(viene de la entrega anterior)
No sé porque a veces una misma clase preparada con todo entusiasmo, en un grupo brilla y en otro es gris.
¿Seria el espacio? La mañana fresca, uno. La siesta un horno torturante. Puede ser el grupo, uno chico el otro demasiado numeroso.
Puede ser esa noche la guitarreada bajo el inmenso árbol, un músico dulce y loco.
Y ese llanto que me pudo brotar de las entrañas.
Llorar hasta tocar el núcleo ventral del dolor. Y cantar “Volver a los diecisiete” cuando era una universitaria con amor al saber. Cuando cantaba horas en las guitarreadas hasta la madrugada. Después eran las serenatas. Todos a cantarle a los dormilones. Y terminar feliz del amor, el saber, la amistad, la alegría.
-Vos sos triste- dice el July.
Le miro los ojos brillantes, la sonrisa pícara, las arruguitas que parten en un abanico, para iluminar en las carcajadas que va asomando en esa boca que se va abrir grandota. Igual que Raitrai que ríe hasta que le asoman las lagrimas de tanta risa.
Soy triste. ¿Soy? Fui triste desde que papá dejo de cantar y silbar contento como antes del ’55.
Fui triste desde que la Revolución Libertadora (“¡Libertad! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”) mató los sueños de papá y tanto pueblo.
Fui triste cuando dejamos esa casa hermosa de mis primeros años. ¿Para ir luego a la casita gris del marginal barrio obrero? Esos días con mama gris y triste plantando zapallos inmensos, yendo a trabajar de maestra sin vocación, sin quererlo, porque no había otra.
-Yo quería estudiar medicina- contaba mamá-. Y me contestaron que esa no era carrera de señoritas. ¿Cómo iba a ir sola a otra ciudad?
Recuerdo a tía Helena con hache como la de los griegos. ¡Cómo habrá luchado para poder estudiar para dentista! Doctora en mineralogía. La veo allá, en su piecita arriba de la escalera con todas sus piedras, inmensas, brillantes, de todos colores.
-Nena, no son piedras, son minerales. Y la tía Helena con nombre de la princesa griega que por su belleza comenzó la guerra de Troya, seria, siempre seria, formal y rígida, con impecable trajecito sastre y los nombres rarísimos de sus piedras.
La miraba y me parecía estar como Aladino en ese jardín del sótano con las piedras relucientes de color que después resultaron piedras preciosas.
Tía helena además era artesana. De ella es la bandeja de bronce toda trabajada con diseños orientales tan del comienzo del siglo.
Y una miniatura de colador de té en cestería de bronce.
-Las que estudiaban medicina no eran niñas bien- decía mamá que argumentaba su familia. -Estudiá para maestra-.
-Estudiá magisterio- me decía mamá en mi adolescencia. Es el mismo tiempo que el bachiller o comercial. Pero tenés un título y certeza de trabajo.
-Jamás voy a ser maestra. Voy a ir a la Universidad-.
Y seguí bachiller. Maestra era como poca cosa ante el magisterio de la universidad.
Pero además recordaba a mamá maestra. Si incluso fue mi maestra por unos meses en tercer grado, y se sentía que no les gustaba.
Sostén de familia de cuatro hijos cuando papá perdió su trabajo y su universidad en el ’55.
Recuerdo una vez que había dibujado un sillón en el pizarrón. Tal vez los chicos se rieron. Solo recuerdo cuando lo borró medio enojada.
En segundo grado o primero, no recuerdo bien, había tenido una maestra de esas amorosas, que hacen amar la escuela, con tanto amor a la docencia, a lo que había que hacer, a cada chico.
Por eso creo indispensable desalentar al que no sienta la carrera de maestro. Porque es un año entero con cada chico, todos los días. O contagiando entusiasmo y amor. Algo imposible desde la frustración y bronca que se siente.
En cuarto grado tuve una maestra que odiaba a mamá y por carácter transitivo a mí que no entendía nada.
Lo que les puede pasar a las nenas y les pasa…
A Guadalupe casi no la dejan ir al mar con los compañeros de la escuela por ser hija mía, la sé.
Esa maestra de cuarto parece que odiaba a los peronistas. Y mamá era la esposa de un funcionario peronista.
-Pase a contarnos quien fue Sarmiento- me dijo en cuarto grado. Me recuerdo toda orgullosa, porque yo sabía lo que me había enseñado papá.
-Me conto que ese señor quería regalar toda la Patagonia y que decía que la gente de aquí no servía para nada, que eran vagos y que por eso…
Solo recuerdo el horror de la humillación, el siéntese y traiga su cuaderno, que el aplazo y llamar a mi mamá y yo llorando que no entendía nada.
Que difícil el pluralismo democrático. Aun no lo termino de asimilar.
-¿Dónde están mis cigarrillos?- pregunta el colega y en el grupo la paranoia endurece las miradas, contrae los hombros, enmudece la boca.
Las ganas de mirarlo y decirle “no seas turro” me quedan aquí, en la garganta. ¿Por eso este comienzo de anginas?
Pero esta noche lloré. Lloré con volver a los diecisiete, a mi universidad de cantos y banderas pintadas en el comedor y colgadas en la cuerda de la ropa. Lloré por mi juventud y belleza, la única, la efímera, la de mis diecisiete. La que se fue a mis veintitrés en ese día gris del primer calabozo. Mugre de la alfombra amarilla verdosa amarronada por los vómitos.
-Tengo frío- le dije a la cana cuando a las horas, sin comer, con sólo agua, el frío me subía por las piernas y me congelaba el alma.
Era agosto del ’75. Mi minifalda roja. Caí con mi minifalda roja, la de mi primer amor, pasión, la de mis 17.
Volver a los 17.
Después de vivir un siglo.
-Vos sos triste.
Desde ese día, soy triste.
-Taller de máscaras- les dije en la tarde -¿Qué son las mascaras?-.
-El origen ancestral-.
-El placer de los niños-.
Las respuestas se entremezclan con el vaho del sofocante calor de ese verano en clase, con más de cuarenta grados a la sombra.
-Todos tenemos máscaras- dijo una maquillada con una capa inmensa de base rosada que le llegaba hasta el cuello nomás, arriba el rubor en dos tonos ocre cobrizo, y unos detalles titilantes de lucecitas doradas, los ojos cubiertos por delineador o khol o algo negrísimo que los hacía más inmensos y sombríos y tres tonos de sombras en el parpado superior y otra en el inferior, una era plateada-.
-Todos tenemos máscaras- y me miró el gesto, el dedo en la napia y miró a todo el grupo tocándoselo.
Todos simultáneamente se tocan la nariz.
Es una danza grupal.
(continuará)
Columnista invitada
Lucía Isabel Briones Costa
“Mi pecado fue terrible: quise llenar de estrellas el corazón de los hombres” decía el poeta… Desde los lejanos años de estudiante del profesorado en Historia en la Universidad Nacional del Sur, dediqué mi vida a la educación. En los tiempos previos a la dictadura de 1976 enseñaba en una vieja aula de la Facultad de Agronomía el bachillerato de adultos, tarea compartida con los compañeros, casi todos presos políticos después en Bahía Blanca. Cuando era rector Remus Tetu se hizo una razzia contra docentes, no docentes y estudiantes, especialmente contra los alumnos de Humanidades, Sociología y Economía. Estaba terminando mi carrera, cursando las últimas materias cuando fui detenida y puesta a disposición del PEN, el Poder Ejecutivo de la Nación, durante tres años y tres meses, hasta diciembre de 1978. Estuve en las cárceles de Villa Floresta, Olmos, Devoto y los tres últimos meses en la U20, la cárcel dentro del Hospital Borda, donde un prolijo tratamiento con drogas psiquiátricas hizo borrar totalmente mi memoria. Así me dejaron en libertad, diciéndole a mi padre: “Su hija es irrecuperable, será un vegetal hasta el día de su muerte. Que Dios les de la Santa Resignación”. Gracias a haber encontrado la ayuda adecuada pude recuperar, poco a poco, la razón perdida. Y me fui a La Pampa, donde fui docente de escuelas primarias y secundarias en la pequeña localidad de 25 de Mayo y en el Terciario de Formación Docente de Catriel, Río Negro. Recién en 1997, pude terminar mi profesorado en la Universidad del Comahue, para cuando mis compañeras de promoción de la Universidad del Sur ya estaban por jubilarse. Luego comencé la maestría en Historia Latinoamericana de los siglos XIX y XX, la cual se interrumpió cuando la Universidad no podía pagar a los docentes, varios doctores en Historia. En ese tiempo de docente rural comencé a escribir narrativa, tarea que continué al jubilarme en el bello mar de Las Grutas, en Río Negro. Seguí escribiendo con la alegría de dar un legado en su educación a mis hijas: la mayor psicóloga y la menor, maestra y profesora de Historia, ambas egresadas también de la Universidad del Comahue.
(Cuadros de Frida Khalo)