Ante las aventuradas declaraciones de una precandidata a presidenta por el neoliberalismo local, se hace necesario pensar bien y responder rápido. Es la misma precandidata que colaboró a bajar los salarios de los trabajadores del Estado en tiempos de De la Rúa, cuando que fue ministra; y es la que con voz trabajosa, luego de una copiosa cena, lanzó: “el que quiera andar armado, que ande armado”.
Ahora dijo que hay que cerrar el ministerio de Educación, si bien parece que se arrepintió o la convencieron de arrepentirse. La apelación fue a uno de esos lugares comunes que de tanto repetirse, muchos toman como verdades irrefutables: para qué tener un ministerio –suponen- si éste no tiene escuelas propias, a partir de que las mismas fueran transferidas a las provincias.
La apelación viene en estos tiempos en que la tv ha logrado imponer la idea de que el Estado sobra, de que hay demasiado gasto estatal, etc., la típica lectura que las derechas hacen de las crisis económicas, y que se impone cuando ese gasto estatal resulta insuficiente para compensar los bajos índices en satisfacción de necesidades populares.
Sucede que la de achicar el gasto estatal (junto a la consigna fácil de “bajar impuestos”) es una idea que aúna su simplicidad, a la repetición que de ella hacen los medios hegemónicos: de tal modo suele imponerse mayoritariamente, aun cuando la historia argentina demuestre hasta el cansancio que las recetas de caída del gasto estatal y ajuste permanente y privatizador, han resultado desastrosas para la macroeconomía, y aún más para los bolsillos de clases medias y populares (desde Pinedo en los años 30 a Krieger Vasena en los 60, de Rodrigo y Martínez de Hoz en los 70 a Cavallo en los años 90, de López Murphy con De la Rúa a Dujovne con Macri).
Lo cierto es que a ese mantra repetido como si fuera una verdad revelada –la necesidad de bajar el gasto estatal sin reparar en que desde allí se financian, por ejemplo, educación y salud- debemos ahora la idea de acabar con el ministerio de educación, así como se cerró el ministerio de salud en tiempos del macrismo.
¿Sirve de algo el ministerio, si es que las escuelas dependen de los gobiernos provinciales? Ciertamente que sí. En primer lugar, porque la existencia de un ministerio nacional pone a la educación en un lugar de peso a la hora de fijar las prioridades del país. Si educación desaparece del nivel de ministerio, desaparece de la discusión del presupuesto anual, y del debate de las grandes políticas nacionales. Es decir: el lugar de la educación, incluso en las provincias, depende en buena medida de que ella esté presente en el gabinete nacional. La ausencia de allí es sinónimo de mayor secundarización que la que ya existe a la hora del reparto de los recursos, donde lo educativo no suele considerarse una prioridad.
Pero además, el funcionamiento de la educación del país no podría ser el de una federación de unidades independientes entre sí. La determinación de los ciclos y niveles del sistema, los procesos de formación docente inicial y en ejercicio, la discusión de qué nuevas leyes se requieren para una mejora en los diferentes niveles, las relaciones internacionales, los procesos de evaluación del conjunto de las actividades, todo ello exige un ministerio nacional. No habría quien manejara todo ello sin esa centralización nacional, la que no podría darse por vía de la coordinación mutua de las gestiones provinciales, las cuales –al ser independientes entre sí- difícilmente darían lugar a otra cosa que una enorme dispersión imposible de sintetizar con coherencia.
Es decir: la gestión del sistema educativo exige un ministerio nacional. Ello opera como voz unificada hacia el Estado y la sociedad, por una parte, para garantizar atención política y presupuestal. Y por la otra, se trata de una cuestión de gestión: si no queremos hacer de la educación una función nacional invertebrada, se requiere la instancia que dirija desde ese nivel nacional. De lo contrario, estaríamos ante condiciones insulares diferenciadas, provincias exitosas y otras que no, provincias más ricas que otras, programas de estudio tan heterogéneos que no permitirían el paso naturalizado de un estudiante desde una provincia a otra, con lo cual el sistema sería despedazado en segmentos mutuamente independientes, donde la coherencia del conjunto estaría fuertemente comprometida.
Abandonemos la irresponsabilidad de las declaraciones grandilocuentes. Dejemos de lado las consignas televisivas que arreglan el mundo de un soplido, disminuyendo el gasto público y achicando el Estado. Gracias al Estado salvamos cientos de miles de vidas y nos protegimos colectivamente durante la pandemia, gracias al Estado tenemos una sociedad donde los más pobres no han llegado al hambre total y la rebelión caótica, gracias al Estado existen condiciones que disminuyen los niveles de desigualdad social que el mercado produce.
La educación sigue siendo un bien socialmente apreciado, por más que no sea una panacea como a veces se la suele idealizar. La educación no hace milagros, pero sí mejora la vida de importantes sectores sociales. Y para atenderla, hay que sostener una inversión que debe hacerse eficaz –eficacia por cierto necesaria-, dentro de lo cual un ministerio nacional se hace imprescindible.
Quitar el ministerio central, como plantea la derecha ideológica, muestra qué clase de derecha tenemos hoy. Ya no una ilustrada que busque promover un país más pensante, ya no la de Victoria Ocampo, Mujica Láinez y el último Lugones, sino una ciega e iletrada, que siga siendo continuidad de la televisión, lo chabacano y el hablar sin saber.
Argentina tiene una enorme tradición en educación pública, gratuita y masiva. No podría fácilmente echársela atrás. El Ministerio nacional es necesario para las escuelas argentinas, al margen de que no las gestione directamente: sin esa administración, la educación caería en picada, desde los presupuestos a la calidad de la gestión. Sin dudas, una situación que muchos argentinos no estaríamos dispuestos a tolerar.
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.