Entraba al recordado cubículo de la vieja Oficina de Producción de Radio Nihuil (Echeverría 144, Ciudad) y lo precedía su energía, como una fuerza que te impelía a dejar de hacer cualquier otra cosa para atenderlo. Llegaba rodeado de palabras, de letras, de párrafos de cuentos inconclusos o quizás acariciando el breve parlamento que craneaba para una de las criaturas de su dramaturgia.
Eramos poquítos los que trabajábamos en la sección y siempre, al tiempo que pedíamos más personal, nos jactábamos de hacer muchas veces más que otros mejor apadrinados. Alberto pedía tareas de producción y era un gustazo dar dique a sus solicitudes: estaba trabajando en serio y hacía periodismo.
Al aire sonaba Hola país, la mañana de la radio de mayor audiencia del oeste argentino. Pero la requisitoria de Atienza, de Alberto Atienza, del “Perro”, era como una flecha de las tantas que portaba como estandartes. Lo veíamos entrar y advertíamos lo que nos pediría: “llámenme al funcionario porque tiene que explicar cómo son las cosas; la gente del barrio pide que le cumplan con lo prometido”.
Entonces ese momento partía la mañana en dos, porque el periodista venía de hacer el móvil y la idea era contrastar al funcionario público, que las más de las veces decía una cosa al aire, mientras que en los hechos de la vida real, todo seguía igual: pocas veces se solucionaban las peticiones de los vecinos.
Luego seguía el festín de esas entrevistas crudas, duras, al hueso donde se advertía que el funcionario transpiraba la camiseta y el “Perro” se lucía haciendo periodismo, que nunca debe olvidar que cada historia, cada realidad, cada hecho… tienen más de una interpretación. Que lo incisivo debe ser utilizado en las dosis justas para no espantar al entrevistado, al que acompañaba con frases memorables, hechas de humoradas bien criollas, bien de barrio.
Así aprendíamos del maestro, en el día a día. Y luego de cada entrevista, salía del Estudio con la sonrisa franca del deber cumplido, clavaba un chiste de su aquilatada, copiosa agenda de divertimentos discursivos, y se iba con un gesto que denotaba que pronto volveríamos a saber de él.
Después tuve el honor de entrevistarlo en varias oportunidades y se declaraba en privado e incluso al aire -las vueltas de la vida- como uno de mis admiradores. ¡Tan luego el, un maestro de la comunicación!
Hoy, cuando ya no hay forma de hacerle una nueva entrevista caminando por las calles de nuestro pueblo, quedan muy atrás las anécdotas de sus claroscuros, de las buenas y las malas de cada ser humano, a las que no escapaba.
Ya no está con nosotros pero cuando veo entre las hojas que se amontonan en los cordones, en las veredas, en las calles algunas letras sueltas, palabras enteras muy contundentes y frases de diálogos olvidados pero vitales, siento que Atienza estuvo allí, pasó y dejó estela. Casi como una evidente alegoría de su existencia.
Será quizás que siempre me admirará su pensamiento filoso, sus preguntas inesperadas, su creatividad tan lúdica pero envuelta en la fatalidad de la diaria existencia.
Marcelo Sapunar