El espacio de la la esfinge,
o la brecha desconocida entre el rito y el teatro
El teatro no puede seguir existiendo en su forma actual. Y de hecho no existe. Insistir en la representación como se sigue verificando en los escenarios, con actores que encarnan personajes, situaciones que anudan y desanudan conflictos, caracterizaciones y despliegues psicológicos, es solamente firmar el certificado de defunción del teatro.
Es necesario regresar al origen del teatro y buscar un nuevo camino de retorno, antes que esta agonía del arte teatral termine de convertirse en un cadáver putrefacto. Para ello será indispensable someter a una purga feroz a actores y directores, y hacer un gran pozo adonde enterrar todas las obras dramáticas existentes, hasta que el nuevo arte teatral esté en condiciones de volver a enfrentar la palabra sobre un escenario.
Para llevar a cabo esta revolución es indispensable cerrar los teatros al público durante tiempo indeterminado, para convertirlos en laboratorios aislados en los cuales se experimente la búsqueda del nuevo lenguaje, en un ambiente lo más incontaminado posible, separado de la sociedad de consumo y del narcisismo clásico que ataca y gangrena a actores y directores. Visto el estado del teatro actual y el gusto creado y alimentado por el sistema consumista, la mayor parte de la gente no extrañará en nada al teatro, y tardará mucho en darse cuanta que las salas han cerrado sus puertas.
El teatro tomó el camino que hoy ha desembocado en la descomposición orgánica de este arte, en el momento en que el rito se codificó en palabras y éstas se encarnaron en un personaje interpretado por un actor y mirado desde fuera, en primer lugar y antes que por espectadores, por un director. Este rumbo corrupto ha sido llevado adelante durante dos mil quinientos años con resultados satisfactorios en algunas épocas, pero insuficientes en otras, y actualmente, nefastos y perimidos. Seguimos cebándonos de un cadáver que cada vez contamina más el suelo del arte, como el cadáver insepulto de Polinices. Necesitamos urgentemente una Antígona que con mano piadosa entierre estos despojos para librarnos de la peste que ha hecho un mal moral en el pueblo.
La clave se encuentra en el momento de transición entre el rito y el teatro representado.
El rito es imposible en nuestra cultura, y sería un absurdo anacronismo intentar revivir lo mágico en una sociedad devastada por la mente materialista. Sin embargo, debemos recuperar y retrabajar esa zona misteriosamente no racional que se desprende del rito y abre las puertas al teatro. Tendremos que prescindir del mundo, porque el mundo ya no ama al teatro. Sólo se nutre de imágenes tecnológicas, prostitución y violencia. Por lo tanto, es indispensable privar al mundo del teatro hasta que contemos con un teatro capaz de destruir al mundo. Únicamente con este teatro podremos mirar a la cara a la miseria, la injusticia y la guerra. Si proseguimos en los escenarios del teatro corrupto estamos avalando estos males que son la base y verdadera esencia del mundo materialista.
En consecuencia, es necesario indagar la zona oscura que separa y une la procesión dionisíaca con el carro de Tespis. Antes de que el ditirambo impusiera la esclavitud del verso y con esa cadena invisible atase pies y manos de los protagonistas en una celda sellada llamada escenario.
Ha de existir un espacio que se abre, aún lo vemos cubierto de penumbras, entre los festejos orgiásticos de Dionisos y el escenario delimitado por Apolo. Sobre este espacio trabajaremos con la intención de cambiar el rumbo de la historia del teatro.
No al rito, no a la representación.
Hemos indagado en lo orgánico hasta llegar al terrible descubrimiento de que el lenguaje del cuerpo, para nosotros hombres y mujeres corrompidos de la sociedad contemporánea, es como la lengua de los sordomudos: la traducción gestual -con un poco de suerte, corporal- de un idioma ya establecido, contaminado y equívoco. Hemos descubierto que el cuerpo está tan socializado como la psiquis, y como ella estructurado en una jaula de hierro que halla imposible el retorno a una organicidad primitiva, o animal, o no-social. Porque desde la memoria emotiva de Stanislavski a la organicidad de Grotowski no se ha logrado demasiado: el teatro es menos naturalista, es cierto, pero sigue siendo social.
Se podría argumentar que la separación entre cuerpo y psiquis lleva a una inevitable esquizofrenia, y que el hombre es una unidad indivisible, como el resto de los seres naturales. Respondo a esa afirmación diciendo que el hombre ya nada tiene que ver con el resto de los seres naturales, que vive en una espantosa esquizofrenia desde que el sistema lo obligó a materializarse y a materializar fuera de sí mismo sus deseos y pensamientos, y que de todos modos, no es posible ningún tipo de separación psico-física que sea beneficiosa. Una lobotomía en el cerebro de esta sociedad sólo puede beneficiar únicamente al mercado de consumo. Ya suficientes lobotomías llevan adelante la televisión, la educación oficial y la propaganda deportivo-política.
Pero si tratásemos de indagar en esa zona oscura a la cual la historia no ha podido acceder, la zona de transición que une y separa definitivamente rito y teatro, seríamos capaces de tomar un material aún flexible, un barro aún moldeable, que nos permitiese perfilar otro rumbo en el teatro. ¿Cómo hacerlo si sólo conocemos la apariencia del rito, y tenemos entre las manos los despojos pútridos del teatro de representación? Sinceramente no creo que observando ritos de algunas sociedades aún mágicas podamos resolver el misterio, ni copiando descaradamente danzas o ceremonias de pueblos llamados “primitivos”, para de ellos sacar los patéticos instrumentos que actualmente comercializan tantas escuelas de teatro autodenominadas “antropológicas”. Creo, sí, en la incapacidad absoluta del hombre contemporáneo para entender la magia separada de la materia; y también en su incapacidad de buscar otro lenguaje teatral que no sea el patético braille que despliegan sin pudor en los escenarios casi todos los teatristas del mundo. Ese teatro ya no existe, y no puede seguir valiéndose de la palabra, porque la contamina.
El teatro actual no es actual, no dice nada, es aburrido y anacrónico, o mejor dicho ni siquiera es anacrónico, es atemporal en el mal sentido de la expresión, no plantea enigmas ni inquieta; trata de satisfacer como lo hacen la televisión y el cine, las comidas de fast-food o cualquier aparato de la nueva tecnología de la “era de las comunicaciones”. El teatro actual debe dejar de existir para que se mueran de hambre todos los corruptos que se alimentan de sus carnes lívidas y putrescentes.
La zona aún fértil para buscar un nuevo arte teatral sigue inexplorada, ningún dios la ha abierto con su arma de doble filo, no tiene nombre, sigue siendo el reino oscuro y enigmático de la Esfinge.
Quizás podríamos afirmar que esa zona corresponde al umbral penumbroso que separa consciente de inconsciente; al eslabón perdido que une al homínido casi cuadrúpedo con el bípedo casi humano; al tiempo sin memoria en que el hombre vivió de su colaboración con la comunidad, enfrentado con el hombre que inventó la moneda para pagar lo que no tiene precio.
La monstruosa deformación psíquica que padece el hombre contemporáneo lo lleva a creer que el teatro es calificable, digerible, que está relacionado con la felicidad o con el llanto, que es otra forma de felicidad de este tipo de personas; que al no poder ser acomodable en un pedestal de museo, el teatro tiene que renovarse continuamente y “reflejar” el mundo actual, si es posible tomando de éste los maravillosos avances tecnológicos que lo hacen casi tan entretenido como la televisión. Este hombre acepta que la Mona Lisa sea inexplicable e inmutable en su marco dorado, pero no entiende lo atemporal e inexplicable del teatro.
Ya es tarde para rescatar al teatro de la sociedad materialista. Por lo tanto hay que sepultarlo y buscar otra cosa. El hombre y la mujer actuales no pueden aceptar lo inexplicable. Aceptan pasivamente que les roben la vida, pero no que una obra de teatro les demuestre que existe otra posibilidad, un reino al que jamás tendrán acceso, porque están exiliados para siempre de la verdadera vida, y deberán seguir sirviendo de fertilizante a la monstruosa maquinaria del consumismo. Creen que existe la cultura y llaman cultura a toda manifestación humana. Y no se han dado cuenta que desde hace tiempo lo humano ya no se manifiesta más en el mundo. Y peor aún, muchos de ellos hablan de teatro “popular”, metiendo en esta bolsa agujereada a todo espectáculo de fácil comprensión, de aún más fácil digestión, la mayor parte de las veces ahíto de un humor tan pedestre como procaz, y en definitiva dirigido a un pueblo que debería estar conformado por seres incapaces de discernimiento.
En cambio ésa es la comida que nos brinda la fastuosa maquinaria del consumismo y la ignorancia.
Si el teatro es arte, si el arte es rebelión, entonces primero hay que matar, y después construir lo nuevo.
Columnista invitado
Daniel Fermani
Profesor de Enseñanza Media y Superior en Letras y Licenciado en Lengua y Literatura Españolas, diplomado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Ha llevado adelante una profunda investigación en el campo del arte, trabajando el concepto del tiempo, la experimentación con la escritura en teatro, novela y poesía. Ha indagado en las raíces de la Posmodernidad en busca de nuevas técnicas actorales y dancísticas y sus consecuencias en la dramaturgia y en el trabajo teatral. Publicó cuatro novelas, dos de ellas en España y Argentina; cuatro libros de poesía; y tres volúmenes de obras teatrales. Desde 1999 dirige la compañía de Teatro Experimental Los Toritos, fundada en Italia y que prosigue sus actividades tanto en su sede de Roma como en Mendoza, y con la cual lleva a delante su trabajo sobre técnicas de teatro experimental. Ha ganado dos veces el Gran Premio Literario Vendimia de Dramaturgia; el Premio Escenario por su trabajo en las Letras; la distinción del Instituto Sanmartiniano por su trabajo a favor de la cultura, y una de sus obras de teatro fue declarada de interés parlamentario nacional al cumplirse los 30 años del golpe de Estado de 1976. Fue destacado por el Honorable Senado de la Nación por su aporte a las letras y la cultura argentinas. Ha sido Jurado nacional para el Instituto Nacional del Teatro (INT).


