El tiempo en el Cristianismo. San Agustín y el presente permanente. La herencia griega. La herejía de los relojes.
¿Puede variar el tiempo según una concepción religiosa? ¿El tiempo está sujeto al pensamiento o a las creencias del hombre? ¿Qué nos queda del tiempo tal como lo concebían los antiguos, antes del advenimiento del cristianismo? ¿Es posible que el reloj mecánico se oponga a la Iglesia católica?
El tiempo, como lo concibieron los antiguos griegos, era diferente a como lo concibió el cristianismo.
Según el filósofo griego Aristóteles, la Tierra era estacionaria, y el Sol, la Luna y los planetas giraban a su alrededor en órbitas circulares. Por lo tanto la Tierra era el centro del universo, y el movimiento más perfecto era el circular.
Para este filósofo, el tiempo, en consecuencia, estaba ligado al movimiento, y por ende a un efecto cíclico. Aristóteles creía en un tiempo absoluto, y vista la inmovilidad de la Tierra, un tiempo totalmente separado e independiente del movimiento.
El advenimiento del cristianismo aportó una idea muy diferente del tiempo, a pesar de basarse en la tradición científico-filosófica griega, especialmente platónica y aristotélica.
El cristianismo, de base judía, determinó que el tiempo era lineal e irrepetible, porque la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo eran hechos irrepetibles, que daban significado a la vida humana, y por lo tanto debían ser considerados en una línea recta del tiempo, irreversible y siempre en sentido hacia adelante.
De este modo, el tiempo para el cristianismo aparece como fundamentalmente lineal y orientado hacia el futuro, y el sentido de toda la historia es un desplegarse en el tiempo, que tiene su origen en la nada de antes de la Creación, y termina en el Juicio Final.
Sin embargo, las bases griegas influyeron sobre el pensamiento cristiano, de manera tal que este tiempo, aún siendo lineal y avanzando solamente hacia el futuro, está jalonado por etapas, o edades del mundo, que dependen de la divinidad. De todos modos, en el cristianismo y para todos los que nacimos después de ese advenimiento, el tiempo está codificado por la venida de Cristo a la Tierra y la espera de su regreso.
Como resultado de la tensión entre las concepciones platónico-aristotélica y la judeo-cristiana, nos hallamos con una concepción tiempo del mundo terrenal, creado, por un lado, y el tiempo de Dios, la eternidad, por otro.
El físico Stephen Hawking, en su libro “Historia del tiempo”, relata la anécdota que vivió cuando estudiaba el origen del universo y participó, en los años setenta, de un seminario sobre Cosmología organizado por los jesuitas en el Vaticano.
Al terminar las conferencias, los científicos pudieron tener una audiencia con el Papa, quien les dijo que estaba bien que estudiaran la evolución del universo después del Big Bang, pero que no debían indagar en el Big Bang mismo, porque se trataba del momento de la Creación, y por lo tanto de la obra de Dios.
Hawking cuenta que en ese momento se alegró de que el Papa no conociera el tema de su charla, que era justamente la posibilidad de que el espacio-tiempo fuese finito, pero no tuviese frontera, lo que significaría que no hubo ningún principio, ningún momento de la Creación.
Dicen que cuando se le preguntó a San Agustín, uno de los padres de la Iglesia, ¿qué hacía dios antes de que creara el universo?, el filósofo cristiano respondió que el tiempo era una propiedad del universo que dios había creado, y que el tiempo no existía con anterioridad a la creación del universo.
De manera sorprendente, la respuesta de San Agustín -que en cierto modo se relaciona con la advertencia del Papa a los científicos tras aquella conferencia de los años setenta- está muy cerca, casi de manera admirable, a lo que actualmente afirma la física sobre el principio del tiempo, considerado a partir de un estallido original que denomina Big Bang, y que habría dado lugar a la expansión y formación del universo, y por lo tanto al tiempo.
Y es necesario recordar que la teoría de un universo en expansión no excluye la existencia de un creador, pero sí establece límites sobre cuándo este creador pudo haber llevado a cabo su obra.
San Agustín hace un planteo psicológico y moral del tiempo, ya que en su concepción, en última instancia es la iluminación lo que revela el mundo trascendente.
Para San Agustín el tiempo cíclico es sinónimo de desesperación, ya que la salvación y fe se remiten a un futuro que no existiría si los tiempos pasados y venideros fuesen meras etapas de un ciclo.
El pensamiento de San Agustín, sin embargo, se acerca al planteo aristotélico cuando habla de la aporética (o sea el callejón sin salida que nos plantea la cuestión temporal) de un tiempo que es un fue que ya no es, un ahora que no es y un será que aún no es.
Pero según San Agustín esta aporética, este dilema sin solución, desaparece cuando en lugar de querer entender el tiempo como algo externo, lo situamos en el alma.
De este modo, el tiempo no es un movimiento hacia ninguna parte, sino que se trata de una materia psicológica. Así solamente existe un tiempo presente, que es presente de cosas pasadas; el tiempo presente de las cosas presentes, y el tiempo presente de las cosas futuras.
El tiempo mismo solamente existe como una tendencia hacia la nada, es decir, como algo que pasa: es la vida misma del alma.
Esta concepción agustiniana del tiempo, que como dijimos está muy relacionada con la concepción aristotélica, persistió durante toda la Edad Media. Hasta que un invento renacentista provocó una verdadera revolución y escandalizó a la Iglesia: se trata del reloj mecánico.
El reloj mecánico, ampliamente difundido a partir del siglo XIV, implicaba una noción laica del tiempo. Se trataba de un artilugio infernal que usurpaba el derecho divino, o sea la medida del tiempo, y fue duramente condenado por muchos teólogos.
La Iglesia luchó contra esta manipulación del tiempo, contraria a la voluntad divina, oponiéndole un tiempo eclesiástico, escandido por las fiestas religiosas y las horas de los rezos. De este modo trató de contrarrestar el tiempo de los mercaderes: o sea la jornada laboral medida por los relojes.
De una u otra manera, la sociedad -fuese laica o religiosa- utilizó de manera cada vez más abierta y explotadora la medición del tiempo de manera mecánica, y con ella sometió al hombre, quitándole su libertad y manejando toda su existencia.
El tiempo psicológico quedó relegado a la manipulación perpetrada por los medios de comunicación masiva, y el tiempo mecánico fue instrumentalizado para el dominio de quienes explotaron y siguen explotando al hombre.
Y para que reflexionemos sobre el tiempo, y ya que hemos hablado del cristianismo y de uno de los padres de la Iglesia, nos vamos a despedir con algunos versos del Eclesiastés:
“Hay un tiempo para morir y un tiempo para nacer. Un tiempo para reir y un tiempo para llorar. Un tiempo para sembrar y un tiempo para cosechar”.
Columnista invitado
Daniel Fermani
Profesor de Enseñanza Media y Superior en Letras y Licenciado en Lengua y Literatura Españolas, diplomado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Ha llevado adelante una profunda investigación en el campo del arte, trabajando el concepto del tiempo, la experimentación con la escritura en teatro, novela y poesía. Ha indagado en las raíces de la Posmodernidad en busca de nuevas técnicas actorales y dancísticas y sus consecuencias en la dramaturgia y en el trabajo teatral. Publicó cuatro novelas, dos de ellas en España y Argentina; cuatro libros de poesía; y tres volúmenes de obras teatrales. Desde 1999 dirige la compañía de Teatro Experimental Los Toritos, fundada en Italia y que prosigue sus actividades tanto en su sede de Roma como en Mendoza, y con la cual lleva a delante su trabajo sobre técnicas de teatro experimental. Ha ganado dos veces el Gran Premio Literario Vendimia de Dramaturgia; el Premio Escenario por su trabajo en las Letras; la distinción del Instituto Sanmartiniano por su trabajo a favor de la cultura, y una de sus obras de teatro fue declarada de interés parlamentario nacional al cumplirse los 30 años del golpe de Estado de 1976. Fue destacado por el Honorable Senado de la Nación por su aporte a las letras y la cultura argentinas. Ha sido Jurado nacional para el Instituto Nacional del Teatro (INT).