El tiempo en la filosofía antigua. Los presocráticos. El tiempo y su relación con el lenguaje. Noción de la eternidad y de la sempiternidad. El planteo de Platón y el dilema de Aristóteles. La filosofía y la astrofísica.
Desde que el hombre desarrolló su pensamiento de manera sistemática, y comenzó a cuestionarse los interrogantes que lo preocupaban desde que tiene uso de la razón, o sea, cuando empezó a filosofar, la cuestión del tiempo fue eje central de sus pensamientos.
Ya los filósofos presocráticos griegos se plantearon el dilema que suponía el enfrentamiento entre naturaleza y lenguaje, o sea entre lo que las cosas son por sí mismas, y lo que son en tanto que dichas en un lenguaje.
Como ya mencionamos en una entrega anterior, el tiempo está inserto en el lenguaje de manera tan profunda, que resulta imposible extirparlo sin destruir la naturaleza misma del lenguaje.
Pero en lo que se refiere al tiempo como concepción abstracta, los antiguos griegos lo relacionaron con el devenir de todas las cosas y analizaron su expresión en el lenguaje. Para estos filósofos, la naturaleza no es estable, sino que es una materia en constante cambio, el tiempo está siempre ligado a este devenir de los acontecimientos, y el lenguaje trata de mencionarlo en su constante cambio.
Ya en el primer texto conservado del filósofo Anaximandro, se relaciona la pregunta por la totalidad de lo existente con el tiempo, que es el factor que impone orden, o sea que permite que exista el cosmos. Este concepto es basilar en el pensamiento griego, ya que está relacionado con la idea de armonía y belleza. El cosmos es el orden sin el cual no puede existir el equilibrio de todas las formas, cuya existencia implica la belleza.
Para otro filósofo presocrático, llamado Parménides, la eternidad de su ser no se concebía como un devenir infinito, sino como la ausencia de todo devenir, o sea la ausencia del tiempo. Aquí ya podemos comprobar una relación entre el movimiento (devenir) y el tiempo.
La noción de eternidad que formula Parménides parte del concepto de que “el ser no fue ni será, sino que es, a la vez, uno continuo y entero”.
Por su parte, el filósofo Meliso de Samos formula la noción de sempiternidad al afirmar que “el ser siempre es, siempre fue y siempre será”.
Este concepto fue utilizado por el Cristianismo para definir la esencia del dios creador, al que se califica de “sempiterno”, porque siempre fue, es y será.
El desarrollo del pensamiento filosófico antiguo alrededor del ser y del tiempo nos indica que estos dos conceptos -ser y tiempo- se plantean conjuntamente; y el desarrollo de este pensamiento reaparecerá en el más trascendente filósofo de la Antigüedad, Platón.
Para Platón, el tiempo es un espejo de la eternidad, imita la eternidad y se desarrolla en círculo según el número. Esta afirmación implica una concepción cíclica del tiempo, que será adoptada y replanteada por su sucesor, el filósofo Aristóteles.
Según Platón, el tiempo nace con el cielo, y el movimiento de los astros lo mide, como un gigantesco reloj cósmico instalado en el universo.
Si relacionamos la idea de Platón con los conocimientos que manejamos actualmente acerca del Big Bang, la explosión primordial que dio origen al universo, y el desarrollo del tiempo a partir del alejamiento de los cuerpos celestes, podemos encontrar una analogía, si bien casi metafórica, entre el pensamiento del filósofo griego y los modernos descubrimientos de la astrofísica.
Para Platón, en la medida en que el conocimiento verdadero nos permite aprehender las ideas inmutables y eternas, la palabra que las designa es una representación de la eternidad del tiempo.
Vemos aquí la indisoluble relación entre la naturaleza de las cosas y su modelo perfecto, el mundo de las ideas, y el lenguaje humano, instrumento de representación de esas ideas en la esencia del tiempo.
Esta concepción platónica nos indica que no sólo el mundo físico que conocemos, o sea la naturaleza, depende de un mundo abstracto y perfecto, que es el mundo de las ideas, sino que también el tiempo depende de otra materia mucho más perfecta e inmutable, que es la eternidad.
Por lo tanto, el tiempo del devenir de las cosas es algo así como el desplegarse de la eternidad que caracteriza al mundo de las ideas. O sea que la eternidad deja de ser la mera negación de la temporalidad, para convertirse en su mismo fundamento: desde el punto de vista del mundo inmutable de las ideas, la eternidad constituye un tiempo ya dado en su totalidad, cuyo desarrollo da lugar a la apariencia sensible del tiempo.
En otras palabras, como las cosas son la apariencia sensible de un mundo de ideas perfectas, el tiempo cotidiano es el despliegue sensible de la eternidad.
Aristóteles, el gran ordenador del pensamiento antiguo, plantea una supresión de la distinción entre la realidad y la apariencia del tiempo, porque para él no tiene sentido explicar la “Physis” (la materia) a través de algo que está más allá de ella misma.
Para Aristóteles, lo que da lugar a la percepción del tiempo es el movimiento, de modo que el tiempo no puede concebirse sino como algo circunstancial al tiempo mismo.
Si volvemos a relacionar las teorías de la física contemporánea con el pensamiento filosófico antiguo, podremos comprobar una vez más que conceptos científicos de nuestra época se ajustan a los descubrimientos filosóficos realizados hace más de dos mil años, en especial en lo que se refiere a la relación tiempo movimiento, o como lo diríamos hoy en términos más físicos, espacio-tiempo.
El arduo problema de la concepción del tiempo fue afrontado con mucha precaución por Aristóteles, quien vincula al tiempo con el movimiento, pero a su vez lo separa de éste, ya que un movimiento puede ser rápido o lento, y no tiene sentido hablar de tiempo rápido o lento, al menos en sentido objetivo. La rapidez y la lentitud son tales solamente respecto del tiempo.
Aristóteles afirma, entonces, que el tiempo es algo que pertenece al movimiento, es el número del movimiento según lo anterior-posterior. O sea que el tiempo no es un movimiento, pero no existiría sin el movimiento. En la inmovilidad no hay tiempo.
Más adelante, el filósofo griego llegará a un callejón sin salida en el estudio del tiempo, ya que lo relacionará con la existencia del alma, o sea la entidad capaz de numerar el tiempo, operación sin la cual no existiría el movimiento y por lo tanto no existiría el tiempo. Dijimos que el tiempo no existiría sin el movimiento, pero el movimiento comporta un número, y si no existiera el alma, o sea algo que verifique la operación de numerar, entonces, ¿existiría el tiempo?
Estos interrogantes nos llevan nuevamente a los planteos de la física contemporánea, cuando propone el concepto de principio antrópico débil, del que hablamos en una entrega anterior: o sea el universo es tal porque nosotros lo observamos, y nosotros somos tales porque observamos el universo. Como podemos comprobar, la ciencia llega dos milenios después a confirmar o a acompañar los postulados que el pensamiento puro ya había planteado a través de la filosofía.
Pero regresemos a Aristóteles. Si el filósofo hace depender el conteo del movimiento, y por lo tanto, la comprobación de la existencia del tiempo, de la existencia del alma, entonces podemos llegar a la conclusión de que no habría tiempo sin el alma.
Aristóteles deja muchos interrogantes sin contestar, y plantea algunas de las grandes dudas humanas que no se siente capaz de resolver, como por ejemplo la noción de “instante”, algo que declara análogo al punto respecto del espacio.
El filósofo griego afirma que el tiempo no se compone de instantes, de la misma manera que la línea no se compone de puntos, pero ambos conceptos expresan una noción de límite en el cual se anulan las características del tiempo y del espacio. O sea: un instante no “dura”, al igual que un punto no tiene extensión, y ambos, instante y punto, son a la vez separación y unión.
Esta reflexión, junto a la concepción del tiempo en función del movimiento, nos revela una vez más la íntima conexión entre tiempo y espacio.
Y para concluir, nos despedimos con unos versos de las Odas del poeta latino Horacio, del siglo I a.C.:
“¿Por qué abarcamos
osados, tanto, si la vida es breve?”
…………………
”Que el espíritu, bastándose
con el presente, no piense en el mañana
y temple la amargura de la vida
con sonrisa tranquila: no existe
la felicidad absoluta”.
Columnista invitado
Daniel Fermani
Profesor de Enseñanza Media y Superior en Letras y Licenciado en Lengua y Literatura Españolas, diplomado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Ha llevado adelante una profunda investigación en el campo del arte, trabajando el concepto del tiempo, la experimentación con la escritura en teatro, novela y poesía. Ha indagado en las raíces de la Posmodernidad en busca de nuevas técnicas actorales y dancísticas y sus consecuencias en la dramaturgia y en el trabajo teatral. Publicó cuatro novelas, dos de ellas en España y Argentina; cuatro libros de poesía; y tres volúmenes de obras teatrales. Desde 1999 dirige la compañía de Teatro Experimental Los Toritos, fundada en Italia y que prosigue sus actividades tanto en su sede de Roma como en Mendoza, y con la cual lleva a delante su trabajo sobre técnicas de teatro experimental. Ha ganado dos veces el Gran Premio Literario Vendimia de Dramaturgia; el Premio Escenario por su trabajo en las Letras; la distinción del Instituto Sanmartiniano por su trabajo a favor de la cultura, y una de sus obras de teatro fue declarada de interés parlamentario nacional al cumplirse los 30 años del golpe de Estado de 1976. Fue destacado por el Honorable Senado de la Nación por su aporte a las letras y la cultura argentinas. Ha sido Jurado nacional para el Instituto Nacional del Teatro (INT).