“Libertad sí, comunismo no”, fue el eje discursivo con el cual la Sra. Díaz Ayuso orientó su exitosa campaña para la alcaldía de Madrid. La efectividad de tal invocación, no puede ocultar su total falsedad de significado. El comunismo no existe más en el mundo desde hace 30 años, excepto casos residuales como Cuba o Corea. Entre los dos no alcanzan la población de la Argentina, son apenas 37 millones entre los 7.700 millones que habitamos el mundo: están lejos de llegar siquiera al 1%. Eso que en China se llama aún comunismo, dejó de serlo hace rato: es un Estado que cobija diferencias económicas mayores aún que las de Estados Unidos, con magnates que atesoran fortunas por vía de negocios de típico corte capitalista. El comunismo no existe, y Ayuso bien lo sabe. Pero le salió bien reinventar un desgastado fantasma de la Guerra Fría. Sólo contra ese fondo de pretendido cercenamiento “comunista” de la libertad, lo suyo podía parecerse a una defensa de principios libertarios.
Digamos que el robo de la palabra “libertario” es verdaderamente escandaloso. Libertarios eran Bakunin o Kropotkin. Es una venerable tradición de la vieja izquierda, que tuviera una larga presencia en la Argentina de los inmigrantes de comienzos del siglo XX. También prohijó extremistas audaces y delirantes como Severino Di Giovanni, que practicaran el crimen político contra gobernantes o torturadores. Muchos recordamos el personaje retratado en el film “La Patagonia rebelde”, donde se narra la matanza por el Ejército hacia un grupo de trabajadores hace 100 años: noble, ingenuo, llamando a un mundo sin autoridades, sin Dios y sin Estado, y a la fraternidad plena de la Humanidad. Lo masacraron. Hoy, para los autodenominados “libertarios” -en verdad “liberautoritarios”- aquel hombre sería un vil “comunista”, y sus verdugos, verdaderos libertarios.
De más está decir que muchísimos ciudadanos -jóvenes en su mayoría- lucharon en el siglo XX (y muy especialmente en las décadas de 1960 y ’70) por un socialismo en libertad, que se parecía a los ideales de un comunismo de emancipación plena como lo imaginara Marx, y no a la versión dictatorial que conformó Stalin. Aquellos jóvenes querían liberarse de las cadenas de Estados opresores, y también de las limitaciones que a la libertad pone la miseria económica. Querían personas que no padecieran hambre, y que -de tal modo- pudieran elegir su trabajo, su vida, su vivienda, su sitial para habitar. Entendían bien la libertad: sólo se puede ser libres, si las penurias económicas están superadas. La libertad para morirse de hambre, no es libertad.
Lo curioso es que los que hoy se auto adornan apropiándose de una palabra tan densa como “libertad”, conforman el mismo bloque social que apoyó a la dictadura criminal iniciada en 1976. Los hoy libertarios apoyan la represión, y apoyaron su brutal exacerbación durante el despotismo de Videla, con sus cárceles clandestinas y sus secuestros nocturnos, sus vuelos de la muerte y sus asesinatos presentados como enfrentamientos.
“Comunismo o libertad” es el mismo lema con el cual se hicieron los incalificables crímenes de la dictadura. Era hablar de libertad desde el Estado autoritario. Era perseguir a otros en nombre de una libertad declamada y jamás practicada.
Por eso los flamantes liberautoritarios dicen estar en contra del Estado, pero es sólo cuando el Estado no está ocupado por ellos mismos. Apoyan los desvaríos antiinstitucionales y antidemocráticos de Bolsonaro, como apoyaron los de Trump. Dicen ser ajenos al Estado, pero es difícil imaginar autoritarios sin Estado. Sólo rechazan el Estado cuando no lo dirigen.
Y su noción de libertad es casi simiesca. Libertad es salir a tomar cerveza cuando hay pandemia. Libertad es hacer lo que me dé la gana. Libertad es poder contagiarme y contagiar sin límites. Libertad es que el Estado no ponga reglas: justamente lo contrario de lo que señala la tradición liberal, de la cual son hijos sin saberlo. El Estado existe, según esa versión, para asegurar a cada ciudadano el ejercicio de la libertad, impidiendo que otros la coarten. Por ello, el Estado es necesario y debe poner límites a quienes, en nombre de la libertad, atropellan los derechos de otros. Esta consideración no está en el catecismo elemental de seguidores y seguidoras de Ayuso.
Los que defendemos la libertad somos los que luchamos contra la dictadura. No son los que la apoyaron. Somos los que salimos a repudiar los 24 de marzo, no los que celebran esa fecha nefasta. Somos los que queremos la vida y la salud, no el “Viva la muerte” de salir a contagiar impunemente.
Los que defendemos la libertad, sabemos que no la hay si reina el despotismo del capital. Que la llamada “libertad de mercado” es sólo para los pocos que compiten allí, y significa esclavitud para las amplias mayorías sociales. Que sólo con un Estado interventor se pone límites a la imposición de los adinerados. Que sólo con redistribución de la renta se hace posible la libertad de tener vivienda, la de acceder a salud, la de consumir lo que nos guste, la de viajar y entretenerse. En el hambre no hay libertad. La mal llamada “libertad de mercado” cercena la libertad de casi todos. La libertad en serio, es propia de los luchadores sociales: la tiranía del capital y de las dictaduras a su servicio, es lo propio de los liber/autoritarios hoy de moda.
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.