Historias canadienses con raíces argentinas
Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
El preciado destino estaba nomás al final del camino. Un cuidado bosque natural, al que habían demarcado espacios libres de vegetación para hacer un sitio donde entraban una o dos carpas, en algunos raros casos hasta cuatro. Separados de otros similares por árboles, arbustos, ardillas, insectos de todo tipo y troncos caídos. Se podría pensar que era leña disponible. Pero no, la intención, celosamente cuidada por todos es la de recrear en esos espacios no tocados, la naturaleza con todo su ritmo de explosión de vida, degradación y muerte en un ciclo eterno que da origen a la nueva vida.
A pasos del sitio que habíamos reservado con meses de anticipación, un pequeño lago con una playa acorde, desde donde era posible dejar pasar las horas contemplando el brillo del sol sobre el agua, algún pequeño bote a remo cruzando y el silencio. Mucho silencio. El verde es tanto que al fin no hay conciencia de su abundancia. Esta allí rodeándolo todo hasta que lo añoramos cuando se regresa a la ciudad.
Todos los servicios del lugar son cuidados y mantenidos limpios dos veces por día. Incluso hasta había una maquina lavadora de ropa. En la tarde, cuando el sol cae la fila de acampantes para usar alguna de las cuatro duchas es una fija que hay que incluir en la rutina folclórica del parque.
Mi primera ducha hace veinte años me enfrentó a un pequeño cubículo partido en dos con un banco de un lado, donde poner las cosas secas y todo lo demás mojado, porque recién salió una persona limpita. Cuelgo mi ropa limpia y seca, me saco la que llevaba puesta y cuando intento abrir la ducha, no encuentro la canilla. Miro por detrás del muro que separa la ducha y nada. No hay canilla. Pero si está la regadera en la pared. ¿Cómo? ¿qué pasa aquí? Sin querer paso la mano por la pared y ¡zas! empieza a caer agua. La temperatura siempre es la misma, ni tan caliente y para nada fría. Me reí con mi ignorancia y para sacarme la arena y el permanente olor a humo, me jaboné exhaustivamente. Incluso el cabello. En ese trámite estaba cuando el agua deja de salir. Extiendo la mano y no encuentro la pared. Tantas vueltas he dado en la ducha que ya no se donde estoy. No quiero abrir los ojos, ya sabemos que el jabón en los ojos perdura y arde por un rato largo. Respiro profundo ya empezando a sentir el fresco que se cuela por los respiraderos de la puerta. Incluso escuchó voces que, por suerte no apelan a mi castellano. Pero estoy seguro de que estaban recordando a mis ancestros y para nada bien.
A fin acierto con el azulejo mágico, entonces me quedó estático en esa posición, por si pasa de nuevo. Efectivamente, vuele a parar el chorro, y cada vez el intervalo de agua es menor. Es un aviso de que hay que dejar la ducha para que la fila de espera no se haga eterna. Apuro el enjuague y me visto con culpa y con el cuerpo casi mojado. Salgo de la ducha con cara de nada, aunque sé que muchos vieron mi satisfacción por aprobar el examen de Ducha 1.
Al día siguiente en la playa me encuentro con algunos de los que esperaban turno en la fila y cosecho sonrisas e incluso algunas palabras de cortesía que devuelvo… “mooorning” estirando las vocales. El clima de sociabilidad es muy agradable. Tanto que al llegar primero elijo un espacio de arena, bajo un árbol, pero cerca de la orilla del lago. Cuando llega el segundo contingente, elige el sector de playa lo más cerca posible de donde estoy. Amabilidad y espíritu gregario.
Nada novedoso. En uno de nuestros frecuentes viajes a Chile, elegimos un día visitar la playa de Pichidangui. Amplia y cómoda playa al frente de una bahía. Nuestra idea fue pasar el día allí en una jornada de sol intenso. Así fue como marchamos con la sombrilla, las sillas y toda la parafernalia de un día de playa. Solitarios fuimos de los primeros en llegar. Al rato vemos acercarse a dos mujeres que, siguiendo el mandato milenario vinieron a aposentarse a nuestro lado. Con el condimento adicional típico de los nativos de la ciudad Capital de Argentina la voz siempre unos decibeles por encima de la comunicación normal. Eso si, nunca hubo un gesto amable, un saludo ni siquiera formal.
En julio y agosto en Canadá hace mucho calor; en el “country side” o en la zona de “cottages” y campings, también hay muchos mosquitos. La batalla para mantenerlos a raya siempre está perdida. Por más que uno llegue al lugar munido de todo tipo de repelentes, siempre hay que llevar crema para aliviar el dolor de las picaduras. Luego de veinte años de vivir aquí nunca acierto a saber cuál mes es el de los mosquitos, porque el otro es el de las lluvias. A mi siempre me ha tocado el combo.
Cuando llueve, es la lluvia de verano tipo diluvio. En el equipo de camping siempre hay que agregar un par de cubiertas de nylon tipo “tarpaulin” para hacer un techo que permita salir de la carpa y preparar algo para comer, todos amuchados debajo de la protección plástica, viendo como todo se va mojando y los días se hacen largos.
Si hay suerte, puede que sea una llovizna suave e intermitente. Entonces las caminatas se imponen. Hay en los parques provinciales senderos que recorren todo el parque. Hay también avisos de fauna silvestre que incluyen unos osos que, asustados son capaces de despanzurrar de un zarpazo al más desprevenido. Hay muchas técnicas para asustarlos. Hacer ruidos, usar un silbato. Levantar los brazos para, aprovechando la miopía del animal, hacerle creer que somos más altos que él como para que considere huir en vez de atacar. No he tenido que probar ninguna de esas técnicas, por suerte. Una de las primeras noches de camping, sentimos el olfatear intenso de un animal de grandes pulmones en la pared de la carpa. Seguramente era un oso macho en celo olfateando las hormonas disponibles, nos informó el guardia. Mas tarde encontramos la inmensa deposición del animal en la parte de atrás de nuestro sitio. No tuvimos que hurgar en la pila buscando un celular como en una de las películas “Jurasic Park”. La recomendación es dejar todo lo oloroso en el baúl de un auto, o colgarlo de una rama bien lejos del alcance de los habitantes originales. De lo que uno no está exento es de la requisa que hacen los mapaches, siempre en banda delincuencial, que dan vuelta las carpas buscando algo para comer, siempre en las primeras horas de la noche.
En el camping de Canadá de hace veinte años, establecimos una rutina que se mantuvo todo el tiempo en que hacíamos este tipo de vacaciones: el menú. Siempre el primer día preveíamos hacer asado. Porque la carne debe viajar bajo el rayo inclemente del sol por un día, al menos. Más tiempo no se aguanta fuera de una fuente de frío. Después encontramos algunos recursos como es congelar la carne antes, entonces llegábamos a comer asado el tercer día mientras el bloque de hielo descansaba en el fondo de la conservadora manteniendo el resto de las preciadas provisiones. Entonces enriquecimos la oferta de la parrilla, dejábamos el pescado para el primero y el pollo para el segundo día.
Olvidarse de hacer un fuego con leña para producir brasas. Los troncos secos que se deben comprar en el lugar, para evitar el acceso de insectos ajenos al ecosistema propio, solo sirven para hacer fuego, producir calor y una montaña de cenizas. A nuestro auxilio venían las bolsas de briquetas. Hay un único espacio para hacer fuego, en medio del sitio designado para el camping. Un pozo rodeado de un cilindro de hierro que tiene en el tope un par de hierro atravesados como para poner una olla. O la jarra para hacer café.
Todo muy ajeno a nuestra tradición. La solución, llevar una pequeña parrilla portátil, preparar las brazas en el fogón -fire pit en inglés- e ir alimentando con las brasas artificiales el calor debajo del animal sacrificado de turno para que se ase. Esa es sólo una de las comidas, porque si hay algo que uno hace en vacaciones es comer. Desayunos que incluyen huevos revueltos, tostadas, lonjas de panceta crocante luego de pasar por el surten, algún fiambre cortado a cuchillo especial para el camping. Y café, después mate, pero ya en la playa, adonde llevamos para ir pasando el día, algunos sándwiches, galletitas y frutas diversas, entre otras cosas para comer.
Luego de la cena, el ritual de limpiar todo con cascaras de limón, técnica que con el correr de los años llegamos a manejar con maestría.
Antes de dormir, y bien abrigados, el circulo alrededor del fuego invita a contar anécdotas, recordar otros tiempos, repasar los chistes de siempre y en medio de las risotadas recibir la visita del guardia de seguridad que en la ronda se detiene a calmar al grupo de revoltosos que disturba el tiempo de dormir del canadiense que comienza mucho antes que se oculte el sol del verano. Para nosotros las noches, son la invitación para la reunión. El fresco de la noche es igual en el sur como el cielo estrellado en la casita de Las Vegas donde solíamos pasar algunos veranos, pero sin la cruz del sur.
Toronto 16 de julio 2021.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.