7. Vuelta a Córdoba
No había vuelto a Córdoba desde el día en que pegó un portazo en la casa de su hermano mayor y se fue a construir su propio destino. El portazo que no había dado en la casa de sus padres que lo atormentaban con que fuera a la universidad, terminó resonando en la casa que su cuñada había elegido para vivir el resto de su vida.
Ahora, más de quince años después volvía a una ciudad de la que no tenía buenos recuerdos. Allí había vivido los años de apogeo del peronismo. Bueno, él lo había sufrido. Sentía que todo lo que proponía el gobierno del General Perón iba en el sentido contrario de sus convicciones. Quizás por eso había dado el portazo.
A poco de llegar a la ciudad de Córdoba se le fue arrimando gente, no sólo en el cuartel, sino también en la universidad, donde cursaba algunas materias, en la tribuna de la cancha a la que fuera a ver algún partido de fútbol, incluso en los negocios del barrio a donde iba a comprar la carne para el clásico asado del domingo.
De esas charlas casuales con interlocutores diversos se fue enterando de donde estaba metido. Los instructores de la escuela que antes concebían al paracaidista como un militar en tierra, ahora venían de tomar cursos de especialización primero en Francia, que había pasado por las luchas en Argelia y en Indochina y los más recientes cursos de capacitación que se realizaban en la zona del Canal de Panamá.
Así fue como empezó a entender que eso de los paracaídas era un elemento decorativo. Ahora eran formados para combatir el nuevo enemigo que se camuflaba en las ciudades de Latinoamérica, los agentes comunistas estaban en las fábricas, en los talleres, en las aulas de la universidad. Había que saber reconocerlos y estar preparados para hacerlos desaparecer.
“Como buen porteño, no sabés nada”, le decían sus nuevos amigos. Gracias a ese círculo de sabios que lo ayudaban a entender la realidad, su vida apacible empezó a tornar peligrosa y desafiante.
Fue en esa época cuando la Beretta calibre 22 dejó de dormir en la caja para estar siempre apretujada en la cintura, asegurada con un cinturón de cuero ancho, entre el pantalón y la camisa.
En toda la época de su vida en Córdoba fue necesario que el militar estuviera vestido con ropas de civil, de “paisano”. Ya no más luciendo el uniforme “de salida” ni el verde oliva de fajina. El curso de paracaidismo que tomó incluía el estudio de algunas materias en la Universidad de Córdoba. Historia, Geografía, Sociología, Psicología. Variado menú que en realidad les permitía a los integrantes de las fuerzas armadas devenidos estudiantes, aprender de los códigos de una sociedad en ebullición.
Por las mañanas, mientras se afeitaba frente al espejo, y especialmente por las noches, cuando se desvestía y tomaba la Beretta calibre 22, comprendía plenamente la realidad que le había tocado vivir.
Tenía clara conciencia que desde que Onganía había tomado por asalto el Poder Ejecutivo nacional desalojando el gobierno de Arturo Illia, los partidos políticos habían sido clausurados. Pero además se había militarizado el funcionamiento del aparato estatal y se pretendía extenderlo a toda la vida social del país.
Obviamente que debía ser así, pensaba en la oscuridad de su habitación, era la única garantía de una vida tranquila, occidental y cristiana.
Esto era el fundamento de la “ocupación” de las instituciones estatales por parte de las Fuerzas Armadas.
Quizás no era del todo claro para él, un joven militar de los primeros escalafones en la jerarquía, que esta idea provenía de Washington, que los ejércitos dejaran de atender la soberanía de los países para hacer foco en el “enemigo interno”.
Poco tiempo le llevó al joven militar darse cuenta, incluso antes de vivirlo en carne propia, que su rol en el Ejército no sería el que había soñado: dejarse llevar por las aguas y ascender en el escalafón en períodos más o menos previsibles. Se le exigía ahora que tomara partido, no ya por una fracción interna, azules o colorados, como había sido a principios de la década de los ’60.
Ahora el enfrentamiento era entre los militares y el resto de la sociedad. Si bien tenían el control de las armas, la Revolución Cubana inspiraba focos de guerrilla en alguna zona del norte argentino. En Córdoba, conocida como la “Detroit argentina” por su industria automotriz, la numerosa clase obrera ya había demostrado su fuerza. Fue cuando intentaron cambiar los horarios laborales que una pequeña chispa desató una gran explosión de conflictos.
Para desgracia del joven oficial en ascenso, el departamento que había alquilado para su familia estaba ubicado a pocas cuadras de la plaza central de la ciudad de Córdoba, el epicentro de lo que después se conocería como el Cordobazo. Se trató de una protesta masiva en la ciudad que fue comenzada por las centrales obreras y a la que enseguida se sumaron los estudiantes.
Caminar por aquellas calles le producía mucho miedo, alimentado por las arengas y los gritos que recibía en el cuartel y los susurros de los nuevos amigos que lo entornaban. Allí se fue cimentando el odio al trapo rojo mientras que aferrarse a la Beretta calibre 22 que calzaba en la cintura era lo único que le causaba alivio.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.