(viene de la edición anterior)
Terapia
Faltan sólo días para que termine este verano sin mar en el que me había propuesto ordenar la casa y mi ropero interior, ese bocho tan loco que tengo.
¿Qué es la locura? ¿Ese diagnóstico de esquizofrenia crónica que me dieron en el hospital una vez?
Cuando salí en libertad, el Hospital Moyano, el loquero de mujeres, era el único lugar donde podía hacer terapia gratis cuando quedé libre.
-Si leen las maestras esto que estás escribiendo van a decir que estás loca de remate.
-Peor, me tendrán que dar una pensión por invalidez -le dije a Julio cuando me lo comentó.
Si este verano, con estos sueldos de hambre no me ponía a escribir quedaba más loca aún. Porque el hambre enloquece. Como la cárcel, que está preparada para enloquecer a cualquiera.
-Es que uno lo sabe porque lo vivió. El que no las pasó cree que todo es un delirio.
Acabo de escuchar en Radio Nacional de Buenos Aires el número de teléfono de SOS su amigo invisible; la ayuda psicológica.
Recuerdo cuando estaba estudiando Ecología con Miguel Grimberg, el pope del tema. Sería el año ‘82 cuando las clases eran en la librería Clásica y Moderna, antes de la Multiversidad de MUTANTIA. Uno de los compañeros era Ricardo, un flaquito rubio que sabía mucho de Psicología, con quien hablaba por teléfono. Un día me di cuenta que trabajaba en eso y que era de los servicios de inteligencia. Cada tanto le cambiaba la voz, se sentía como que algo retumbaba, que tenía un eco. Tendría algún aparato para grabar o que fuera para sus jefes, o algo así. Por teléfono se lo dije también. Me dio a entender que era homosexual y que lo tenían agarrado por ahí.
-Eso es paranoia pura- me había dicho papá.- Lo que pasa, pobre hija mía, es que vos tenés algunos carriles del cerebro que te funcionan bien y de pronto se van por un camino que no es el que te corresponde.
Con alguien que una vez haya militado esos temas los podía charlar, teléfono pinchado, cartas leídas, etc. Pero no podría hablar con los compañeros de Astrología, del karma que uno tiene, de la importancia del biorritmo, que si los japoneses lo usan en sus empresas por algo será. Porque son temas tabúes entre los compañeros, una tecnología más que se deja en manos del enemigo.
Es terrible cómo los psicólogos pueden servir a los intereses más reaccionarios. Recuerdo cuando salí en libertad, me temblaba todo el cuerpo, no podía quedarme quieta. Si estaba con las piernas cruzadas veía como me temblaban solas, en las manos parecía que tuviera Parkinson. No podía leer; leía pero no tenía concentración. Una página entera leía pero no recordaba nada. Tenía una profunda necesidad de hablar pero cada cosa que decía, que contaba de la cárcel, de la U20, veía las caras de mi familia con pena. Papá se puso a llorar.
-Pobre hija mía, que piltrafa estás, sólo sirve tu cuerpo, tu mente es un vacío total.
En la U20 le habían dicho a papá y mamá que era imprescindible un tratamiento. Fuimos al Hospital Moyano (el loquero de mujeres). Una cárcel parecía. A veces se veía a las internadas que se iban acercando a la puerta de entrada, donde había guardia policial, haciéndose las distraídas para escaparse. Pero era inconfundible la ropa de las internadas. No creo que hubiera muchas fugas. También pedían un cigarrillo. Recuerdo que siempre llevaba para convidarles porque las entendía tanto…
Las enfermeras eran mujeres grandes, con toda una vida de trabajo y sin capacitación adecuada.
Vi cuando la familia llevaba a internar a un pariente. Es algo terrible. El jefe de ese sector, tratamientos externos y admisión, era el mismo. Entraban todos juntos, después salían y llamaban al pariente. Luego le hablaban a él. Clavado, la mina loca se queda, sabía yo. Después, los alaridos de desesperación cuando el jefe daba las órdenes a dos enfermeras que la llevaron. Y seguro le ponían una pichicata. Como dicen los antisiquiatras, el chaleco de fuerza de la mente.
La primera vez, cuando fuimos con mamá, que me acompañaba a todos lados entonces, primero me tenía que ver el jefe con ese inconfundible aire de médico carcelero, los ojos chicos escrutadores. Habló con mamá, conmigo poco. Salió del consultorio y le dio la orden a una enfermera que me atendiera el doctor…
-¿Quién es?- le pregunté a la enfermera.
-Ese doctor (me lo señala). Otro del mismo tipo, súper formal, impecable, esos médicos que parecen salidos de la lavandina y los ojos fríos como una serpiente.
En eso pasó un médico joven, rubio, con el pelo largo.
-¿No me puedo atender con ese doctor?
-Y, usted es la paciente. Yo creo que sí- me dijo piola la enfermera.
Y gracias a ese doctorcito, el Dr. Ricardo Pardal, del que por supuesto me enamoré, pude salir adelante. Era médico nuevo, psiquiatra recién recibido. Daba una hora reloj de terapia. Después conocí de otros que sólo diez minutos para cambiar la medicación. Estando en el hospital esperando turno cómo se conoce a los psiquiatras de las otras pacientes…
Cuando en la primera sesión le conté de la cárcel y la locura se le llenaron los ojos de lágrimas, supe que con él iba a salir adelante.
Quería es que pudiera trabajar. Entonces me daba miedo salir a la calle. Me resultaba insoportable el ruido del tráfico de Buenos Aires. ¿Cómo explicar que había vivido tres años y medio, sólo escuchando puertas metálicas y el silencio de la cárcel? Era un animalito asustado. Recuerdo el subte. La gente se parecía a hormigas que caminaban y caminaban sin mirar a nadie. Había ciegos pidiendo limosnas, la mayoría seguía de largo como si fueran una piedra en el camino, daban vueltas para no chocarse, como autómatas, sin mirar ni escuchar nada.
Después lo encontré a Carlitos, el brujito taurino que me ayudó a salir con su amor. Pero primero fue mi doctorcito, como le decía. Cuando comencé a hacer pulseritas en macramé para vender y a venderlas entre las pacientes que esperaban y se lo conté, se le iluminó la cara con una sonrisa.
-Así vas a salir a flote -dijo entonces.
Ese macramé que me costó tanto poder hacer, porque esos nudos chiquititos no me salían por las manos todas tembleques, me equivocaba tanto, me faltaba concentración. Y me puse a anudar recordando cómo había aprendido macramé. En mi primer calabozo, a solas en una celda, ya en Devoto. Era una sanción colectiva y sabía que había otras compañeras cerca pero no se podía hablar. Era la siesta. Siento TOC-TOC. Un golpe en la pared. Después TOC-TOC-TOC. Respondí igual. Y de pronto una voz que salía de no sé dónde.
-Del tornillo- me decían.
-¿De dónde?- pregunté
-Del tornillo de la pared que sujeta la cama. Soy Petu.
Petu era una compañera de Olmos a quien conocía. Así comenzamos a hablar. Por el tornillo me preguntó si no hacía macramé.
-No sé lo que es eso- le contesté.
-Con los hilos de la toalla. Con mucho cuidado sacás de a uno, que no se note sino te sacan la toalla.
Busqué los hilos, cuatro de cada color. Ella me enseñó, sin vernos en absoluto, todo por la pared, cómo atármelos en la rodilla y al menor ruido de la celadora, sacar todo y guardarlo en un bolsillo del pantalón vaquero. Después, hacer un nudo primero, con el mismo hilo otro nudo.
Ahora enseño macramé, pero no creo que sea capaz de enseñárselo a quien no sepa nada y a quien ni siquiera pueda ver. Así eran las compañeras… Por eso comencé a hacer macramé, después a tejer guantes al crochet, como me habían enseñado en Olmos. Y de a poco pude ir dominando las manos y el cuerpo.
Luego pude comenzar a trabajar.
El primer trabajo con sueldo era pegar etiquetas con los precios a unas esponjitas de plástico, esas que se usan para lavar los platos. Tenía que ir por los supermercados a reponer las que faltaban en las góndolas y pegarle las etiquetas con el precio nuevo. Al comienzo fui tan feliz. Cobraba poquísimo, en negro, pero tenía trabajo. Un día me rayé y quemé todo mi curriculum, todos los certificados de cursos de la época de la universidad.
-¿Para qué me sirven? -trataba de explicarle a papá- ¿Para pegar precios?
-¡Qué loca que estás, hija mía, vos no te vas a curar nunca!
Mamá, por suerte no era tan escéptica. En esa época entendía que el problema de los locos, como los niños, es que nunca mienten. Dicen las verdades de la forma más directa, menos conveniente para los demás. Carlitos entonces me decía:
-Una cosa es ser loco y otra es ser estúpido. Porque lo importante es que seas una loca suelta y no por decir las cosas que te vuelvan a encerrar. Lo que vos necesitás es respirar aire puro y dejar todos los pajaritos que tenés en la cabeza.
Íbamos a las plazas y parques de Buenos Aires y me mostraba cómo respirar profundo hasta quedar en paz. Los “pajaritos” eran recordar las compañeras, la cárcel.
Comencé después a trabajar en un supermercado de promotora de vinos. Yo, que soy abstemia, que no soporto el olor al vino, tenía que ofrecerlo, tratar de que la gente lo comprara. Hablando con los compradores me di cuenta de que era un vino reserva re-berreta, apenas un poco mejor que uno común. Duré un tiempo. Fui una buena promotora hasta que no soporté más a nivel conciencia. ¿Qué hago yo aquí si quiero un mundo sin alcohólicos?
Comencé a enfermarme, gripes y gripes. Que era un pulmón pinchado (neumotórax, me dijeron entonces). La empresa me hace un chequeo y de lengua suelta, de loca nomás, cuento que estuve en la cárcel. No me despiden porque estaba enferma. Pero me dan tres meses pagos y adiós. Yo ni idea de la indemnización y todo eso.
Seguía haciendo terapia pero cuando pierdo este trabajo me pasan a una psicóloga y una
batería de tests. Me sacan un electroencefalograma y todo bien, no tenía nada neurológico. Pero con los tests, al final, la mina me dice que tenía una inteligencia superior a la normal pero con un deterioro del 20%. Y que iba a tener que hacer tratamiento toda la vida. Tomar medicación.
-¿Tengo esquizofrenia crónica? – Pregunté.
-Mire, le podría decir que ése es el nombre clínico, pero usted sabe que ésos son rótulos nomás y blablabla.
Carlitos me decía: “cada vez que volvés de la psicóloga estás más tirada que perejil en maceta.
Vos haceme caso a mí. No tenés nada. Lo que pasa es que estás triste. También, con todo lo que pasaste ¿cómo vas a estar? Dejá de tomar esas pastillitas que te dan para drogarte.
Yo le decía que cómo iba a dejar el tratamiento, que me iba a dar un shock si dejaba todo. Pero cuando me dieron el diagnóstico volví a casa. Me puse a mirar en silencio por el balcón. Me acordaba de las compañeras. Recordaba a la señora de Almirón, la compañera litoraleña cuyo marido era comisario, que estaba presa con sus cuatro hijos. Dicen que bailaba hermosísimo “Zorba, el griego”. Una noche la sacaron allá, de donde venía, la tuvieron colgada dos días de las piernas, una de las piernas retorcida. Cuando la bajaron, las piernas moradas, hinchadas, con gangrena. Que tenían que amputárselas, le dijeron luego. Pero la tiraron en un calabozo y ella poco a poco, a pura fuerza de voluntad y dolor fue moviendo músculo por músculo. Recuperó primero los muslos, después las pantorrillas hasta llegar a los pies. Cuando la conocí, caminaba apoyándose en la pared, pero contaba cómo tenía sus dos piernas y el dolor que había sido tratar de mover los músculos muertos. Había una parte de uno de los pies que nunca recuperó.
Pensaba en ella y en Norita Carrara, la médica cordobesa que tenía un globo en la cabeza, atrás, en la nuca. Que era un tumor cerebral le habían dicho en el penal. Se le había empezado a caer un ojo, pero después de una sanción en el calabozo, sola, decidió no darle más bolilla a la enfermedad y parecía que no tenía nada, hasta el ojo miraba igual que siempre.
En esa tarde de reflexión a solas me dije que de mí dependía. Seguir tratamiento con medicación toda mi vida o luchar para salir adelante. Decidí dejar de tomar las pastillitas que tomaba tres veces por día y varias distintas cada vez. Me volvió el temblor de las manos. Cuando al anochecer lo ví a Carlitos, le conté.
-Flaca, yo te dije que lo mejor que podías hacer era hacerme caso a mí que te amo tanto. Vos lo que necesitás es amor, no pastillas. Respirá aire puro y agradecéle a Dios que estás con tu familia, que la tenés a tu madre que es una santa.
Mamá lo quería muchísimo. Recuerdo cuando fue mi cumpleaños y yo lo único que quería es que Carlitos viniera a casa.
-Ese tipo no entra aquí -dijo papá.
-Es también mi hija y sé cuánto hace Carlitos por ella- mamá ya estaba con reposo absoluto, poco antes de su muerte y creo que fue la única vez que sentí que le hizo frente a papá delante de mí.
-No puede ser que un extraño logre con nuestra hija lo que vos y yo no pudimos en años – enojado papá
– .Si viene ese tipo yo no estoy.
Vino Carlitos, tocó la guitarra y cantó. Antes de morir mamá me dijo: “Me puedo morir tranquilo porque sé que está Carlitos. Después no estuvo, pero ésa es otra historia.
Largué la medicación, fui una vez más al hospital y después entendí que no tenía sentido. Al tercer día sin medicación sólo parecía cuando uno deja de fumar; tiré todo por el inodoro. Me puse a trabajar mucho más en los guantes a crochet y los dedos se fueron aflojando.
Ya teníamos una fábrica doméstica de guantes al crochet con mamá, Tehia de 12 y 13 años y yo. Mamá tejió hasta el último mes. Era la más constante y rápida.
Comencé a ir a la terraza con el diario. Leía y subrayaba lo más importante. Para lograr concentración. Comencé a leer el diario como si fuera a estudiarlo. Despacio, prestando atención. Si sentía que me iba, que me faltaba concentración, me mojaba la cabeza en la canilla de la terraza, descansaba un poquito, tirada al sol, al aire libre. Y otra vez a leer.
Con el diario Clarín pude volver al trabajo intelectual. Con mucha calma, tratando de parar las ansiedades.
No es posible que no pueda sacar unas simples palabras cruzadas, me decía a mí misma.
Si en la época del Pabellón 33 con Iris, la compañera uruguaya, una de las anarquistas de La Comunidad, sacábamos a medias las Claringrillas que me mandaba mamá y que ella siempre hacía antes de dormir la siesta. Pero las recortaba para mi, entonces.
Nos turnábamos. Una noche cada una. Una vez era ella, de la cucheta de arriba la que leía, a la noche, con la luz del pasillo, despacito, porque venía la vicha con la linterna.
-¡A ver quién habla! ¿Quién fuma? ¿Quieren sanción?
Así que muy despacito la que leía y escribía dejaba que primero respondiera la otra. Al día siguiente leía yo y ella contestaba primero. Si no sabía contestaba yo.
No sé cuándo se me había borrado todo de la cabeza. Era como si estuviera escrito con tiza en un pizarrón y le hubieran pasado un borrador. Leía las noticias mundiales, trataba de mirar con cuidado los mapas de Clarín y fijarlos en la memoria. De a poco, de leer y releer cada día un poco más, fui recordando lo que había estudiado en la Universidad. Si hasta había hecho “Historia del mundo actual”…
Cuando pude entender el Clarín económico lloré de emoción.
Con disciplina me puse a leer y copiar poemas y canciones. Como en la cárcel que había hecho un cancionero con las etiquetas de cigarrillos, abiertas, del lado blanco, con unos agujeritos y un hilo, en una carpeta, recopilando letras de canciones que conocía cada una y luego pasaba el cancionero para que todas cantáramos.-
Así pude volver a escribir. Tenía entonces una letra chiquitita, como patitas de mosca, decía Carlitos que me pedía “Escribime con una letra más grande que no puedo entenderte”.
-El bocho es como un motor -le explicaba a Carlitos que era chapista-Lo que no se usa se oxida.
Puse después avisos donde enseñaba a alumnos particulares. El ejercicio de estudiar antes de explicarles ayudó.
Y aquí estoy.
(continuará)
Columnista invitada
Lucía Isabel Briones Costa
“Mi pecado fue terrible: quise llenar de estrellas el corazón de los hombres” decía el poeta… Desde los lejanos años de estudiante del profesorado en Historia en la Universidad Nacional del Sur, dediqué mi vida a la educación. En los tiempos previos a la dictadura de 1976 enseñaba en una vieja aula de la Facultad de Agronomía el bachillerato de adultos, tarea compartida con los compañeros, casi todos presos políticos después en Bahía Blanca. Cuando era rector Remus Tetu se hizo una razzia contra docentes, no docentes y estudiantes, especialmente contra los alumnos de Humanidades, Sociología y Economía. Estaba terminando mi carrera, cursando las últimas materias cuando fui detenida y puesta a disposición del PEN, el Poder Ejecutivo de la Nación, durante tres años y tres meses, hasta diciembre de 1978. Estuve en las cárceles de Villa Floresta, Olmos, Devoto y los tres últimos meses en la U20, la cárcel dentro del Hospital Borda, donde un prolijo tratamiento con drogas psiquiátricas hizo borrar totalmente mi memoria. Así me dejaron en libertad, diciéndole a mi padre: “Su hija es irrecuperable, será un vegetal hasta el día de su muerte. Que Dios les de la Santa Resignación”. Gracias a haber encontrado la ayuda adecuada pude recuperar, poco a poco, la razón perdida. Y me fui a La Pampa, donde fui docente de escuelas primarias y secundarias en la pequeña localidad de 25 de Mayo y en el Terciario de Formación Docente de Catriel, Río Negro. Recién en 1997, pude terminar mi profesorado en la Universidad del Comahue, para cuando mis compañeras de promoción de la Universidad del Sur ya estaban por jubilarse. Luego comencé la maestría en Historia Latinoamericana de los siglos XIX y XX, la cual se interrumpió cuando la Universidad no podía pagar a los docentes, varios doctores en Historia. En ese tiempo de docente rural comencé a escribir narrativa, tarea que continué al jubilarme en el bello mar de Las Grutas, en Río Negro. Seguí escribiendo con la alegría de dar un legado en su educación a mis hijas: la mayor psicóloga y la menor, maestra y profesora de Historia, ambas egresadas también de la Universidad del Comahue.