Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
Los cálidos días de marzo me parecieron una bendición. El fin del invierno en esta parte de Canadá, al menos hace veinte años, invitaba a disfrutar de un banco en el jardín, claro que bien abrigado, con una chaqueta pesada para recibir los rayos del sol, el ponchito de los pobres. Cuando no llueve o cae nieve el sol es algo más que una decoración brillante en el cielo. Entonces, es posible recibir sus caricias olvidadas durante la larga penumbra del invierno. Como no teníamos jardín ni tampoco un banco de los de plaza ni de los otros tampoco, decidimos por tanto -en nuestras primeras vacaciones de invierno-, hacer turismo local para conocer algunas atracciones de las llamadas turísticas, de Toronto.
“Hay una vida mejor, pero es carísima” solía decir Carlos Marcelo en las mañanas de la Radio Nihuil de Mendoza. Cada marzo para las vacaciones del fin del invierno, el aeropuerto Pearson de Toronto rompe los records de viajeros. Es sólo una semana, pero el viernes anterior ya hay quienes pueden emprender la huida del frío buscando las playas del Caribe. Algo había visto en el avión a mi regreso de Honduras, pero las vacaciones en el receso escolar de marzo son un clásico en la rutina de los canadienses. Claro que aquí la afirmación de lo mejor y lo caro se hace bien concreta.
A mediados de la década del ochenta, la idea de una vida mejor pero cara era un concepto inasible en Argentina. El Plan Austral de Alfonsín naufragaba y aunque nadie podía predecir la hiperinflación, nos desbarrancábamos hacia el abismo. En esa época, Carlos Marcelo Sicilia, el conductor del programa de la mañana “Hola país”, decía aquello de hay una vida mejor, pero es carísima. Era parte de lo informal, mientras compartíamos un cigarrillo en el momento de la tanda larga de comerciales, o de un par de temas musicales enganchados. En esas ocasiones todos salían disparados del estudio central y muchas veces terminaban en el pequeño estudio aledaño. Quedábamos aislados del mundo en mi pequeño estudio fumando y dibujando el resto del programa; de la semana y de la vida en el planeta. Lo profano y lo divino eran los temas de conversación. Los personajes eran los mismos, pero un tono era el de esos momentos con el micrófono apagado, otro distinto cuando se encendía.
Una mañana entré al estudio justo cuando terminaba la lectura de las noticias de la hora. En vez de salir todos, nos quedamos con dos de las periodistas que habían leído las noticias hablando con el conductor del programa de la mañana. Habíamos acordado previamente, conversar con Carlos Marcelo sobre que el tono y el ritmo del programa tendrían que ser más cercanos a las charlas informales que el acartonamiento del aire, que eso lo haría natural y el oyente lo sentiría más cercano. Por ejemplo, incluir aquello de “hay una vida mejor, pero es carísima”. “¿A ustedes les parece?”, preguntó entre sorprendido y contento con la propuesta. Al poco tiempo la frase era una marca registrada de Hola País.
En nuestro primer marzo en Canadá visitamos Casa Loma, un castillo construido a principios del siglo pasado en la cima de una elevación paralela a la línea del lago, que atraviesa toda la ciudad. Su dueño fue un excéntrico multimillonario quien intentó copiar un castillo escocés, el de Balmoral. Tiene casi cien habitaciones y más de seis mil metros cuadrados, la más grande construcción de la época. El mamotreto de piedra, que se ve desde lejos, es un intento de parecer al de cualquier ciudad de Europa, de ser como la madre patria. Es como cuando uno camina por la Gran Vía en Madrid y no encuentra diferencia con la Avenida de Mayo de Buenos Aires. Esa pretensión colonial de emular la “metrópoli” y ser como ella, tiene el freno de la realidad. Cuando el costo de manutención del castillo del millonario se transformó en una carga imposible de sostener, la ciudad de Toronto se hizo cargo de las deudas y lo transformó en un museo que desde la década del cuarenta está abierto al público. Hace veinte años era de acceso gratuito, ahora sólo en ocasiones. Para solventar los costos se organizan eventos y muestras de arte. Fuimos a caminar por sus salones, subimos hasta la torre más alta, desde donde se puede ver el lago Ontario, distante más de tres kilómetros de allí.
El contraste lo sentimos cuando fuimos al Kensington Market, un pequeño barrio más al centro de la ciudad, a mitad de camino desde el castillo yendo hacia el lago, al costado de Chinatown. El típico barrio está poblado de pequeños negocios de frutas, verduras, quesos, carnes y locales de comida típica, muchos de ellos latinoamericanos. Es uno de los lugares de Toronto donde se puede conseguir yerba mate, especias para preparar platos típicos y artefactos que solo entienden para qué sirven, los conocedores de cada una de las culturas que aquí se expresan.
Un paseo por el Kensington es volver a los mercados persas de cualquier gran ciudad latinoamericana o ir por una calle de las que rodean a la Ciudad Prohibida en Pekín.
Un total de diez manzanas donde es mejor no entrar con autos, porque las veredas estrechas no alcanzan para todos los que caminamos por allí. Sin importar el clima. Claro que cuando el sol ayuda, la pequeña plaza desde siempre ha sido el lugar preferido para fumar un faso. Ahora es legal el cannabis, pero siempre fue posible conseguir alguien que venda yerba y sentarse a disfrutar del vuelo del moscardón.
No está permitido salir de allí sin haber pasado a saludar a Irene Morales y llevar una empanada chilena de Jumbo o dando vuelta a la esquina, las mejores tipo argentinas en Latin Taste, aunque también otras exquisiteces de la cocina peruana.
Como el tango, lo mirábamos de afuera, con la ñata contra el vidrio. Mucho de este folklore interminable lo supe diez años después, ya que durante un tiempo, todas las semanas cargaba una “Jeep Grand Cherokee” con dos mil ejemplares de un semanario que dejaba en escaparates a la mano de los clientes. Allí quedaban junto a otros 4 o 5 similares publicaciones en español, que era posible encontrar gratis en estos pequeños negocios latinos.
Antes de que terminara el March Break, que es como se llama a la semana de vacaciones de marzo, decidimos visitar High Park, más de 160 hectáreas en el costado oeste de la ciudad. Es uno de los más grandes de los miles de espacios verdes de Toronto. Decidimos pasear por el parque aprovechando el sol, pero no lo vimos con la explosión de verdes del verano. Recuerdo que bajamos del Subway, el tren subterráneo, cruzamos la calle Bloor y nos metimos en un bosque de árboles flacos y altos. Después supe que más de un tercio del parque está intacto y los responsables del cuidado lo mantienen en ese estado natural, donde la flora y la fauna intentan seguir sus ritmos, igual que desde siempre. Caminamos todo lo largo del parque hasta el lago, cuyas orillas estaban aun congeladas. Ese día descubrí que mis botas no eran abrigadas y que mi chaqueta no alcanzaba para contener el calor de mi cuerpo, creí que así debía de ser para todos. Mucho tiempo después descubriría el porqué, pero eso es otra historia.
Para terminar nuestro paseo, cruzamos la avenida que separa el parque del Lago Ontario, una inmensa masa de agua de veinte mil kilómetros cuadrados, que tiene del otro lado el estado de Nueva York. Nos recostamos en la arena disfrutando el sol y tratando de olvidar el viento frío que soplaba desde el lago. Quería imaginar cómo sería un verano viendo la infraestructura de caminos que invitan a caminar, correr o usar bicicletas. Esa tarde de marzo estaba desierto. Sólo una familia de recién llegados tirados en la arena, cubiertos con el poncho de los pobres, con la certeza de que hay una vida mejor, pero es carísima.
Toronto, 12 de Marzo 2021.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.