(viene de la edición anterior)
El comienzo de la larga noche
El episodio más difícil de contar es mi detención. Me recuerdo entonces como una mina relativamente fuerte. Estaba terminando mi carrera del Profesorado en Humanidades, especialidad Historia, en la Universidad Nacional del Sur, en Bahía Blanca. Estaba cursando la última materia, “Historiografía Argentina” y ya estaba haciendo las observaciones de la práctica docente para recibirme a fin de ese año ‘75. De la licenciatura en Historia me faltaban más materias, unas seis ó siete. De la licenciatura en Economía, que cursaba en paralelo, me habían expulsado las obtusas matemáticas.
Aunque en ese tiempo todos estábamos en otra. Había pasado ya la época gloriosa del Barrio Universitario, cuando era una comunidad de unos 350 estudiantes patagónicos de pocos recursos. Asambleas de casa y asamblea de barrio, la máxima democracia: desde qué tareas había que encarar (pintar las casas, limpiar y cuidar los espacios verdes) hasta las posturas a llevar al comedor.
Recuerdo esos días en que las banderas militantes se hacían con sábanas donadas por uno u otro. Las pintábamos en el comedor y se colgaban al sol en el cordel de la ropa, como para que todos las viesen. Tan cerca del batallón de ejército donde estuvo, después, la siniestra “Escuelita”, el campo de concentración de Bahía Blanca en la dictadura.
El año pasado, estaba en el puesto de la feria de artesanías de Las Grutas cuando vino una mina muy bien vestida y me dijo:
-Vos sos…
La miré sin reconocerla.
-¿No te acordás de mí? Del barrio.
-¿Del Barrio Universitario?
La miraba y no surgía más que el recuerdo de esas casitas, esos hermosos chalets que los estudiantes pobres teníamos para vivir en Bahía Blanca.
-Soy “La Colorada”-.
Nada. Debe haber visto esa mirada de olvido.
-Soy la compañera del Flaco Ivea.
-Ah, ahora sí. ¿Qué es de su vida?
El Flaco que puteaba y enseñaba a todos Matemática “desculatando hormigas” ante los problemas de integrales y derivadas que nadie más entendía como él.
-Sí, el Flaco que si lo ves, ya no es más flaco. Ahora es jefe de…
No me quedó el recuerdo de su jerarquía. -¿Y cómo está?
-Te acordás que él se fue del barrio. Después regresó y se recibió. Yo estuve por Cuba.
Nunca supe bien qué estudiaba la Colorada, y no fui amiga de ella. Desde que la conoció el Flaco había cambiado.
-El Flaco estuvo muy bajoneado. Es que murió el hermano -seguía contándome ella.
-¿No viene por aquí? Tengo tantas ganas de verlo…
Estaba en la feria con Julio, quién hacía artesanías y miraba serio. No le gusta que lo mencione siquiera a la gente que no conoce.
-Estas son mis nenas- le dije a La Colorada.
Guadalupe jugaba con sus amigas, las hijas de otros artesanos, todas las nenas llenas de pulseritas de alpaca, bronce y mostacillas, con aros y prendedores; Raitrai dormía en un cajón, envuelta en el sacón que le tejí a Guada que a ella no le gustó, por ser todo en la gama de los marrones y ahora es parte de la beba.
-Mañana le digo al Flaco que venga-.
Al día siguiente cuando estaba en la feria no lo reconocí. Gordo, los ojos escrutadores, muy parco. Yo le preguntaba por los del barrio y él “Sí – no -no sé”. Cuando le pregunte por el Dany Cortina, mi gran amigo y me contó que había muerto, me puse a llorar.
-Lucía… -me dijo, tocándome la cara. Fue el único momento en que lo vi, algo, como antes. Me preguntó qué hacía. Le conté. El campo, el rancho, la escuela rural, el hambre. Se fue.
-Ese tipo es cana- me dijo Julio cuando se fue.
-¿Cómo va a ser? Es el Flaco, vivía en el barrio.
-Te digo que es cana y yo soy como un animalito.
No me equivoco nunca. Los huelo, nomás.
Me quedé con una tristeza bárbara. Me miraba al espejo, quince años atrás, quince siglos. Una mujer ya vieja, llena de canas, arrugas y tristeza. Me miraba para adentro recordándome entonces y pensando que así como no lo reconocí, él seguro que a mi tampoco. Pero Julio me hizo entrar la semilla de la duda. Recordé sus ojos escrutadores, esos ojos que se reconocen en cualquier lado.
-Pero que va a ser…
Es que los marginales somos muy paranoicos. Tanto los artesanos como los militantes somos perseguidos y, ergo, paranoicos. Me hace mal, me enloquece la duda, la desconfianza.
Es que así como desconfío de los demás, los demás también dudan de mí.
Yo también me desconfío. Y con razón.
Por eso amo la libertad del campo pampeano, puro horizonte, sol luminoso, viento siempre presente.
-Hoy las nenas comen trigo- le dije a Julio. “Dios proveerá” decía papá. Y es cierto.
Recién se estaban levantando las nenas, les estaba preparando el té cuando lo veo venir al abuelo Ortega, el esposo de doña Amandina, la portera de la escuelita rural, caminando despacito, con cansancio. Traía una bolsa con fruta de la chacra que era del hijo y ahora se la están desmantelando, me cuenta.
-El domingo venimos con la Petisa a buscar el gallo que me iban a regalar.
Estaban sin gallo y Julio le dio a Clodomiro. Al día siguiente vino el abuelo contando que se había escapado. Después de dos días regresó Clodomiro con todos los pelos parados. Julio le ofreció el blanco y negro, gallo joven.
-Es que hay pocas gallinas para tanto gallo. Les están dejando pelado el lomo, donde se afirman para montárselas.
-No vinieron a buscarlo –le explico al abuelo- y lo comimos.
-¿Y el otro? ¿El que se voló?
-Dijo Julio que si no cobrábamos iba a hacer puchero con Clodomiro.
Yo estaba al sol pasando kerosén al pelo de las nenas, a falta de shampú deja el pelo limpio y
brillante y con el peinecito revisaba despaciosamente. Entonces llega el abuelo.
-Para usted. -Y me cuenta diez pesos.
-Se los devuelvo apenas cobre- le digo.
-Cómprele algo a las nenas para comer.
Me dio tanta ternura. Voy a decirle al July que le de a Clodomiro. Al fin y al cabo ese gallo va a ser durísimo.
Comencé a escribir metódicamente hace dos meses, en Capricornio, para el cumpleaños de July. Antes que comiencen las clases, me decía a mí misma, tiene que estar todo listo. Qué va.
-El problema es que te quedás en la pavada cotidiana- dice Julio. No sabía si el tema era que no estaba definido el núcleo central, todo sobre este pueblo viejo o incluir el pasado. No entendía por qué no arrancaba.
Ayer comencé a recorrer el pasado del Barrio. No pude seguir. Es tanta la energía guardada que fue imposible. Me fui al sol a despiojarnos por si las moscas. A la única que le encontré tres bichos fue a Guby.
Después hice un arreglo, superficial nomás, de la casa. Está todo con olor a pintura, mi cabeza con olor a kerosén. No sé si es eso lo que hace que esté con este dolor de cabeza y bajón.
No, no es esto.
Es como en Olmos. La llegada fue malparida. Venía de Villa Floresta, Bahía, con sanción por tiempo indeterminado. Calabozo sin término quería decir. Llevaba ya varios días, y mal, no me banqué el encuentro conmigo misma. Como aquí, en este caserón a solas, casi. Como escribiéndome, encontrándome con mi conciencia.
Cuando en medio de esa sanción, recuerdo haber escrito “A vencer o morir por la Argentina”, ahí, hice click.
¿A vencer o morir? Cómo voy a escribir eso yo si con un leve apriete canto. Todas las demás excusas que me fabriqué, que no me iba a bancar una tortura bestial y entonces diría otras cosas… Todo lo que me fabriqué para ocultar esa verdad. Que había cantado y delatado a mi mejor amiga. A la compañera de Víctor Oliva, el estudiante chileno que se había salvado de Pinochet para terminar asesinado…
El que salve su vida
la perderá.
Y el que pierde su vida
la salvará.
Fue ese instante el que me venció. Desde entonces hasta ahora se me dobló la espalda, los ojos se cayeron. En ese calabozo no me importó que no la hubieran detenido, sabía que ella se había salvado. Era mi conciencia la que me marcaba. En medio de ese calabozo, que fue por tiempo indeterminado por lo que escribí en la paredes. Trato de acordarme con qué lo escribí, cómo me lo preguntaron con bronca los del servicio de seguridad del penal. Con una horquilla del pelo, un invisible, más que escribí, rayé la pintura. Recuerdo a la celadora, la Febrero, que se le notaba las ganas de pegarme una patada. El jefe la retaba a ella, que cómo me había dejado eso para escribir. Yo ya estaba mal. Me sentía mal conmigo misma.
-“¡Sanción por tiempo indeterminado! Hasta que se muera” – me ladró la Febrero. – “Hasta que se muera. Jamás va a salir de esa celda”.
Me cambiaron a la otra celda de castigo; a esa, la misma Febrero la cepilló y cepilló y no debe haber salido porque el esmalte sintético rayado no se borra. Hasta que lo vuelvan a pintar.
Una noche me sacan de la celda, los ojos vendados y me llevan a un lugar ahí dentro mismo del penal, supongo, porque fuimos a pie. Una oficina muy grande. Unos oficiales de ejército. Se notaba que eran de alta graduación. Sólo me miraron. Me preguntaron pavadas (nombre,
ocupación: estudiante universitaria, estoy terminando mi carrera de Historia). Recuerdo haber mencionado a mi tío y padrino, Maximiliano Costa, el hermano de mamá, fallecido de peritonitis en el Hospital Militar en la época de los azules y colorados, luego de un viaje a EEUU y Panamá. Entonces yo ignoraba que allí se entrenaban en represión y torturas varias los futuros genocidas. Había sido ex 2°jefe del Batallón bahiense, en el año 66, dije, dirigiéndome al que más cositas de charretera tenía en el hombro del uniforme. Mi padrino tendría el aire del Gral. Balza, imaginé, luego, cuando lo vi por tele y dijo entonces que no sabía nada de la represión porque era agregado cultural en Perú. Yo sabía entonces del Plan Cóndor, donde a los presos políticos de los países vecinos, los torturaban aquí o allá. Inclusive estuve en Olmos con una compañera chilena que llevaron del Perú. ¿Y no supo nada? Qué raro.
Me miraban mucho, no me preguntaron una sola palabra de las inscripciones. Ahí me di cuenta que estábamos en una guerra. Ya era la época del golpe, hacía menos de dos meses. Creo que era totalmente inconsciente de ello.
Cuando me llevan de regreso, la veo a la Negra, una compañera peronista que hacía unos tres meses que estaba detenida con nosotras, que no podía caminar, una celadora la llevaba arrastrándola, ayudándola a avanzar. Le miré la cara, puro dolor.
-La recontra torturaron a la Negra- lo sentí en el momento. La habían sacado del penal para llevarla vaya a saber a dónde.
De vuelta a mi calabozo, sólo tenía la sensación que ahora me tocaría a mí. Cada ruidito me sacudía. Tenía los nervios que me estallaban. Ya no dormía ni de noche ni de día. Entonces llegó el traslado. De noche también, recuerdo. De noche también cuando preparé las cosas y la Febrero me dijo: “Ésto no” señalando mi colcha que hacía tres años tejía al crochet. Me la robó, simplemente.
No puedo entender cómo se concibe siquiera la existencia de todo el personal de seguridad: FFAA, penitenciarios, etc. Me pregunto cuándo vamos a decidir replantearnos entre todos para qué necesitamos unos crápulas que torturan, roban, matan y cobran unos sueldos mayores que los docentes. Pero no me interesa la desaparición física de unos u otros. Que no se les toquen un solo pelo por más hijo de puta que haya sido. Pero que desaparezca la estructura militar que les da poder. ¿Cómo es posible que del presupuesto de la Nación vaya tanta guita para estos parásitos? ¿Y cuánto se les paga a los servicios de inteligencia por mirar, escuchar, pasar informes que llevaran a la cárcel, la tortura y/o la muerte? Hasta cuándo vamos a dejar que nos lean nuestra correspondencia, nos escuchen por teléfono y que encima, por un laburo vil le paguen un sueldo. Sé que es toda la bronca de mi dignidad perdida.
Pero eso entiendo el NUNCA MÁS. Que por un lado es nunca más que salve mi vida y la pierda. Porque prefiero que me hagan picadillo pero mirar al July de frente, a mis hijas a los ojos. Y estoy completamente segura que entonces cerrar las mandíbulas para que ni por error se abran. Pero más importante es que NUNCA MÁS tengan poder. Qué hipótesis de la guerra externa o interna… ¿De qué hipótesis de guerra me hablan? ¿Con los países vecinos? Países hermanos unidos por la misma lengua, una misma historia, una misma dominación. ¿Con los explotadores? Si lo vimos en la guerra de Malvinas. Con la chatarra que ellos mismos nos vendieron, enviamos a la muerte a miles de jóvenes.
No puede ser que mientras estos vagos organizados se dedican a prepararse para una guerra, que si es contra EE.UU. o Inglaterra o Rusia o cualquier potencia industrial y militar, es la muerte segura de los pobres soldados, mientras los que estudiaron en el Colegio Militar e hicieron cursos y cursillos en Panamá, West Point o lo que sea, dirigen todo desde Buenos Aires moviendo banderitas, como lo muestran las películas, mientras los que pelean son los jóvenes en edad de amar y gozar.
Es el filicidio del que hablaba el doctor Arnaldo Rascovsky, psicoanalista, en FILIUM: “El filicidio es una actitud, una conducta de la sociedad toda que mata a sus propios hijos”
¿Y la hipótesis de guerra interna? Eufemismo como “subversión” para decir que se va a enfrentar con las armas, con el poder que tiene un tipo de armas, a golpes, patadas, picanas y cuanta tortura bestial se les ocurra a quienes solo han planteado que al pueblo no se lo hambree más. Si ahora a Rosario se llevaron efectivos de la Policía Federal para reprimir a quienes asaltan supermercados.
Nosotros pasamos hambre pero tenemos trabajo. Me imagino qué sería de nosotros cuatro sin trabajo Julio ni yo, cuando las nenas, sobre todo la Raitrai pide leche, pan, fruta. Guada ya sabe. Ella se las banca, pobrecita que no tiene aún siete años.
Pero yo me pregunto, con el sueldo que gana cada represor, ¿no hay para darle trabajo a cada desocupado?
Y las viviendas… Si conozco muy bien cómo son las viviendas de los oficiales porque lamentablemente tengo parientes milicos. Pero eso es otra historia.
-July, ¿te conté sobre mis tíos milicos? Un hermano de papá, Juan Carlos Briones, que ya sería general, creo, es oficial de Intendencia.
-¿Y eso qué es?
-Los que se encargan del morfi, el abastecimiento y todo eso. En la casa de mi tío conocí para qué servían los soldados conscriptos. Para limpiar el auto, buscar a mi tía y primos de la escuela, llevarla a hacer las compras, cortar el césped, hacer los trabajos de albañilería y plomería, etc. Todo lo que necesitara la familia de mi tío. Gratarola, por supu.
En la época de la guerra de Malvinas tuvo un cargo muy alto en abastecimiento. El jefe de Intendencia, desde Bahía Blanca era el responsable de la ropa y comida de los soldaditos. Mi hermano me contó que entonces tuvo tres kioscos.
-¿No habrá sido con los paquetes que le enviaban a los soldados y que nunca llegaron a destino? -le pregunté una vez.
-Yo no pongo las manos en el fuego por nadie -me decía mi hermano escéptico.- Pero sí sé que cuando llegaban los proveedores le entregaban “un regalo para usted, jefe”-
-Decime, tío, ¿eso no es un soborno, una coima? -le preguntaba mi hermano.
-Pero che, yo no puedo desairar un obsequio de los proveedores. No se puede ser tan desatento.
Mientras los soldados siempre comieron bazofia, en la casa de mi tío hubo la mejor carne. Traída del regimiento.
Y aún tengo grabada en la nuca, el lugar de la persecuta, la amenaza atroz de mi tío Horacio Briones Marrero, Segundo Jefe de Gendarmería en el ‘75, un mes antes de la detención, cuando abuela agonizaba:
-Sobrina, ustedes dicen Cinco por uno… Yo te aseguro que cinco por uno, diez por uno, cien por uno, mil por uno… DE USTEDES NO VA A QUEDAR NINGUNO.
Perfectamente entrenado. Táctica y estrategia. Sabiendo perfectamente el qué, el objetivo. Cómo lograrlo, la metodología. Dónde, en su ámbito de trabajo o estudio.
Perfecto y concienzudo trabajo de lograr lo planificado: Locos. Todos locos. Piltrafas los sobrevivientes. O medio locos, los impresentables los que aún podemos decir esto, en el sitio más inoportuno de la peor manera posible, sin la más mínima ubicación témporo-espacial, absolutamente imposible de soportar un solo minuto más… Nosotr@s, l@s lok@s.
(continuará)
Columnista invitada
Lucía Isabel Briones Costa
“Mi pecado fue terrible: quise llenar de estrellas el corazón de los hombres” decía el poeta… Desde los lejanos años de estudiante del profesorado en Historia en la Universidad Nacional del Sur, dediqué mi vida a la educación. En los tiempos previos a la dictadura de 1976 enseñaba en una vieja aula de la Facultad de Agronomía el bachillerato de adultos, tarea compartida con los compañeros, casi todos presos políticos después en Bahía Blanca. Cuando era rector Remus Tetu se hizo una razzia contra docentes, no docentes y estudiantes, especialmente contra los alumnos de Humanidades, Sociología y Economía. Estaba terminando mi carrera, cursando las últimas materias cuando fui detenida y puesta a disposición del PEN, el Poder Ejecutivo de la Nación, durante tres años y tres meses, hasta diciembre de 1978. Estuve en las cárceles de Villa Floresta, Olmos, Devoto y los tres últimos meses en la U20, la cárcel dentro del Hospital Borda, donde un prolijo tratamiento con drogas psiquiátricas hizo borrar totalmente mi memoria. Así me dejaron en libertad, diciéndole a mi padre: “Su hija es irrecuperable, será un vegetal hasta el día de su muerte. Que Dios les de la Santa Resignación”. Gracias a haber encontrado la ayuda adecuada pude recuperar, poco a poco, la razón perdida. Y me fui a La Pampa, donde fui docente de escuelas primarias y secundarias en la pequeña localidad de 25 de Mayo y en el Terciario de Formación Docente de Catriel, Río Negro. Recién en 1997, pude terminar mi profesorado en la Universidad del Comahue, para cuando mis compañeras de promoción de la Universidad del Sur ya estaban por jubilarse. Luego comencé la maestría en Historia Latinoamericana de los siglos XIX y XX, la cual se interrumpió cuando la Universidad no podía pagar a los docentes, varios doctores en Historia. En ese tiempo de docente rural comencé a escribir narrativa, tarea que continué al jubilarme en el bello mar de Las Grutas, en Río Negro. Seguí escribiendo con la alegría de dar un legado en su educación a mis hijas: la mayor psicóloga y la menor, maestra y profesora de Historia, ambas egresadas también de la Universidad del Comahue.