernández, Martín Kohan; escritores como Héctor Libertella, Pablo Katchadjian, Ricardo Strafacce y más.
“Sin saberlo, Don Varela despertó las calles de Palermo con su bar, siempre visitado por vecinos, amigos y artistas. Sirvió de cuna, lugar de encuentro y albergue para muchos intelectuales locales. Sin quererlo y sin poseer ninguna característica especial que lo destaque del resto de los bares.
“El Varela Varelita seguirá ilustrando el cuadrilátero de la intersección de Paraguay y Scalabrini Ortiz por muchos años más. Los vecinos y los clientes habituales mantienen continuamente ocupadas la mayoría de sus mesas. Su popularidad le es ajena a su creador y ex dueño de tantos años. Sin embargo, al entrar en él, perduran los carteles del menú que él mismo colgó y mandó a hacer hace 50 años atrás”.
(Texto entrecomillado: Susana Parejas; y de la red de redes)