Si dios existiera, no tendría ninguna injerencia en el teatro.
Y esto se debe a que el teatro es revolucionario, y no es que dios no lo sea, basta ver cómo manda matar gente para defender su causa. Pero la revolución del teatro es la revolución de la verdad, y en ese aspecto el reino de dios y sus representantes en la Tierra están muy discutidos desde hace más de dos mil años.
Se podrá decir que el teatro tuvo origen en ritos religiosos, y que fueron las bacanales en honor del desmesurado Dionisos las que proporcionaron tema y materia para las gloriosas tragedias y comedias griegas. Pero claro, eran tiempos de un desenfrenado politeísmo, en el cual la contienda entre dioses y diosas hacía que si alguno de ellos se extralimitaba en el mundo áureo o el humano, los demás inmortales rápidamente lo ponían en vereda con terribles tormentos, exilios o metamorfosis.
Otra cosa es el monoteísmo, bien lo supo el emperador Constantino cuando dio vía libre a los cristianos para que se apoderaran de Roma y de todo el imperio, dejando sentado que él mismo era un enviado de ese dios único que representaba el bien y aseguraba la bienaventuranza a todo el pueblo romano. Un solo dios que es absolutamente bueno, permite los desmanes más grandes a la humanidad, ya que en el plano divino nadie puede discutir sus decisiones, y en el plano humano, ya sabemos, somos todos pecadores, así que la violencia está justificada para restituir el bien. El dios del monoteísmo es maquiavélico, sin duda.
Pero volvamos al teatro. Se dice que los teatristas son personas desprejuiciadas, muy desestructuradas, demasiado liberales en todos los aspectos y un poco descuidadas en cuanto a seguir la moda. Y sí, pero no es culpa de los teatristas, lo que pasa es que en el escenario no impera el reino de dios, sino la libertad, y muchas de estas personas dedicadas al teatro, se olvidan que cuando bajan de ese espacio maravilloso ingresan al mundo de las convenciones, del capitalismo dictatorial y de la anuencia de dios para lo que debe ser y su implacabilidad para lo que no debe ser. Porque dios es capitalista, pero no un capitalista nuevo, de la Modernidad, no, él ya lo era en el Antiguo Testamento, cuando hablaba de tierras prometidas y tablas de la ley, conceptos muy apegados al capitalismo, como todos sabemos. Dios fue un precursor de este sistema. Claro, su único hijo salió un poquito rebelde, se puso a defender a los pobres y a las mujeres, y terminó como terminó. Pero ahí quedaron sus revoluciones, en el invisible e inalcanzable mundo divino.
Sin embargo, arriba del escenario impera una dimensión extradivina, antigua quizás, ya que hablábamos de Dionisos y sus excesos, pero increíblemente contemporánea, porque permite a los seres (personajes, si queremos) expresar plenamente su humanidad sin miedo. Y el miedo, lo sabemos desde hace más de dos mil años, es una de las cartas fuertes de dios. Pero es que en el escenario no existe la muerte. No, en el escenario aletea una asombrosa libertad, una libertad extraordinaria y profundamente humana, la misma que lleva a Hamlet a preguntarse, tras hablar con el espectro de su padre, si es mejor vivir, dormir, morir, quizás soñar; la que hace que Segismundo mire desde la ventana de la torre en que está encadenado y se pregunte por qué las aves, los peces y la naturaleza toda son libres, y en cambio él vive prisionero; o la que lleva a Norah a dar un portazo en la casa de muñecas en que la había encerrado su marido, y se atreve a dejarlo, junto a sus hijos, al confort y al buen nombre, para buscar su libertad; o también la que hace que Hécuba, la despojada reina de Troya, mirando las ruinas de su ciudad devastada por los griegos, donde murieron sus hijos y sus hijas, diga a las mujeres del coro “nunca juzguen felices a los poderosos, hasta ver cómo terminan sus vidas”.
Sí, es la libertad de hablar con el alma. Y ese alma se expresa a través del cuerpo, otro de los elementos tan castigados y prohibidos por dios, aunque tengo la sospecha que hace mucho que no se asoma por un kiosco o enciende la televisión. Claro que la humillación del cuerpo de las mujeres, como dice Müller (*), es un producto propio del capitalismo; habrá que cerrar un ojo.
Curiosamente, el teatro siendo arte no discrimina ni juzga ni condena, por lo tanto no incita a la guerra, guerra santa, guerra de venganza, guerra de restitución del orden, guerra de revancha, guerra ideológica, guerra de abolición de la dictadura, guerra de imposición de la dictadura, en fin, todas las guerras. El capitalismo siempre tiene una razón para hacer la guerra, y dios lo acompaña.
Se podría hacer un experimento, tal vez se podría encerrar a dios en el teatro y llevar el teatro al mundo, algo como cambiar el campo de acción de ambos. Claro, dios se vería mucho más acotado entre camarines, bambalinas y escenario, pero sin duda con sus poderes lograría hacer sentir su presencia también en ese ámbito. Y como contrapartida, llevar el teatro al mundo, o sea dar la libertad a cada uno para que interprete su personaje, pero no el personaje de la sociedad consumista, sino el personaje que cada hombre y mujer y niño y anciano llevan muy adentro del corazón y siempre quisieron interpretar.
Cuántas mujeres serían Julieta impacientándose bajo la pálida Luna del jardín por la tardanza de Romeo; cuántos hombres serían el celoso Otelo o el insidioso Yago, que envenena con sus calumnias el oído del Moro de Venecia; otros quisieran ser Edipo, o tal vez el cruel Creonte; y otros más nostálgicos elegirían al Tío Vanya, o a la resignada Doña Rosita. Y en lugar de la ropa de última moda, ésa que obliga a ser flaquísimos, musculosos y jóvenes, podrían elegir entre la infinitud de vestuarios teatrales, de cada época, de cada personaje. Y en lugar de los piercings y tatuajes que ha impuesto el capitalismo a los adolescentes y a los no tanto, todos podrían utilizar los maquillajes que transforman los rostros jóvenes en viejos, los viejos en jóvenes, los hombres en sátiros o reyes, las mujeres en diosas o en heroínas. Y como consecuencia, no sería necesario pasarse los domingos en los supermercados y los centros comerciales, o drogados frente al televisor, y es obvio decirlo, la fabricación de armas sería obsoleta, bastarían algunos puñales de madera, algunas espadas de lata o algún fusil de cartón pintado.
Naturalmente, todo esto es improbable. Porque dios y la televisión han hecho creer a la gente que hay un mundo real y que el teatro no pertenece a él porque es ficticio, y lo ficticio es producto de la imaginación, y la imaginación es el peor de los enemigos del sistema consumista, y no está demás decirlo, puede inducir a pensamientos reñidos con la moral. Sí, el teatro es ficticio, mucho más ficticio que las apariciones de vírgenes o santos y sus mensajes insustanciales, que la asunción de la madona al cielo con su casita entera o el Cristo resucitado y sentado en un trono en algún lugar de ese mismo cielo, o que las promesas de los políticos en diarios, radio y televisión, o que los cuerpos frankenstenianos hechos de fragmentos de quién sabe qué materiales, de las mujeres desnudas en los shows televisivos.
Todo esto es real, el teatro es ficticio. Pero así están las cosas. Porque no sería tan difícil tal vez llevar a dios al teatro, en el fondo tiene su casa en las iglesias, que son suntuosos teatros donde desde hace dos mil años presentan la misma obra, siempre con un solo actor (los demás son invisibles, como en La espera trágica, de Pavlovsky). Quién sabe si a dios hasta no lo entretendría ver otras historias. La cuestión es que los poderosos, los dueños de la verdad, los ricos, los políticos, y gran parte de la gente “realista”, se van a negar rotundamente a que el mundo se convierta en un teatro. Por una parte porque tradicionalmente los teatros han sido lugar de perdición y rebeldía, además de ser focos de peste, como trinaban los sacerdotes desde los púlpitos en la Londres isabelina de Shakespeare, y hacían cerrar las salas. Recordemos que el primer teatro argentino, La ranchería, se quemó con un fuego artificial lanzado desde una iglesia cercana. Y además, para los señores del capitalismo, ¿adónde estaría el negocio si las peleas se realizaran a golpes de espadas de lata, mientras se dicen versos?
Tendremos que continuar escuchando de las personas “quiero ir a ver una obra para no pensar”, y los teatristas seguiremos siendo dueños y señores de ese otro universo inexplicable, grandioso y eterno del teatro, adonde todo es posible, excepto la guerra, la injusticia, el robo, la violencia, porque todos esos errores humanos, al final de la obra se desvanecen detrás de las máscaras y los maquillajes, y nos redimen, y nos abren la mente y el corazón.
Tengo la sospecha de que dios no existe, porque ¿cómo va a soportar miles de años la curiosidad sin entrar a un teatro?
Columnista invitado
Daniel Fermani
Profesor de Enseñanza Media y Superior en Letras y Licenciado en Lengua y Literatura Españolas, diplomado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Ha llevado adelante una profunda investigación en el campo del arte, trabajando el concepto del tiempo, la experimentación con la escritura en teatro, novela y poesía. Ha indagado en las raíces de la Posmodernidad en busca de nuevas técnicas actorales y dancísticas y sus consecuencias en la dramaturgia y en el trabajo teatral. Publicó cuatro novelas, dos de ellas en España y Argentina; cuatro libros de poesía; y tres volúmenes de obras teatrales. Desde 1999 dirige la compañía de Teatro Experimental Los Toritos, fundada en Italia y que prosigue sus actividades tanto en su sede de Roma como en Mendoza, y con la cual lleva a delante su trabajo sobre técnicas de teatro experimental. Ha ganado dos veces el Gran Premio Literario Vendimia de Dramaturgia; el Premio Escenario por su trabajo en las Letras; la distinción del Instituto Sanmartiniano por su trabajo a favor de la cultura, y una de sus obras de teatro fue declarada de interés parlamentario nacional al cumplirse los 30 años del golpe de Estado de 1976. Fue destacado por el Honorable Senado de la Nación por su aporte a las letras y la cultura argentinas. Ha sido Jurado nacional para el Instituto Nacional del Teatro (INT).
Nota
Müller, Heiner, Máquina Hamlet.