(viene de la entrega anterior)
-¿Escribiste sobre el amor?
-Si.
-Pero vos contaste que vino y me dijo que entonces… yo lo haría universal.
Caía la tarde todo rojo ese sol brillante que hervía los techos, la sangre el amor. Los cuerpos ardientes se entrelazan en una locura compartida. Y era todo una danza sensual. Horas de éxtasis con amor. Y fueron danzando y riendo al baño.
Era un baño pequeño ¿para qué más? Si eran dos y solo uno.
Era un solo cuerpo entrelazado, dos víboras ardientes que se enlazaban, caían como lluvia que los mojaba sensual.
Y ella que va chupándole los pechos con agua y baja besándole el ombligo y llega hasta el, erguido y dulce, y su boca despacito la toma y chupa como un caramelo.
Y el agua es solo deseo y amor y todo es un éxtasis.
Y después si lo cortas. Como para que el otro tenga ganas de saber que paso después.
Y le decís de lo importante e imprescindible que cada vivienda tenga su baño como corresponde.
Que el baño es una conquista social, que la ducha caliente es necesidad y todo eso.
Pasa el tiempo y la vivencia se va.
Quiero recordar lo que fue el arte grupal y solo me quedan apuntes aburridos y teóricos.
Nuestro grupo- Que no es un grupo, Pichón, no es un grupo. Porque un grupo tiene pertenencia. Se siente parte de. Yo no me siento parte. ¿Alguna vez sí?
Recuerdo aquella vez en Devoto cantando:
“Salgo a caminar
Por la cintura cósmica del sur…”
Aquella Nochebuena bajo la lluvia.
Son solo instantes. En general siempre sentí la distancia. Sentirme diferente.
Y ahora comprendo que allí está el secreto de la democracia. Si estamos todo de acuerdo, genial.
Si no, respeto a las minorías. Que seamos diferentes, distintos.
-De cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad.
La preparación del curso a los maestros fue un despiole. No llegábamos a ningún acuerdo. Los demás que si formaban grupo, estudio teórico. Porque de la teoría se desprende la práctica. Cinco días discutiendo. Y el acuerdo, mínimo, tangencial, al día siguiente no servía.
-July –Le contaba- Quieren hacer teórico. Y yo siento a los plásticos. Ellos quieren su vivencia, partir de su hacer. Están hartos de teoría que luego les sirven apenas.
-Prepara lo tuyo. Hace un taller vivencial.
-Es que no hay acuerdo- le explico.
-Y que querés que te diga, entonces.
Fuimos y era como se sentía. Veía las caras vacías. Esa falta de entusiasmo, de ganas.
La segunda noche allá, fuimos a la guitarreada. Lo sentí tan clarito al flaco. Era comunicación de arte. Vos expresas lo que sentís y al que está en la misma vibración le llega, tal cual, a los demás no.
Cuando canto “Volver a los 17” cante con todas las ganas, de adentro, con el llanto contenido de tantos años.
Luego fue “Aquellas pequeñas cosas” de Serrat. Aquellas pequeñas cosas que nos trae un tiempo de rosas, en un papel, en un cajón, en una canción, que nos hacen que lloremos cuando nadie nos ve.
Que lloren solo mirándolo, para que los demás no vean, no sientan las lágrimas que no comprenden ni comparten.
Llegue al hotel. Me fui al baño.
-No prendas la luz- me pidió la compañera.
Me fui al baño con la carpeta y la birome. Y unos puchos.
A escribir sin parar, atrás de los apuntes inservibles. Para mí, al menos.
Me sentí en el calabozo de la cárcel- manicomio.
Termine y me bañe. Como cuando allí tenia agua. Cuando me bañaba y bañaba y bañaba con agua caliente porque era mi cura, mi placer. Hacia más de tres años que no podía gozar con el agua caliente. Y descubrí que el chorro de agua en la nuca me calmaba cuando me sofocaba el encierro, la soledad, la distancia, el no saber ¿Y mama operada de cáncer, viviría aun? Y las compañeras ¿Qué había pasado con ellas? Yo aquí encerrada y desesperada.
Horas bajo el agua. Horas y horas de ducha caliente. A veces el chorro de agua caliente y después, alternada, helada en la nuca.
Me bañaba horas y hasta irme aflojando tantos años de tenciones, acumuladas en la columna, en los hombros endurecidos, en la nuca.
Y entonces me cortaron el agua.
Una mañana una celadora entra con un tipo, una llave y me corta el agua.
Ni agua para beber.
Después solo mate cocido a la mañana.
Recuerdo su mirada fría de carcelera triunfante. Ella sabía que era mi placer. Por eso la corto. Me enrosque como un animal lastimado. Me hice un ovillo y recuerdo el frio, la baldosa fría, el suelo helado. Mi cuerpo congelado.
Mi alma con el frio que le subía del tempano del alma de esa carcelera rubia gélida.
Y la recordé a la perrita y su poema.
Todos dicen
Que he de morir.
Me lo dice
La carcelera
De la mirada helada.
Todos dicen
Que he de morir.
Me lo dicen
Las paredes mudas
De esta cárcel silenciosa
Son sus candados metálicos.
Todos dicen
Que he de morir.
Y seguía. Era una larga enumeración. Era un lamento largo. Casi una bagual.
Todos dicen
Que he de morir
¡Merda que he de morir!
Y esa fuerza del “mierda que me van a aniquilar”, me levanto.
Si hace frio, a hacer gimnasia. A ver, tantos años haciendo gimnasia con las compañeras y yo siempre vagoneta. Pero recordaba el otro interminable calabozo de Devoto y los imparables calambres luego. Fue casi un mes y medio quieta en la cama metálica, con frio, acurrucada, y después los calambres que me recorrían de la punta del pie, de uno de los dedos del pie, toda la pierna, a lo largo, hasta retorcerme las entrañas.
Mmmmmmmmmmm
Aniquilamiento.
En la U 20 la recorva y Salí del ovillo fetal del dolor. Tratando de no pensar en la ducha caliente, placer y cura. Como las compañeras. Ellas estaban también sin ducha.
Y los campos de concentración. Ellos ojala pudieran moverse de un salto a hacer gimnasia. Y así cada vez que me brotaba la libertitis. Esa gimnasia medio fiacun de apenas unos quince minutos. No teníamos reloj. ¿Por qué quitaran el reloj? ¿En qué les molestara? Esas reglamentaciones totalmente absurdas como todas las reglamentaciones burocráticas.
Las rotaciones, rotación de cabeza, de hombros, de muñecas. Gimnasia para olvidar el agua que no tenía. Gimnasia para olvidar la sed. Esa sed terrible, desesperante, sed de litros de leche fresca, sed de ir a la heladera y tomar unos litros de leche helada.
Sed de tomar mate. Por favor olvidar el mate, ceremonia compartida y cálida. Olvidar que el mate era el barrio de los estudiantes universitarios. Que en casa no se tomaba mate era cosa de vagos creo haber escuchado decirle a mama.
Sed de agua, al menos, tomar agua. ¡Celadora, agua!
-¡A la hora del almuerzo!- la respuesta.
Hasta ver el jarrito. El jarrito metálico carcelario. El jarrito de metal con manija de costado. ¿Y si ago pis y lo tomo?
Y recuerdo el primer asco. Casi vomito.
Eran arcadas que me sacudían y vaciaban el asco de adentro.
Como si fuera un remedio, pensé. Como me decía mama, sin parar, que si uno no se detiene para respirar no siente el olor del aceite de hígado de bacalao. Cuando no te fuste el remedio tomalo rápido.
De un trago, pensando en el aceite de hígado de bacalao, no en el pis. Si pensaba en el orín amarillo y nauseabundo me moría.
Lo tome y en parte calmo la sed. Otra vez. Y otra.
Hace poco leí de una terapia alternativa y casi olvidada. La urinoterapia, tomar el orín de la mañana.
Yo solo sé que a mí me calmo esa terrible sed y que cada vez que lo tomaba recordaba que estaba presa pero que tenía que luchar contra el aniquilamiento.
Y solamente yo, allí, sola, podía hacerlo. Nadie me iba a ayudar. Solamente yo y el recuerdo de las compañeras.
Recordar a la médica con el tumor en el bocho. El ojo que se le caía. El parpado de uno de los ojos no podía manejar.
-Es muy grave lo de ella- Decían las compañeras. Tienen que operarla.
Hasta que fue a un largo calabozo. Regreso firme fuerte. Ni se sabía cuál era el lado que estaba enfermo.
-es que no se va a operar con médicos carceleros- Fue el comentario- Porque es lo que ellos quieren, destruirle el bocho. Que la operen es como entregarse de pie y manos.
Años después, cuando la encontré a la Abejita, aquella vez que le regale mi rosario, lo único que tenia. Ni recordé que era atea, se lo di con todo el amor. Me conto que no la habían operado. Que había salido adelante a fuerza interior.
Como había recuperado sus piernas la compañera que bailaba “Zorba, el griego” y la sacaron y la colgaron de las piernas boca abajo.
Dos días, amoratadas, violetas, tumefactas, hinchadas, inmenso globo, corpulento. Esas piernas.
Porque sabían donde más le dolía. Si bañarme era mi placer esa carcelera gélida con los ojos que le brillaron apenas en una sonrisa que no llego a su boca.
-¡Touche!- Sentí esa ridiculez de tantas lecturas adolescentes de espadachines. D’Artagnan, y toda la serie.
¡Touche! Me llego.
¡Mierda que voy a morir!
Todo dice que he de morir.
Todo dice que he de morir.
Todo dice que he de enloquecer.
Mierda que voy a enloquecer.
A tomar pis y hacer gimnasia.
“El sufrimiento aleja al ser humano de sus semejantes. Para separarlos levanta un muro hecho de gritos y de desprecio. Si no les es dado a los hombres convertirlo en un Dios rechazan a aquel que, entre todos ellos, conoció el sufrimiento en estado puro, a aquel que les ha dicho: “He sufrido, no porque soy Dios ni porque soy santo y quiera imitarlo sino únicamente porque soy hombre, un hombre como ustedes, con sus flaquezas, sus cobardías, sus pecados, sus rebeldías y sus ambiciones ridículas”. Ese les produce miedo pues les da vergüenza.
Se alejan del como de culpable, como de quien usurpara el lugar de Dios para ilustrar el gran vacío que nos espera al cabo de toda aventura.
En verdad, está bien que sea así. El hombre que ha sufrido más y en forma distinta a los demás debería vivir aparte. Solo. Al margen de toda existencia organizada. Envenena el aire. Lo vuelve irrespirable. Le quita a la alegría su espontaneidad y su razón de ser. Mata la esperanza y la voluntad de vivir. Encarna un tiempo que niega el presente y el porvenir, para reconocer solo la dura ley del recuerdo. Sufre, y su sufrimiento contagioso despierta ecos a su alrededor.”
(continuará)
Columnista invitada
Lucía Isabel Briones Costa
“Mi pecado fue terrible: quise llenar de estrellas el corazón de los hombres” decía el poeta… Desde los lejanos años de estudiante del profesorado en Historia en la Universidad Nacional del Sur, dediqué mi vida a la educación. En los tiempos previos a la dictadura de 1976 enseñaba en una vieja aula de la Facultad de Agronomía el bachillerato de adultos, tarea compartida con los compañeros, casi todos presos políticos después en Bahía Blanca. Cuando era rector Remus Tetu se hizo una razzia contra docentes, no docentes y estudiantes, especialmente contra los alumnos de Humanidades, Sociología y Economía. Estaba terminando mi carrera, cursando las últimas materias cuando fui detenida y puesta a disposición del PEN, el Poder Ejecutivo de la Nación, durante tres años y tres meses, hasta diciembre de 1978. Estuve en las cárceles de Villa Floresta, Olmos, Devoto y los tres últimos meses en la U20, la cárcel dentro del Hospital Borda, donde un prolijo tratamiento con drogas psiquiátricas hizo borrar totalmente mi memoria. Así me dejaron en libertad, diciéndole a mi padre: “Su hija es irrecuperable, será un vegetal hasta el día de su muerte. Que Dios les de la Santa Resignación”. Gracias a haber encontrado la ayuda adecuada pude recuperar, poco a poco, la razón perdida. Y me fui a La Pampa, donde fui docente de escuelas primarias y secundarias en la pequeña localidad de 25 de Mayo y en el Terciario de Formación Docente de Catriel, Río Negro. Recién en 1997, pude terminar mi profesorado en la Universidad del Comahue, para cuando mis compañeras de promoción de la Universidad del Sur ya estaban por jubilarse. Luego comencé la maestría en Historia Latinoamericana de los siglos XIX y XX, la cual se interrumpió cuando la Universidad no podía pagar a los docentes, varios doctores en Historia. En ese tiempo de docente rural comencé a escribir narrativa, tarea que continué al jubilarme en el bello mar de Las Grutas, en Río Negro. Seguí escribiendo con la alegría de dar un legado en su educación a mis hijas: la mayor psicóloga y la menor, maestra y profesora de Historia, ambas egresadas también de la Universidad del Comahue.
(PAG. 238 Y 239, WIESEL, Elie: “La noche. El alba. El día”, Barcelona. Círculo de Lectores, 1987)
(Cuadros de Claude Monet)