Retrato del tiempo.
¿De qué sirve el tiempo?, se preguntan las vedettes y se someten a innumerables cirugías para contrarrestar las marcas de los años en sus caras y en sus cuerpos.
En nuestra sociedad no se ve mal que una persona se parezca más a una momia de cera que a un ser humano, si con ello ha disimulado su edad biológica, sin importar si la edad mental sigue siendo la de una adolescente o la de una retardada.
Pero el ansia de mantener una apariencia joven no es nueva: los antiguos egipcios desarrollaron una verdadera industria de la cosmética para embellecerse y disimular la vejez, y si bien no practicaban las monstruosas cirugías a que se someten nuestras figuras televisivas de hoy en día, sabían mezclar sustancias para maquillarse y se estiraban el cabello hasta el dolor para tensar la piel de la cara y eliminar las arrugas.
El mito de la eterna juventud es una constante en la historia de las civilizaciones, y cada vez ha sido más opresivo a medida que la sociedad de consumo ha querido imponer su flagelo en todos los estratos de la comunidad.
Pero no todos los seres eternamente jóvenes han sido también eternamente felices, al menos en la literatura.
Por ejemplo la criatura del doctor Frankenstein no envejecía, es más, parecía destinada a vivir eternamente. Sin embargo, lejos de ser feliz, era considerada un monstruo por todos los que la veían, y su condena a la soledad absoluta la lleva a convertirse en un asesino y a huir de la humanidad.
Los vampiros, representados por el conde Drácula, la novela escrita por Bram Stoker, tampoco gozan de la permanente felicidad, a pesar de que se mantienen siempre inalterables en su aspecto. Están condenados a vivir un cierto tipo de existencia que los excluye del resto de los hombres, y su fuente de alimento es la muerte de las personas.
Una obra maestra de la literatura inglesa, “El retrato de Dorian Gray”, de Oscar Wilde, demuestra cómo la belleza física y la juventud eterna no necesariamente van acompañadas de virtudes morales, y por supuesto no conducen a la felicidad, sino al tormento interior y desembocan en la muerte.
Dorian Gray es un joven de incomparable belleza, al que un amigo retrata con tal fidelidad, que ante el cuadro terminado el joven expresa su deseo apasionado de permanecer siempre igual a ese momento, y que sea el cuadro el que recoja los agravios del tiempo en su lugar.
Su deseo es cumplido, pero a través del tiempo el envejecimiento del cuadro no es el único fenómeno que acontece a Dorian Gray, sino que el hermoso joven siente cómo paulatinamente este don se convierte en la puerta abierta a todos los vicios y humillaciones del alma, y va transformándolo en un ser temido y odiado, condenado a la soledad.
Cuando el peso de su alma se vuelva insostenible, Dorian Gray, cargada la conciencia de agravios y asesinatos, comprenderá su error, y acuchillando su propio retrato pondrá fin a su vida, para asumir en un instante la humanidad que durante muchos años le había sido negada, junto con la huella que el tiempo había labrado en su cuerpo y en su rostro.
Cada uno de nosotros es un retrato pintado por el tiempo, como la misma faz de la Tierra es el producto de su edad y de todos los trastornos que ésta le produjo.
Sin embargo, admiramos las maravillas que esculpieron las lluvias de milenios en las rocas, los abismos que excavaron ríos prehistóricos en los valles, desiertos que fueron selvas y antes aún fueron océanos.
Pero no soportamos ese calendario en nuestro rostro y en nuestro cuerpo.
Si seguimos negando el tiempo, nos estaremos negando nuestra posibilidad de incorporarnos a todo lo que existe y tiene vida en el universo, y pasaremos a formar parte de los objetos de una vitrina, intocables y muertos, lejos de la vida, del amor y de la humanidad.
Columnista invitado
Daniel Fermani
Profesor de Enseñanza Media y Superior en Letras y Licenciado en Lengua y Literatura Españolas, diplomado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Ha llevado adelante una profunda investigación en el campo del arte, trabajando el concepto del tiempo, la experimentación con la escritura en teatro, novela y poesía. Ha indagado en las raíces de la Posmodernidad en busca de nuevas técnicas actorales y dancísticas y sus consecuencias en la dramaturgia y en el trabajo teatral. Publicó cuatro novelas, dos de ellas en España y Argentina; cuatro libros de poesía; y tres volúmenes de obras teatrales. Desde 1999 dirige la compañía de Teatro Experimental Los Toritos, fundada en Italia y que prosigue sus actividades tanto en su sede de Roma como en Mendoza, y con la cual lleva a delante su trabajo sobre técnicas de teatro experimental. Ha ganado dos veces el Gran Premio Literario Vendimia de Dramaturgia; el Premio Escenario por su trabajo en las Letras; la distinción del Instituto Sanmartiniano por su trabajo a favor de la cultura, y una de sus obras de teatro fue declarada de interés parlamentario nacional al cumplirse los 30 años del golpe de Estado de 1976. Fue destacado por el Honorable Senado de la Nación por su aporte a las letras y la cultura argentinas. Ha sido Jurado nacional para el Instituto Nacional del Teatro (INT).