La silla rústica de aquel bar
En la columna del 20 de julio proponía un juego, donde pudiéramos preguntar y preguntarnos acerca de ¿cuánto importa conocer la realidad? Y en términos generales fui construyendo un interlocutor, un “otro” que agazapado en la silla de un bar pudiera estar escuchando con cara de “pocos amigos”.
Me imaginaba un alto señor de bigotes puntiagudos con fino labio superior y ancho labio inferior, rojo intenso (paspados por la saliva y el maltrato al que lo sometían sus dos dientes de la mandíbula de abajo), traje gris, camisa blanca, corbata ajustadísima a la “manzana de Adan”, zapatos negros recién lustrados, peinado tirantemente con la raya a la derecha y un rulo rebelde que cada tanto golpeaba su despejada frente.
Una situación fantaseada (quizás por el predominio del encierro) en donde perpetuos (sin el condicionante del tiempo), nos encontrábamos sentados y separados por dos tazas de café, la mía cortada con un par de gotas de leche de importante tenor graso, y la de él, más que negro (negrísimo) en donde sentía que estaba dispuesto a desafiarme, a decirme despalabrado (sin palabras), lo insuficiente que podía resultar el intento de mantener una dialéctica común para pensar el proceso educativo.
Era una escena de alguna película argentina, con exceso de naturalismo y una metáfora construida en términos locales, producción de bajo presupuesto a la que enorgullece decir: “es cine de autor”, pues ¿qué sería si no fuese de autor? ¿Cómo sería si fuera cine de director o de actor? No sé, pero ésta definitivamente era de autor, cine de recontra autor. El autor era yo.
Entonces, estábamos ahí, Julio y yo. Si, el hombre era Julio, y yo… era yo. Ambos sentados sobre sillas rústicas de madera, una mesa entre ambos y como dije, dos tazas que ansiosas permanecían sin vaciarse. Estábamos detenidos, él desafiante como diciendo: “vos qué sabes” y yo, en un gesto mortuorio, reconstruyendo frases, uniendo vocablos, articulando verbos y descartando excesos de sustantivos, me predisponía a ocultar el miedo que tan bien ejerzo en este tipo de fantasías (y en otras también).
Entonces ante cada intención que contradijera o intentara contradecir el contenido profundo que atesoraba convulsionando entre las ideas que mis ojos intentaban mantener en orden, Julio me gritaba sin hablar: “es una barbaridad”.
Yo sabía bien de esa expresión del silencio, es un silencio que es más que silencio, es como un témpano helado que golpea por dentro, muy adentro, donde ya no se sabe nada, donde se empalidece lo humano y nos iguala con una trasparecía tan abierta que podemos reconocernos en el silencio del grito del otro.
Mientras mi boca en un sutil movimiento articular, despachaba como la puerta 3 de la aduana, serias palabras de interesantes conceptos, el temor a ser reconocido en la inseguridad de saberme desafiado por Julio en su tenaz y violenta insistencia de que era estúpido de toda estupidez preguntarse acerca de la realidad, me llevaba a hundirme en el desasosiego del ego, de la vanidad, de los estereotipos internalizados.
Todo esto me provocaba unas ganas enormes de escupirle en la cara: “¡Cómo no te das cuenta que la realidad no sos vos, ni yo… pero que sos vos y también yo… y esto! ¡Cómo no podés entender que existe fuera de nosotros, pero que su transformación depende de cuánto la conozcamos!” Y hasta pensé en gritar: “¡Vos sos un caso perdido!”.
Terrible frustración, estaba admitiendo al creer que Julio era alguien al que se le había dado la maldición de no saber aprender y que yo era alguien al que se le había dado la maldición de no poder enseñar.
¿Cuánto silencio tenía Julio para dedicarme?
Se acuerdan de la columna del 20 de julio, donde con insistencia necesitaba que él comprendiera que no puede seguir insistiendo en el silencio como herramienta para gritar su descontento. Era fundamental que dijera… ¡No entiendo!… ¡No TE entiendo!… ¡Callate!… ¡Cómo querés que juegue si no me dejás preguntar a mí!
Pobre Julio, lo que le habrá costado salir de su casa, primero seguro que se bañó, a la distancia que estábamos podía oler su perfume a jabón sin olor, podía percibir su aroma a inquietud, después se vistió, debe haber elegido su ropa más elegante, se peinó, hasta el puntiagudo bigote debió sufrir el impacto del cepillado.
Pobre Julio, sentado frente a la taza de café negro, perplejo ante un juego que propuse como si supiera que a todos les gusta aquello que a mí me gusta.
Si, pobre Julio. Y pobre yo, que trabajé en mi fantasía arduamente pensando en cómo explicar que la realidad es independiente del sujeto, posible de ser conocida y transformada (como escribí en aquella columna), encontrándome en ese momento frente a alguien a quien trataba como a una tabla rasa, sin capacidad de darme cuenta que mientras mi lengua se trababa al pronunciar la palabra dialéctica, Julio quería huir.
¿Cuánto comunica el silencio de Julio? ¿Y cuánto oculta el palabrerío al que yo lo sometía?
Y así, en algún momento, la fantasía debía terminar. Con el silencio de la ausencia de Julio que había pintado de vacío la silla rústica de aquel bar, en donde nunca le permití preguntar.
Alberto Muñoz
Docente-escritor
Secretario General Adjunto (SUTE)
Coordinador Provincial Agrupación verde “4 de abril”