8. El Cordobazo
En la ciudad de Córdoba hubo protestas generalizadas durante todo el mes de mayo y más de 50 mil personas en las calles durante dos días seguidos, el 29 y 30 de mayo de 1969. Ese clima de protestas y represión violenta por parte de la policía nunca lo había vivido, no solamente en el barrio que había sido su hogar en la periferia de la ciudad de Buenos Aires, ni en ninguna otra parte de la Argentina. Esas habían sido imágenes de los noticieros en la televisión.
Ahora lo podía palpar de camino a su departamento en el centro de la ciudad, volviendo de su actividad cotidiana en la Escuela de Paracaidismo o de las clases que tomaba en la universidad cordobesa, para completar el currículo del curso al que había sido destinado por los oficiales a los cuales respondía en la jerarquía militar.
Allí en su departamento, encerrado, miraba por las ventanas que daban a la calle. Acostado, tipo cuerpo a tierra sobre el techo de la cocina –para no ser visto desde la calle- observaba por los huecos entre los edificios de la parte de atrás de su departamento las corridas de los estudiantes persiguiendo los autos de la policía. Luego a los jeeps del Ejercito disparando sobre los jóvenes que buscaban refugio en las casas del barrio.
Había escuchado las arengas de los dirigentes estudiantiles, lo que decían lo sentía como una amenaza personal. Estaba convencido que vendrían a buscarlo para fusilarlo en una esquina, luego de un juicio sumario. Así fue como, cuando sintió golpes en la puerta de abajo que daba a la calle gritó a voz en cuello que no se abriera la puerta a nadie. Enseguida se encaramó por la ventana, corrió hasta el dormitorio y, aferrándose a la Beretta calibre 22 se sentó en la cama a esperar.
Sus hijos miraban para todos lados tratando de entender lo que sucedía y que nadie explicaba. Sin siquiera atender a los berrinches del marido, su esposa se fue a ubicar en el sillón que estaba frente al televisor. Miraba las imágenes que mostraban los noticieros. Las calles vacías, columnas de humo emergían de barricadas improvisadas en algunas esquinas, maderas de todo tipo y ruedas de autos viejas ardían cancinamente. No había visto eso en el barrio donde vivía en Buenos Aires. Extrañaba su casa a la vera de la autopista de la que fue obligado a dejar atrás. Había visto algo similar en el relato que en la tele hacían de los acontecimientos que sacudían el mundo por aquellos convulsionados años de fines de la década.
Los años ’60 fueron una época de gran conflicto político. La disputa de hegemonía entre la Unión Soviética y Estados Unidos era titulada como Guerra Fría. Mientras, fronteras adentro los movimientos por los derechos civiles incendiaba algunas ciudades del inmenso país del norte. Este movimiento fue el más importante de la segunda mitad del siglo XX. La violencia se extendió por los guetos de las grandes ciudades, especialmente después del asesinato de Martin Luther King en 1968.
La televisión le había mostrado también las protestas en las grandes ciudades de China, Europa, India, Sudáfrica y África en general. Masivas movilizaciones de jóvenes, trabajadores y estudiantes unidos para exigir reformas en la vida cotidiana, las fábricas y las escuelas. Bailando con minifaldas al ritmo del rock and roll. Todo lo había visto en la televisión.
Su esposa ahora miraba las escenas de las calles de Córdoba lamentándose de como había cambiado su vida, ahora metida en el medio de lo peor acompañando a su marido, el oficial del Ejército.
Aun podrían seguir instalados allí, ella frente al televisor y su marido sentado en el borde de la cama, con la Beretta calibre 22 en sus manos. Pese a su temor, nunca lo fueron a buscar para fusilarlo, la protesta terminó aplastada por la intervención del Ejército.
Entonces sí, pudo seguir con su rutina, aunque había algo en el ambiente que mostraba el devastador peso de la protesta. La explicación la encontró en un folletín dejado en un mesón de la facultad. Una hoja mimeografiada, una declaración del saldo que dejó la protesta en Córdoba.
“El humo se alzaba como un velo oscuro sobre la ciudad, cubriendo con su manto asfixiante las oficinas de las multinacionales que se erguían desafiantes, símbolo de un poder inalcanzable. La ira, acumulada en los rincones olvidados se transformó en fuego, y las llamas rugían en los corazones de aquellos que ya no tenían nada que perder. Incendios residuales y otros provocados intencionalmente, atentados que fueron meticulosamente planeados, huellas visibles de una rebelión que no se detendría ante nada.
“La represión no tardó en llegar. Con la violencia característica de quienes sienten que su trono tambalea, las fuerzas de seguridad se abalanzaron sobre los manifestantes. Cuando la policía fue desbordada, llegó el Ejercito. Las balas surcaron el aire, la sangre corrió por las calles y los gritos se apagaron bajo el peso del miedo. Veinte muertos. Veinte almas que cayeron en la lucha, sin más justicia que la que podrían encontrar en los sueños de los que aún quedaban en pie.
“Entre los detenidos, el nombre de Agustín Tosco resonaba con la fuerza de un líder nacido en la resistencia. Junto a él, Atilio López y Elpidio González, hombres que el poder intentaba silenciar, pero cuyas voces eran ya parte del viento que soplaba imparable. No eran solo tres nombres; eran símbolos, estandartes de una causa que la represión intentaba extinguir. Sin embargo, el eco de la batalla ya había trascendido, y aunque sus cuerpos se hallaban tras las rejas, el espíritu combativo de los presos seguía ardiendo como el fuego que ellos mismos habían encendido”.
En este amenazador texto anónimo que había encontrado en un aula universitaria descubrió, como respuesta a la ira que le provocaba una fortaleza inédita para involucrase con toda intención en una causa, que por primera vez en su vida la sentía como una justa causa. Quizás porque a toda acción se le opone una reacción de igual intensidad, pero de sentido contrario.
La causa era la Argentina que el Ejército nacional había marcado, desde las primeras invasiones inglesas. No se podía dejar que el enemigo siguiera envenenando las aulas de la universidad, ni de las escuelas, ni de los sindicatos. Había que fortalecer al gobierno nacido de facto de las manos de Onganía. Había que poner freno a la dialéctica marxista que buscaba enfrentar a jóvenes y padres, mujeres y hombres, peronistas y antiperonistas. Eran solo los militares los que podrían frenar el avance rojo.
Mientras repasaba las consignas que había escuchado por primera vez en la voz del sacerdote francés, en la capilla del barrio en la periferia de Buenos Aires, las repetía como un mantra y sacaba fuerzas en contacto con el metal frio de la Beretta calibre 22 que calzaba, cada día más cerca del corazón.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.