Historias canadienses con raíces argentinas
Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
Se acabó el verano y aquí no se escucha al Pocho Sosa cantando Tonada de Otoño en la radio. Sí que la usamos hace veinte años atrás, ya que en Toronto hay una alta proporción de quienes han venido de Mendoza y están viviendo desde hace cuarenta años, más o menos. De hecho, eran la mayoría entre quienes trabajaban en la radio y el diario en aquel edificio. A la hora del almuerzo, nos juntábamos en la pequeña cocina compartidas. Uno de los temas era hablar de las diferencias entre Mendoza y Toronto.
Recuerdo que cuando llegué a Mendoza a principios de la década de ’80, iba de visita por una semana y me quedé hasta principios de este siglo. Fue un lunes de marzo en que los comentarios que escuchaba eran sobre la fiesta y la reina. No entendía de que hablaban, cuando pregunté parecían ver a un marciano. Eran días cálidos, con el sol marcando su presencia, pero de repente el viento se llevó las hojas de los tremendos árboles del centro de la ciudad. Vivía sobre calle Necochea en un edificio que estaba a pasos de la Plaza San Martín. Miraba por la ventana de mi departamento como se despoblaban las rugosas ramas de los árboles.
Dos meses después de llegar me mudé a una casa en un coqueto barrio privado, ubicado en el pedemonte. El nombre del barrio está compuesto por letras de los nombres de los hijos de quien tuvo la idea de hacer algo que vio en USA o en Buzios. Visionario y algo más el tipo construyó lo que es el deseo de una vasta clase media mendocina. Para mi fue ir a vivir en medio de un baldío, con sólo dos casas en la vecindad, que no se parecía a la del Chavo.
En aquel primer otoño en Mendoza la primera lluvia que vi se transformó en nieve. Desperté aquella mañana y un manto de diez centímetros cubría la ciudad. Fue un hecho inusual, creo que no se repitió, o quizás ya no me haya llamado la atención. El tránsito por la ciudad era un caos, y yo que había llegado de visita por una semana con ropa de verano, tuve que salir a comprar calzado y ropa de abrigo. Sorpresas te da la vida.
En Toronto la llegada del otoño se anuncia por los vientos. En esta ciudad que tiene más de mil espacios verdes, entre parques, plazas y plazoletas, los árboles son los que protagonizan el espectáculo central del otoño. Las hojas viran del verde a toda la gama de los ocres, con el brillo único de las hojas rojas del árbol arce, conocido en Canadá como el Maple. Esa hoja estampada en la bandera la trasforma en el símbolo nacional por excelencia. Dos datos más sobre el árbol nacional, de la savia que se extrae de estos arboles durante la primavera, se hierve y se obtiene un jarabe liquido espeso conocido como Maple Syrup, una exquisitez cuando se derrama sobre panqueques. La historia dice que con su madera se hacían lanzas, hoy es la madera ideal para hacer bates de béisbol.
En mi primer otoño en Canadá aprendí que uno debe vestirse como las cebollas y cargar siempre con ropa en la mano. En la mañana te tenés que abrigar porque el sol va calentando y en la misma proporción hay que sacarse las prendas que abrigan. El proceso inverso debe ser seguido a riesgo de terminar en cama. Aprendí como todo en la vida, a los golpes. Aquella primera vez quedé apaleado y tiritando de fiebre en la cama. Un día y desapareció. Pudo prosperar el virus cuando toda la energía de mi cuerpo se abocó a mantenerme cálido. El sistema inmune mantiene a raya a los agentes patógenos, siempre que no atienda lo que podría haber previsto, si lo hubiera sabido. Después uno aprende a distinguir los signos de los cambios de estación y no solamente por el almanaque. En otoño hay que ser cebolla y vestirse con varias capas.
Aquí le llaman “flu” con ese espíritu de acortar todo, incluso los presupuestos, a la influeza que es la más común de este tipo de infección. La primera vez que me pescó desprevenido fue el día en que, a fines de septiembre, nos mudamos a nuestra nueva casa.
Desarmamos nuestro primer hogar, el departamento que teníamos en el barrio portugués, cerca del centro de Toronto. No se puede creer que haya acumulado tantas cosas en sólo nueve meses. Pero todo suma, desde el rallador de queso hasta los abrigos pesados, con los que reemplazamos esos que nos permitían pasar el invierno de Mendoza.
Optimista el tipo, dijo: no importa, cargamos las cosas en el auto y hacemos la mudanza sin recurrir a un camión. Siempre para fin de mes aumenta la demanda de alquiler de este tipo de grandes camionetas carrozadas, porque los contratos de alquiler terminan el ultimo día de un mes. Nadie quiere pagar un día de más, o recibir el nuevo alquiler un día después. Así es que contar con uno de esos vehículos es, ya en sí un tramite engorroso. Sumado a todo lo que ya sabemos: desarmar, cargar, encajar todo en un vehículo, descargar y armar. La frase entró casi en un renglón mientras escribo, pero todo tiene su tiempo.
La experiencia nos hizo hacer eficiente la tarea, desarmando y poniendo todo en cajas y en bolsas grandes. Habíamos comprado nuestras primeras camas y colchones y ya estaban esperándonos en la nueva casa, así es que no tuve que pasearme con un colchón inmenso en el techo del autito blanco. Pero sí estaba repleto hasta el desborde, incluso con un par de cosas que salían mas allá de la ventana de atrás.
Confieso que no fue fácil encajar todo, creo que allí aprobé “Tetris 3”, una serie de materias que llega hasta el numero 5 de la cual tengo el doctorado después de tanto cambio.
Una vez que estuvo todo listo, me fui manejando lentamente por el peor camino, pero que evitaba las rápidas avenidas donde no hubiera podido mantener el ritmo del tránsito, pues el auto estaba “sentado”. El peso lo vencía. Así fue que opté por calles internas con un detalle: tenía que frenar en todas las esquinas cosa que no había tenido en cuenta y que tendría, meses después, consecuencias lamentables, pero eso es otra historia.
Debo agregar que, al estrés de cada esquina y la necesidad de ir muy despacio para poder frenar, le sumaremos el que no veía hacia atrás. Mi visión era un compacto universo de cosas indefinibles, pero no la calle. Ni tampoco podía usar para ver los espejos de los costados: el de la derecha sabia que estaba allí, pero no lo podía ver, porque en vez de acompañante tenia una tremenda caja llena de algo muy necesario que no pudo caber en ningún otro lugar. El de la izquierda servía para ver sólo la bamboleante cabellera del lampazo que sobresalía, orondo, de los limites del auto.
Al cruzar la primera avenida me di cuenta del faltante, podía ver solo hacia adelante. Pensé en Saramago y su Ensayo para la ceguera y en la policía. No sólo manejaba de forma insegura, sino que además no tenía el documento habilitante. Sólo estaba permitido manejar en compañía de quien tuviera una “full licence” para manejar, yo recién estaba en el primer escalón.
Así fue como perdí un par de kilos en aquel imprevisto baño turco.
Al llegar, por suerte sin problema alguno, ya me esperaba mi compañera y mi hijo. Juntos bajamos y ordenamos todo en la nueva casa. Fue muy agradable, rápido y con final imprevisto. El viento fresco de la tarde había impactado sutilmente en mi piel y ropa húmeda. Al terminar estaba seco y sólo con ganas de tirarme sobre una cama.
La segunda vez me sucedió cuando estaba esperando a mi hijo menor en el patio de la escuela, no tuve en cuenta que la temperatura podría bajar súbitamente, cuando el viento sopla del norte trayendo cubitos de hielo del polo norte. La escuela que habíamos elegido para nuestro hijo estaba frente a la casa, en realidad logramos alquilar una casa frente a la escuela. Estaba con una camisa de manga corta y sin buscarlo me enfrasqué en una charla que me llevó de vuelta a Mendoza, pero eso, es otra historia.
Toronto 24 septiembre, 2021.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.


