Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
Tengamos en cuenta que se considera carambola y se gana un punto cuando la bola jugadora golpea las otras dos bolas en la misma tirada. En el de tres bandas, la bola jugadora debe haber tocado como mínimo tres bandas, que pueden ser distintas o repetirse, antes de golpear a la segunda bola. El jugador continúa su turno hasta que falle o cometa falta.
Con el italiano dueño del futuro diario, la entrevista de trabajo fue como en el billar, con carambolas a tres bandas. Por suerte, aprendí a jugar en Buenos Aires, en “Los 36 Billares”. Un sótano en la Avenida de Mayo, debajo de uno de los lugares donde se come el mejor puchero a la española, frecuentado por fulleros de toda laya. En esas noches de la escuela de la calle, supe cómo beber ginebra pura y estar atento a donde quedarían las bolas sobre el paño verde del billar, de forma de asegurar una seguidilla de no menos de cinco tiros y estar entonado como para aguantar la noche. Café, ginebra y cigarrillos fuertes. El que pierde paga el 50% de toda la consumición. A veces nos quedábamos sin un peso en el bolsillo y dejábamos pasar el tiempo mirando a los bailaores de las compañías de flamenco, jugar al más difícil billar, el de “a tres bandas”. Así se pasaban las horas en la más española de las calles de la ciudad.
Diez años después llegué a Mendoza. Al poco tiempo, tuvimos una oficina que estaba en la esquina de Primitivo de la Reta y Garibaldi. Un mediodía el hijo de mi socio me invitó a jugar al pool. No tenía la menor idea de qué era, pero en tren de hacer amistades en un mundo nuevo fui a lo que fuere. El local estaba a pocos metros de Garibaldi, en la misma vereda del Hotel, que en esos años se llamaba Huentala. Cuando entré vi unas mesas como de billar, pero pequeñas, con bolas numeradas. Un remedo de aquellas donde aprendí el arte de la carambola.
Hace veinte años atrás en Toronto nunca imaginé que podría volver a jugar al billar y a tres bandas. La llamada misteriosa que abrió el camino a ese momento bisagra en mi historia aquí, nunca sabré cómo se concretó. Tuvo sí, el efecto de comenzar el deshielo del primer invierno en Canadá. No me sacó de la cocina del asilo de repente, pero fue el primer acto de una serie ininterrumpida de escenas de los primeros veinte años aquí. A partir de allí se fueron concatenando una serie de (¿infortunados?) eventos que constituyen la columna central donde se apoyan y desde donde ha fluido mi vida cotidiana. Como ha venido pasando desde hace treinta años, cada paso que he dado siempre ha sido de la mano de mi compañera.
A ella buscaba quien nos llamó a un nuevo teléfono cuyo número nunca supe como consiguió. Nuevo como era para nosotros el flat del barrio portugués que habitamos durante nueve meses del 2001. Aclaremos que el tiempo de espera para que instalen una línea de teléfono en tu casa es muy breve, así es que la novedad no era el teléfono, el punto es que alguien te llamara. Mirábamos el aparato blanco apoyado en una mesita, que sonaba con suerte una vez al día y era número equivocado. Así es que aquella tarde cuando llegué del asilo, que hubiera una llamada ya era motivo de fiesta. Cuando me dijo que era por una oportunidad de trabajo, mayor festejo. Se trataba de un emprendimiento comunicacional, el cual planificaban tener para el fin de la primavera ya en la calle: un periódico en español. La primera sensación fue de alivio, tendríamos ahora más posibilidades, más firmeza, más certeza respecto del futuro.
“No, eso no es para mí. Yo voy a abrir el camino para vos”, me dijo ella.
No terminé de entender el porqué. Son estas cosas las que dan pie a un chiste misógino que dice que a las mujeres hay que amarlas, no entenderlas.
La mañana en que ella partió rumbo a la cita con la gente que estaba trabajando en el lanzamiento del diario, fuimos todos caminando hasta la escuela del más pequeño. El transporte público que la llevó pasaba por el frente de la escuela, el “bus de suffering” por que siempre se va sufriendo en esa línea que va por “Dufferin Street”. Miré partir el inmenso vehículo, de pie en la vereda, la sensación de las despedidas es durísima. Por esta razón no recuerdo la partida de mi hija mayor que volvió a la Argentina poco tiempo antes. Respiré profundo y seguí camino rumbo a la cocina. Iba sin saber que sería una de las últimas veces.
Cuando coincidimos a la tarde, y mientras preparábamos la cena, ella contó de qué se trataba el proyecto. Un fotógrafo y un periodista habían convencido a un editor de medios ítalo-canadiense de la oportunidad de abrirse hacia la comunidad latina de Toronto con un periódico. El entusiasmo, las estadísticas, las propias ganas del editor, los prospectos, todo coincidió e hizo una importante inversión de capital para que el proyecto floreciera.
A ella nunca le ofrecieron un puesto de periodista. Pero cuando bajaba de las oficinas del primer piso del edificio, se cruzó en las escaleras con quien sería después el manager. Hombre bajo y retacón que siempre iba como refunfuñando. Por alguna razón la confundió con alguien. Estaba esperando a una persona para cubrir un puesto en el área de circulación. No, no soy yo, dijo ella. Pero el tipo le insistió en que le acompañe porque él creía que ella podría ocupar algún lugar en el proyecto. La entrevista comenzó en la escalera. Más tarde, al salir de allí era la coordinadora del área de tráfico del diario, que aun no salía. “¡Conseguiste un trabajo!”, le dije abrazándola. “Si, pero es solo para facilitarte el camino, no es para mí, no es por mí”, agregó.
Admirarlas y esperar, para que entenderlas, debiera decir el mal chiste.
A la semana me había conseguido una entrevista con el italiano quien quería instalar una radio en español en Toronto. Ella había coordinado que fuera a las diez de la mañana del lunes, día que tenía libre en la cocina del asilo. Me esperaba en la sede del periódico en formación.
Hacia allá partí el lunes, con cierta inquietud respecto del idioma. Por lo demás, nunca he sufrido de frente a las entrevistas de trabajo, creo que esa ha sido la clave para no fracasar. Pero en Canadá cada vez el idioma ha sido un escollo difícil de pasar. Para entonces con el italiano fue la primera vez.
La segunda fue durante una mesa de examen del ente nacional que regula la radio y las telecomunicaciones en Canadá. El tribunal quería saber que éramos capaces de hacer lo que habíamos puesto por escrito en la postulación.
Si los convencíamos nos darían una licencia de radio. Al salir de la sala de examen, caminando por el pasillo del hotel donde se hizo la reunión, el abogado integrante de nuestro equipo dijo: “…hemos hecho un buen trabajo, esto ha sido un buen ensayo”. No fui quien le respondió, porque en ese momento nos alcanzó en el pasillo el presidente del tribunal de examen, quien nos felicitó por la exposición y las respuestas. Dirigiéndose a mi dijo, tu serás el encargado de la programación ¿no? Más tarde, al salir de allí, tuve la certeza que la licencia la tendríamos en un futuro cercano. Pero esa historia la contaré más adelante.
Cuando llegué a la entrevista de trabajo el italiano me esperaba sentado en un banco de esos de parque, con mesas y asientos adosados, bajo el sol de la primavera que se insinuaba. Nos presentamos, y antes de sentarme le pregunté si nos quedaríamos allí afuera. Me dijo dos cosas, la primera que lo llamara por el nombre y nunca por el apellido, eso es para los presidentes y los políticos. La segunda “…estamos en América; aquí todo se puede hacer, somos libres”.
Hablamos poco más de una hora, él me contó desde el día que llegó de Italia. Me contó de cómo creó el primer medio de comunicación multicultural del país. También de cómo fue que uno de sus socios menores se quedó, primero con la mayoría accionaria y luego con todo el emprendimiento que él había creado. Aquel tramposo tuvo su recompensa, hoy continúa siendo propietario de uno de los mas grandes conglomerados que manejan el mercado de telefonía móvil, acceso a internet, transmisión de datos, servicios de TV paga, publicidad en internet, publicidad en todos los medios, periódicos, navegadores, fuentes de noticias en línea, redes sociales, sistemas operativos y siguen las firmas.
Me hizo acordar a procedimientos e historias similares ya vividas, pero traté de concentrarme en entender lo que él me estaba diciendo en inglés, en italiano y en español, como en el billar a tres bandas.
En un punto, le dije cómo es que él confiaba en que yo podría encajar en el trabajo de hacer una radio en español y desde cero, siendo que no tenía experiencia canadiense. Este es uno de los temas más peliagudos y recurrentes por aquí. Como ex juez del tribunal de inmigración, conocía muy bien las leyes y los procesos de asentamiento. ¿Cómo tener experiencia canadiense, si no podés obtener trabajo por no tener experiencia canadiense?
¿What are you doing? me preguntó, pero antes que alcanzara a responder, dijo: ¿stai lavorando ora?. Si… eh… soy cook, dije tímidamente. Levantando la voz y con el ceño fruncido me recriminó “… ¡no! you are not a cooker; you are a chef.” Y después agregó “… ahí tienes tu Canadian experience”.
Esa entrevista me dio claridad y fortaleza. En esa frase resignificó la trampa del requisito laboral, lo que sirve de excusa para negar trabajo calificado a quienes tienen la calificación. Se trata de la interpretación del meneado requisito. Yo ya había aprendido que al jefe se lo respeta porque es el jefe, que el horario se cumple porque es necesario que todos estén donde deben estar haciendo lo que se le ha dicho que hagan. No hay medias tintas ni contemplaciones. Las cosas son como el que está a cargo dice que son. Yo había aprendido la lección.
Lo que me hacía henchir el pecho es que había sido capaz de mostrar con anécdotas, con mis historias contadas en tres idiomas, que sabía de qué se trataba el periodismo, los medios y la radio.
Terminamos el café, me invitó a subir las escaleras e hizo una recorrida por cada lugar de las nuevas instalaciones. Estaba orgulloso de su reino. En ese momento conocí a quienes eran los responsables del diario. Todos me miraron como a un bicho raro, excepto la persona que había llamado por teléfono a casa con quien cambiamos una sonrisa cómplice y un abrazo, en un reencuentro de casi una década y en otro mundo. En la recorrida encontramos al técnico encargado del sistema de internet. Le dijo que se pusiera a trabajar conmigo para instalar lo necesario para la radio. Me mostró el espacio donde podríamos construir el estudio. Intercambiamos algunas ideas y antes de partir, me dijo que me esperaba en su oficina en quince días, que era el preaviso que necesitaba para dejar la cocina del asilo. Me despedí discretamente de mi compañera, que ya estaba trabajando en las oficinas del diario. Con sólo un cruce de miradas supo que estaba contratado. Después me contó que ella miraba desde las ventanas, arriba de donde estaba siendo entrevistado. Había mirado como movía mis manos al hablar y pensó que si yo ya había visto El Padrino tres veces y leído el libro, estaba casi segura que iba a andar bien.
Bajé las escaleras rumbo a la calle como Gene Kelly cantando “Singin’ in the Rain”, porque en Canadá siempre cae algo del cielo, agua, mucha nieve y hasta a veces, oportunidades de trabajo impensadas.
Mirando el banco donde había tenido esa inusual entrevista laboral, trataba de encontrar el punto débil de la historia. No lo pude hallar. Era la conjunción de la oportunidad y el deseo de ambos, ya que el italiano quería concretar la radio que perdió con el socio tramposo y para mí era la ocasión de construir una radio. Parece que yo sabía como hacerlo, pues eso le habían dicho y escuchándome hablar, él creyó en mi.
Obviamente yo deseaba volver a las aguas de mi estanque favorito, y este era un desafío que no podía dejar pasar. Así es que avancemos y ya se verá.
Al lado de la entrada de la redacción había un Sport Bar, una categoría de establecimiento donde se puede comprar café, cerveza, con grandes pantallas de TV para seguir los juegos del deporte nacional, el hockey sobre hielo. Y una mesa de pool. Lástima, pensé para mí, si fuera de billar podría seguir haciendo carambolas.
Toronto, 17 de marzo 2021
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.