25. Desatino final
La noche caía sobre Buenos Aires, por entre las ventanas se colaba el rumor nocturno. Ese “run run” que lo acompañaba cada noche cuando caminaba hasta su departamento. Antonio no se decidía a salir aun, tenía la vista perdida más allá de donde estaba la Beretta calibre 22. Fue la voz de su jefe la que lo sacó de esa nube.
-Deje de cavilar mirando a la nada Antonio, vaya a su casa a dormir, hoy ha sido un día largo, pero mañana lo será aún más. Tenemos que armar un nuevo plan de trabajo. Mañana lo estaré esperando en mi oficina, temprano. Antes de entrar, pase por la cocina y traiga un termo con café, hay mucho que hacer-.
Al otro día pasó por la cocina, tomó el termo con café, entró a la oficina del jefe y reconoció un bibliorato enorme con cientos de reportes que estaban esparcidos en medio de la mesa. Antonio se sintió incomodo y buscó el mejor lugar en la silla sin encontrarlo.
Reconocía esas hojas como propias. El jefe solo abría el bibliorato mientras iba armando su discurso. Cada vez que lo hacía, Antonio estiraba la vista al máximo posible para, releyendo lo escrito, tratar de anticipar una respuesta a un posible cuestionamiento. Nada mejor que establecer una estrategia frente a un problema. La táctica la tenía clara, golpear primero y fuerte para ganar tiempo y mostrarse siempre sólido. Hay que utilizar todas las herramientas posibles, pero nunca perder la calma. El que se enoja pierde, se lo había enseñado su jefe.
Como buen analista, le bastaba con captar un par de palabras para comprender el sentido de toda la frase. Ese le daba tiempo para elaborar un discurso coherente y eficaz.
Había papel y lápiz, cualquiera podía escribir lo necesario. Ninguno de los dos lo hizo, uno movía las manos afirmando y poniendo así énfasis a sus argumentos. El otro no movió ni un sólo musculo. Antonio creyó que incluso, en todo ese tiempo que a él le pareció interminable, no pestañeó.
-Desde que usted entró a trabajar con nosotros solito se fue gestando un lugar sólido en la agencia, hay trabajos notables en su historial. Creo que hemos sido una buena rueda de auxilio para quienes vinieron a pedir ayuda. Pero tómese el trabajo y relea lo que ha venido escribiendo en los últimos años, reportes detallados y minuciosos, sí, pero que conforman un cuerpo que no conduce a ningún lado. Son sólo sugerencias, indicios de lo que podría ser pero que, en el mejor de los casos, producen resultados parciales. Yo no sólo quiero que dejemos de ser esa rueda de auxilio para otros. Quiero que seamos el motor. Un motor con autonomía. Para lograrlo es necesario que hagamos un trabajo en conjunto, usted en lo suyo y yo en lo mío, pero mirando en la misma dirección-.
Para la hora en que salió de la oficina del jefe, los escritorios estaban vacíos, las luces generales daban un aspecto sombrío al ambiente. Entre el silencio y la media sombra, resaltaba la Beretta calibre 22 sobre su escritorio, brillando con luz propia.
Un escalofrío le recorrió su espalda. Quizás ese día tomó conciencia, de golpe, del tipo de trabajo que hacía y de quienes eran, en realidad, los beneficiarios de su esfuerzo.
Por su lado el jefe intentaba leer no sólo los reportes de Antonio, sino también la nueva realidad. Se vivía en Argentina la calma rara de los años de Néstor quien, con su tono áspero y los dientes apretados, parecía que gobernaba con el ceño fruncido. Era innegable que el presidente había puesto orden, había dicho que no venía a dejar los principios en la puerta de la Casa Rosada y se plantó firme, incluso mandó a bajar los cuadros. En esos primeros años, la economía había empezado a moverse otra vez. La industria volvía a ponerse en movimiento, la gente volvió a comprar carne, y muchos que estaban en la lona consiguieron algún laburo. Antonio lo veía en la calle. Siguió viendo cartoneros, pero con otro ánimo, algo le pasaba a la gente que él no entendía muy bien.
El Estado, que venía flaco y desganado, empezó a hacer panza. Volvió a ser patrón: manejó la caja, negoció la deuda, se peleó con el FMI e impulsó los juicios contra los militares, que ya muchos creían cosa juzgada. Fue ahí cuando Antonio sintió que el péndulo se había corrido. La época ya no era de supervivencia desesperada, sino de trincheras ideológicas.
La presión sobre la oficina se palpaba en el aire. El jefe sonreía ante las noticias que daban cuenta de la reapertura de los juicios por lo que se empezaba a decir crímenes de la dictadura. Esa sonrisa era falsa, Antonio lo sabía.
-Esta batalla la venimos perdiendo, por goleada– dijo el jefe, con el rostro sombrío-. -No hay espacio para nosotros en la calle. No podemos defender a nuestros camaradas de armas que dejaron todo por la patria. Podemos, sí, usar todo el dispositivo disponible para que, en la justicia, lo que no se pueda parar se dilate lo suficiente como para que el tiempo haga su trabajo. Habrá seguramente quienes pagarán un costo muy alto. Pero nosotros tenemos que estar listos para volver y no cometer los errores que nos dejaron en este lugar. La firmeza de nuestra mano y la contundencia de nuestras acciones debe ser tal, que no se puedan levantar-.
El jefe empezó a estructurar un plan de trabajo que incluyera objetivos de corto, mediano y largo plazo. Contundente. Eficaz.
Antonio tomó con pinzas las líneas de acción que le proponía llevar adelante. Ya tenia tiempo entre esas cuatro paredes, y conocía los manejos de la agencia, había llegado a conocer a algunos de los pesados de otros tiempos. Pero si bien la dinámica era siempre la misma -constituir una línea de provisión de información- también se habían llevado adelante acciones que justificaban después políticas de Estado que impulsaba el presidente y los ministros del gabinete. De cualquiera de los gabinetes políticos que se armaron desde la recuperación de la democracia.
A cambio, quienes hacían el trabajo muchas veces se quedaban con un vuelto generoso de los fondos reservados destinados al funcionamiento. Pero también tenían la facilidad de crear estructuras personales y propias de negocio, que en algún momento se blanqueaban como parte de operaciones encubiertas, pero legales, al servicio de la democracia.
¿Que buscaba cambiar el jefe?
Después llegó Cristina, con sus palabras filosas como bisturí, su voz firme, y esa forma de mirar que te cortaba al medio. Gobernó con la épica de quien se cree destinada, y armó un relato donde el Estado lo era todo: protector, justiciero, salvador. Nacionalizaron Aerolíneas, YPF, y plantearon leyes como la de medios, que para algunos fue un grito de libertad y para otros, censura disfrazada.
Pero no todo fue viento en popa. La inflación empezó a colarse por debajo de las puertas y el dólar se volvió un fantasma que perseguía hasta a los que nunca habían viajado. El “cepo” se convirtió en palabra cotidiana, como “asado” o “piquete”. La calle volvió a ser territorio de disputa, pero ya no como en 2001, sino entre banderas y bombos de colores opuestos.
Antonio lo miraba todo con distancia. En los noticieros veía a La Cámpora agitando banderas como si fuera una nueva juventud maravillosa, mientras del otro lado hablaban de república, corrupción, populismo. Él se limitaba a ajustar su rutina: menos calles, más cautela. Sabía que cuando los discursos se ponen encendidos, lo mejor es hablar bajito.
Un mediodía el jefe lo invito a almorzar. Lo habían hecho alguna vez, pero no era rutina que salieran juntos de la oficina, hablando despreocupadamente de cosas sin trascendencia alguna. El jefe eligió una fonda que manejaba un gallego en la esquina de Tucumán y Rodríguez Peña: “allí preparan el pulpo a la gallega como en ningún otro lugar de la ciudad”.
Antonio no era fanático del pulpo, ni de los bichos de mar, pero sabia “tragar sapos” y esta fue la ocasión. No fue hasta mucho tiempo después en que tomó conciencia que además de las papas espolvoreadas con pimentón y los trozos del bicho viscoso había tragado un proyecto del que, como ese menú, no había participado en la preparación.
-Como sos el único capaz y además bien despierto, la jefatura ha decidido que te asigne como auxiliar informático en la Fiscalía, esa donde se investiga el atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina. A los fiscales hay que tenerlos controlados y qué mejor que un especialista en las tecnologías de la información para pincharle todos los dispositivos que utilizan, todas las vías de acceso a quienes trabajan allí. De esta manera podremos saber en qué andan y cómo anticipar sus hipótesis de trabajo. Seguramente podremos proveer las pruebas necesarias que comprueben la genialidad de los fiscales.
Para Antonio aquello fue la posibilidad de salir de la oficina, que ya le estaba resultando pesada. La nueva posición fue una tarea paciente, que implicó muchas horas en la Fiscalía. Se fue ganando la confianza del Fiscal accediendo siempre a los pedidos, incluso para cosas de fuera de la repartición judicial en la que pasaba prácticamente todo su tiempo. Siempre mantuvo su escritorio en la oficina del palacete cercano al Congreso Nacional y sus papeles, pisados por la Beretta calibre 22.
Aunque todo comenzó como un trabajo más, al fin y al cabo, el fiscal era un tipo ambicioso y flojo de moral. Por ese lado consiguió meterlo en el ambiente que su jefe conocía muy bien: la noche, los puticlubs y las modelos de moda fugaz.
Lo acompañaba a todas partes y terminaron armando una relación tejida en los intereses económicos, amorosos e informáticos. Una vez, incluso, viajó al exterior acompañando al fiscal. Fueron a New York a abrir esa cuenta conjunta donde se le depositaba la guita de los regalos que recibía del Norte y del Medio Oriente. Para ese viaje el jefe le sugirió que se llevara la Beretta calibre 22. Pero no, el perfil del informático no daba para usar una pistola.
Pasó el tiempo, en el que hubo mucha gente en la calle, protestas y reclamos, pero ni muertos ni desaparecidos; hubo reparaciones históricas, actos multitudinarios, oposiciones furiosas. Muchos que estaban en la periferia empezaron a ser el centro. La inclusión era la palabra más celebrada. Pero el cinismo de los noventa no había desaparecido. Seguía latiendo en los pasillos de ciertas oficinas, en los sótanos del poder, en algunos de los circuitos donde Antonio se movía con soltura, anidaba el huevo de la serpiente.
Aquel fin de semana, el último en que tuvo la Beretta calibre 22 en sus manos, Antonio el informático colgó el teléfono y no preguntó más. Tenía la sospecha de para qué era que el fiscal quería un arma y esa estaba arriba de su escritorio, sujetando los papeles dispersos.
Antes de pasar por la oficina a buscarla, llamó por teléfono al jefe, que estaba esquivo desde hacía un par de meses y le contó de la comunicación del fiscal y de lo que le había pedido. El jefe le dijo:
-… es perfecta, llevale la Beretta calibre 22-.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.


