Historias canadienses con raíces argentinas
Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
Empezar una historia es un desafío cuando sabés el final. Las palabras van cayendo para, inexorablemente, ordenarse en un cierre que ya se conoce. Se hace más entretenido cuando se va viendo la disputa de las palabras y de las frases e incluso algunas vocales rezagadas que vienen, sobre el final, a ocupar la última letra de una palabra para darle otro sentido a lo que ya estaba escrito. Las buenas historias se van desplegando con una terminación incierta. Esto es lo que tendría que pasar, caso contrario habría una dramática endeble. Bueno, digamos que sí, que podría haber tenido otra resolución, si es que no hubiera… y aquí empezamos a desplegar todas las genialidades que se nos ocurren cuando se prenden las luces del cine después de la palabra FIN en la pantalla.
La historia que me toca hoy es más parecida a crónica de una muerte anunciada que a la novela de Hemingway. En esta novela se habla de una historia de amor. Me ha parecido más apropiada para lo que sucedió en gran parte del año 2001, inaugural de nuestra vida en Toronto.
Deliberadamente, no elegí la novela de García Márquez, aunque debiera callar esta razón. La primera vez que se me ocurrió mencionar al colombiano en un escrito público, me dispararon con munición gruesa y aún me duelen las partes posteriores, porque fue por la espalda, a traición. Provino de un pequeño sujeto, también por su estatura, ya que era inspector de zócalos y, bien hubiera hecho en quedarse para inspeccionar las partes inferiores de las paredes y no intentar meterse en la educación, que es cosa seria. Aunque fiel a su estilo de encaramarse y trepar para sobresalir fue capaz de llegar alto pisando a otras personas. Pero esa es otra historia.
Los sucesos previos a la muerte de Santiago Nasar, que narra el escrito de García Márquez, comienzan con una historia de amor muy al estilo occidental y, rápidamente, se transforman en un relato periodístico policial. Aquellas personas que fuimos haciendo la radio “Correo Radio del Sol” podríamos decir que esta historia comienza, y elijo un momento entre tantos, tomando un café típico de Toronto -Tim Hortons- en una mesa de picnic, como una postal de Ontario, en una mañana de primavera, con la fuerza del sol pegando sobre la cabeza de dos personajes, iluminando los días por venir. Entorno ideal para una historia de amor.
Meses después aquella figura del italiano en toda su humanidad –recordemos que es uno de los dos en la mesa de picnic– se agiganta otra vez, el día en que me vino a visitar al estudio donde funcionaba la radio, a fines de noviembre hace veinte años.
Se puso de manifiesto cuando llegó con un café idéntico al que me había ofrecido aquel iniciático día de primavera. Nadie sabía que llegaría, la sorpresa trocó en desasosiego. Se le veía en la cara cuando, antes de entrar al pequeño local de la radio preguntó en la recepción dónde me podía ubicar.
La persona encargada de los detalles técnicos me preguntó “¿qué le pasa al jefe? Mirá la cara que trae. Seguro que nos viene a decir que se acabó todo”. Ya lo sabíamos.
Me invitó a salir con él del edificio, mientras me pasaba el vaso de cartón con café. Bajamos la escalera en silencio. El ruido del peso de su inmensa humanidad golpeando cada escalón resonaba como los acordes de la Marcha Fúnebre de Frédéric Chopin. Afuera soplaba el viento frío de noviembre.
Esta vez no hubo banco de parque donde sentarnos, el anuncio lo hizo en su auto, inmenso como la vida del empresario de corazón grande. Subí con mi vaso de café y antes de ponerme el cinturón que me sujetara del desmayo se despachó con una explicación innecesaria. Ya sabía el por qué cerrábamos el proyecto, que había nacido de la confianza y la pasión compartida por la comunicación y la radiofonía.
Manejó con parsimonia por las calles del barrio y me llevó hasta un local que no conocía. Bajemos, me dijo, quiero mostrarle algo. Estábamos frente a lo que podría haber sido una fábrica, un inmenso galpón. Recorrimos un amplio local vacío mientras me iba explicando de la nueva sede del multimedio. Entusiasmado como infante en calesita me fue relatando dónde pondría las rotativas, cómo sería la sala de las personas que trabajarían en las mesas de periodistas. Dibujó con las manos en el aire donde estaría su nueva oficina. Sus ojos brillaban con alegría, parecía un general disponiendo su tropa para una batalla. En un par de meses todos los medios estarían juntos allí, me dijo. El diario italiano, el portugués y el hispano. El sueño de poner junta la tropa. Lástima que no podamos seguir con la radio, me dijo, con un cierto grado de nostalgia anticipada.
No me salían las palabras, ni siquiera sé si las tenía disponibles, solo atinaba a balbucear monosílabos inconexos. Había perdido la verborragia atravesada en un nudo en la boca del estómago.
El italiano se movía en el desierto y amplio salón e iba construyendo con las manos su imperio. Mirándolo, trataba de entender cuál era mi lugar, que hacía allí escuchando esta historia que no tenía nada más que ver conmigo. En un momento entendí que con su decisión él estaba cruzando su Rubicón, que estaba impulsado a continuar con su empresa, más allá de haber perdido algo que era fundamental en su universo de comunicador. Él había comenzado con una radio, que le fue arrebatada una vez y ahora ésta se diluía nuevamente. Él tenía que seguir construyendo el castillo de su ilusión, a mí me tocaba perder.
Volvimos al auto, ya el café se había terminado, nuestras pocas palabras también. De pronto encendió la radio. La sintonía estaba clavada en una estación de sólo jazz. Esta vez no había música, solo dos personas hablando. Cuando pude entender lo que decían quise corroborar si era una colecta de fondos. Todos los años lo hacen, me dijo, esta radio es solventada por las personas que la tienen en su preferencia. Empecé a decir algo, no avancé mucho. No es algo que podríamos hacer, me dijo. Habría que intentarlo, retruqué. Nuestra empresa es una corporación pública, no podemos. Pero y si hiciéramos… se rió ampliamente. Me contagió su risa. Era parte de la relación que habíamos sabido construir. Yo volaba entre mis sueños y mis utopías y él “se subía a mi ilusión súper sport”.
Había empezado a insinuar la posibilidad de presentarnos ante la Comisión de Radio, Televisión y Telecomunicación, el poderoso ente que regulaba el tema de los medios de comunicación electrónica de Canadá ¿Por qué no pelear por una licencia para una radio en español?, me anime a preguntarle. “Es imposible”, me dijo exponiendo las razones que venían de su amplia experiencia lidiando con el ente regulador. Es una batalla de muchas personas que quieren y muy pocas licencias para repartir, además se licitan cada cinco ó diez años, cuando queda alguna libre ¿quién va a querer soltar una licencia?, retrucó.
El castillo de naipes se derrumbó. “Tuve que enfrentarme a mi condición, en invierno no hay sol”. Miré los árboles pelados por la ventanilla del auto. El viento frío acercaba la temporada más larga, la más dura, la más difícil de sobrellevar.
Llegamos a las que en poco tiempo serían las ex oficinas del multimedio. Bajamos y me llevó hasta donde estaba la encargada de personal. Le dijo que preparara todos los papeles para mí. La señora fue muy amable. Siempre lo había sido, aún así, convengamos que no es fácil para la persona responsable de lidiar con la terminación de una relación laboral enfrentar el momento, mirar la cara de la persona que se va.
Había una certeza, se cerraba una puerta, no sabía aún que había formas más crueles en este país de vivir esta transición a la nada. Usualmente, la persona encargada de seguridad de la empresa está esperando a las puertas del local a que llegue aquella persona que ha sido sentenciada. En cuanto aparece la persona a la que aún no le han avisado que está muerta, es acompañada hasta su escritorio con una humillante caja de cartón. Se queda de pie mirando qué se alcanza a poner en el catafalco. Como si fuera posible llevarse los sueños, las expectativas, los deseos de futuro, los planes truncos, los momentos vividos. Sólo un par de papeles propios, la foto con la familia que sonríe desde el que fue escritorio de trabajo, algún regalo de la gente que te acompaña, una tarjeta de felicitaciones. El resto, queda allí, junto con el tiempo cambiado por dinero. A veces, un sobre con la liquidación impresa en un cheque y adiós. “We have to let you go”.
Cuando se dice «le dejaremos ir», se está sugiriendo que sientes que la otra persona está muy ocupada y que estás gastando su tiempo egoístamente reteniéndola. Así que «te dejaré ir» es una frase de muy buena educación. Es una graciosa concesión de vuestra majestad que expresa que ahora eres libre de irte, que ya no eres más su esclavo. O sea… te están echando, pero te hacen sentir que es algo bueno que se haya acabado tu trabajo.
Volví a ver al italiano tres años después, poco antes del tsunami en el océano Índico. Yo venía en la cresta de la ola, estábamos emitiendo una señal de prueba de la nueva radio étnica comunitaria en español de Canadá. Él me invitó a su oficina, quería explorar como podríamos trabajar juntos. Volvimos a recorrer lo que ahora tenía forma, ya sus manos no volaban por el aire. Caminaba como arrastrando los pies. En un momento sentados en una sala de reunión, llegó la que era la persona a cargo de las operaciones, la famosa CEO, me sonrió, pero se tuvo que quedar de pie, detrás del italiano mientras terminaba lo que estábamos hablando. Ahí entendí que la decisión de cerrar Correo Radio del Sol había venido de la genialidad de la CEO. Había en la escena un dejo de revancha. Aproveché para recordarle que le había sugerido que hiciéramos la presentación por la licencia de una radio que ahora tenía, bueno… que creía tener en mis manos. Movió la cabeza hacia ambos lados y bajó la vista por unos segundos. Ahora puedo especular que su energía había estado en otras lides, más vitales.
El italiano me extendió una hoja de papel. Allí había una serie de insumos que podríamos disponer para la nueva radio. Todo lo que habíamos comprado años atrás estaba intacto y disponible. Sumó también un vehículo acondicionado como móvil para transmisiones de exteriores. Un vehículo que había sido casa rodante, con todo lo necesario para hacer un programa de radio.
Acompáñeme, me dijo tomando la hoja de mi mano, vamos a hacer una fotocopia para que pueda pensar detenidamente con la lista frente a usted. Cuando lo vi de perfil, tratando de hacer la copia en la fotocopiadora, pude advertir que su cuerpo, antes fornido, era ahora un saco de huesos. Falleció poco tiempo después sin que le pudiera dar una respuesta a su generoso ofrecimiento. Quedó truncó el esfuerzo, se acabó la pasión. Se extinguió el amor. Quedó el edificio, la cascará con el nombre y el recuerdo de un hombre generoso.
Entre el día que salí del multimedio del italiano, con la mejor indemnización posible que pude haber recibido y el día de su muerte, que para mí fue sorpresiva, se había ido gestando un terremoto, además del tsunami. Estoy hablando de un movimiento que hizo caer todas las estanterías. Pero esa es otra historia.
Toronto 26 de noviembre 2021.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.


