Noticias que nos llegan desde Toronto, Canadá
Veo a mi hija madre
Madre que ama a su hijo
Veo a madre en mi hija
Reconozco los gestos de madre
En la madre que es ahora mi hija.
Celebro la continuidad de la vida.
La imagen de Madre ha quedado fija en el tiempo.
Sonríe, camina, hace flexiones, viene del mercado con las bolsas cargadas.
Pero la imagen es la misma.
Han pasado cuarenta años desde la última vez, no la he vuelto a ver, aunque la evoco con frecuencia.
Ella está muy presente en los actos cotidianos, en la comida que preparo, en la forma de decir las cosas, en los gestos que descubro en mí y en integrantes de la familia, incluso en quienes no compartieron la vida con ella.
Hay un especial amarre entre la mamá y la prole, que se ha ido nutriendo desde el vientre y se hizo acto cotidiano en el nutrir desde la lactancia y en los aprendizajes pequeños, también en los importantes.
Madre murió joven, hoy rondaría los 96. La recordé vívidamente mientras manejaba por la autopista al volver de la radio. Me contuve de hablar sobre ella durante el show, ¿a quién le importa la singularidad de la mía en el Día de la Madre?
Volviendo en mi auto, dediqué el trayecto al volante de más de mil kilos de hierros lanzado a correr a 110 km por hora entre un enjambre de otros autos, para dejar volar el recuerdo antes de recalar en lo cotidiano de mi rutina.
Se me apareció cuando nos sentamos frente a la tele, en julio de 1969 un día después de su cumple 42. Llegaba el hombre a la Luna. Ella con su pelo blanco, como lo usó desde que se cansó de las tinturas y hasta que falleció. Yo tenía puesto mi pullover azul, el que ella tejió en la Knittax, mientras yo sentado en la cocina tomaba mi te matinal, el de la dieta que hicimos ella y yo para alejar la gordura del espejo.
El rostro siempre el mismo, la expresión de dolor se fue formando con el tiempo. Con los avatares del cambiante curso de vida.
Quizás empezó el día en que papá decidió vender la casa de Córdoba. La casa que ella compró con un crédito hipotecario gracias a su trabajo de maestra. A lo mejor cada silencio se transformó en dolor. Cada imposibilidad, cada angustia.
Mamá sentía alegría por las cosas simples, era feliz con sus amigas, disfrutaba de la familia. Se sumó a la idea loca de ser madre media docena de veces, en los hechos la cría fue cuidada por ella sola. Enfrentó cada una de las adversidades, incluso las más dolorosas quizás como ella creía que debía ser, sola. Amó a su esposo profundamente. Creo que ese es un gran legado, aprendí a amar a mi pareja viendo a mamá y papá besarse amorosamente.
La recuerdo feliz siendo entrevistada en un canal de la televisión en Bahía Blanca como madre de una familia numerosa. Y de cómo se enganchó con la historia de reciclar el plástico que empezaba a estar en todas las cosas. La recuerdo juntando los papelitos y la basura que dejábamos esparcidos en el suelo luego de cualquier picnic. Tuvo conciencia de cosas pequeñas pero importantes.
El día que dijo que empezaba a estudiar medicina es memorable. Fue a la hora del almuerzo, solamente mamá, papá y yo podríamos atestiguar que sucedió. Recuerdo el rostro de madre firme y decidido, con el argumento de la convicción nacida en su deseo y su verdad. Madre había querido estudiar medicina al fin de la secundaria, pero su papá le prohibió viajar a Buenos Aires, porque “… vaya a saber que les harán a las médicas jóvenes en la guardia del hospital”. O sea, no es que el patalear de hormonas sea parejo. No, el hombre decide cuando tomar lo que desea. La mujer a lo sumo se las aguanta.
Fue papá el que impidió la entrada de barbudos a su casa. Imaginaba que los compañeros de estudios en la facultad de medicina serían como se decía en la tele en los turbulentos setentas: barbudos y protestones. “Entran ellos y yo me voy” gritó mi padre fuera de sí. Imaginaba a la JUP – la Juventud Universitaria Peronista enterita, con sus compañeros de la izquierda sentados a la mesa preparando un examen de biología. Le horrorizaba que nuevos mundos se abrieran mostrando su carga de contradicción. No, ellos no entran.
La veo venir, caminando por el andén en la estación de trenes de Constitución, volviendo de Bahía Blanca de visitar a su hija mayor presa por el gobierno de Isabel Martinez, la presidenta que tenía el aliento de Videla y los horribles en la nuca. Traía una maleta en cada mano, el paso firme, la cabeza alta, diciendo aquí estoy. Y cuando alcanzó a divisar mi melena setentista a lo lejos, aflojó el paso, los brazos, la cabeza. Me estaba diciendo ya no puedo más.
Su rostro ya eran surcos de dolor.
Recuerdo la tarde en que me dijo que sangraba y no podía limitar la hemorragia. Fue una tarde calurosa en Buenos Aires, en la casa estábamos ella y yo. Creo que había sabido de ese cáncer que galopaba en su interior desde siempre, quizás desde cuando sentía a su madre quejarse de dolor en el dormitorio fresco de la casa natal en Concordia.
“No hay nada más hermoso que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí”. Me pareció oír tararear a Papá esta canción, con otra música, el día que murió Mamá. El living del departamento estaba repleto de gente que nos regalaba su cobijo y su amor entre tanto dolor. Él se las ingenió para encontrar un refugió en una esquina poco iluminada, allí lo encontré sollozando. Dije alguna cosa tonta como que ya pasará. Me pidió que le deje llorar su irreparable pérdida. Creo que balbuceó alguna excusa parecido a un lamento culposo. Empezaba a salir de la crisálida.
Recuerdo la infinidad de bolsas y bolsitas que ponía en el suelo del auto familiar, en esos viajes eternos por las rutas argentinas. Mamá amaba viajar. Si hubieran dado millas en esa época hubiera tenido la tarjeta del millón con facilidad. Se le iluminaba la cara ante cada aventura, y lo hizo hasta que no pudo más por el dolor.
Recuerdo su cara de triunfo todos los días cuando terminaba el famoso “claringrilla” una suerte de sopa de letras del matutino más mentiroso. Y la cara de decepción las dos o tres veces que no pudo con él en más de veinte años.
Devoraba lecturas, otra de las costumbres que aprendí de ella. Desde el diario de todos los días, las novelas y si no había que más, el diccionario. De ahí su facilidad para ganar siempre en el Scrabel.
Recuerdo el día que fuimos a ver “Barrio Chino” yo aferrado a la butaca para no caer en mis brumas psicoanalíticas. O las películas de Woody Allen. Esas que papá no quería ver ni por asomo.
El último año antes de su muerte tuve que salir de Buenos Aires, me quedaron las cartas; el escribir sobre las cosas de todos los días y compartirlas con ella. Mamá siempre me instaba a escribirle al abuelo, yo me quejaba diciendo… ¿y qué escribo?, ¿qué le digo? En esas eternas mañanas calurosas del verano tucumano. Ella me enseñó a empezar contando acerca del caluroso verano, “… de allí vas a ver como te sale todo lo demás que querés contarle”. No solo me ayudó en descubrir el camino de la narrativa, ella fue mi primera maestra. Hasta que las quejas fueron tantas, que la directora de la Escuela le dijo que no podía ser maestra de grado teniendo uno de la clase que en vez de decirle señorita, le llamara con un exclusivo Mamá.
Escribí muchas cartas desde mi casa en la montaña, en Rio Ceballos. Ninguna tuvo respuesta. Cuando la visité me dijo con un susurro desde su lecho de dolor: tengo todas las cartas para responderte aquí y señaló su cabeza. Me sonreí y besé su rostro como muchas veces ella lo había hecho antes; no sabía que sería la última vez.
Se murió sin darme las respuestas.
En los años que siguieron intenté responder algunas de las preguntas que escondían mis textos reflexivos, muchas quedaron tal cual. Incógnitas.
Lo que aprendí de todo esto es que se hace lo que se puede, y la intención, como decía ella, es lo que vale.
Se festeja el Día de la Madre en Argentina. Durante una reunión de trabajo con mis colegas – algunas de ellas madres argentinas, me recordaron que había que festejarlo. Entonces les conté que a mi mamá no le gustaba que le festejen un día y la maltraten el resto del año.
Cuando dije “maltraten” me pareció que la pantalla de Zoom se congeló.
Les dije que sí, que es maltrato quizás sin intención, pero que la mujer ha venido siendo relegada a un lugar de segunda.
Como cuando Papá le regaló una heladera Singer para el día de la madre. Encima cometió la torpeza de hacer un canje de la venerable maquina a pedal por una cosedora eléctrica. Es decir, tomó decisiones e impuso ideas por sobre los deseos de su esposa.
Estoy seguro de que, muchos años después mi padre empezó a darse cuenta de que había otros relatos posibles. No se si fue consciente de que ser varón, da privilegios. Pero es portación de género lo que habilita o no, para ser o estar, poseer o tomar. Decidir y avanzar.
Y después a festejar el Día de la Madre.
No me gusta que me festejen un día y me maltraten el resto del año, decía mi madre.
Una tarde de verano, estaba sentado fumando un pucho en la escalerita de la entrada de nuestra casa en el Barrio Cementista en Mendoza, mi padre se acomodó a mi lado, poso su brazo sobre mis hombros y me llamó con el apodo con el que me llamaba de niño. ¡Papá! Protesté. ¡Tengo mas de cuarenta años ya! No importa – dijo él – seguirás siendo mi hijo toda la vida.
Esa noche me dijo que él no supo ser una cosa distinta, ni como la pareja de mi madre, ni como el padre que fue conmigo. En aquellos años de la década del 50 cuando se inauguró como padre no hubiera podido ni pensar en contradecir a mi abuelo. Lo que me estaba diciendo era que el había seguido el modelo de su papá. Y de los hombres de su época.
El varón anda a la deriva desde que descubrió que la mujer tiene un espacio creativo, pero ¡de verdad! Puedo imaginar que esto pasó más o menos en la misma época en que, en la Cueva de Altamira se reunían un grupo de antepasados a pintar los techos con imágenes de animales corriendo.
La cueva de Altamira esta ubicada en Santillana del Mar en Cantabria y allí se conserva uno de los ciclos pictóricos y artísticos más importantes de la prehistoria llamados arte rupestre paleolítico.
Mientras quienes pintaban y creaban arte en los techos de la cueva, la mujeres – las mujeres ¡cada nueve meses podían hacer otro ser humano!
Entonces a festejar el Día de la Madre, porque es ella la dadora de vida. Y el resto del año que cargue con el peso de mantener y asegurar la comida, el orden, la limpieza, la parentela, a quienes estén enfermos o no sean autovalentes también. Carga tremendamente pesada. Y constante, sin descanso.
A mi no me gusta que me festejen el Día de la Madre y que el resto del año me maltraten.
Dar vida es una tarea en conjunto, y allí participa el padre también. Ser madre no depende de un instinto, se desenvuelve a partir de una complejidad química maravillosa. Hay que saber construir ese lugar. Pero eso es otro tema y otra historia.
En la semana me acordé de Madre, que tuvo cosas valiosas y mucho de lo que sé lo aprendí de ella, no de la enciclopedia, sino del modo de agarrar los libros.
Toronto, 14 de octubre 2022
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.


