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        creación de Dios, hasta en el último grano de polvo de nuestro planeta »[18].


        San Francisco de Asís



        10. No quiero desarrollar esta encíclica sin acudir a un modelo bello que puede motivarnos. Tomé
        su nombre como guía y como inspiración en el momento de mi elección como Obispo de Roma.

        Creo que Francisco es el ejemplo por excelencia del cuidado de lo que es débil y de una ecología
        integral, vivida con alegría y autenticidad. Es el santo patrono de todos los que estudian y trabajan
        en torno a la ecología, amado también por muchos que no son cristianos. Él manifestó una
        atención particular hacia la creación de Dios y hacia los más pobres y abandonados. Amaba y era

        amado por su alegría, su entrega generosa, su corazón universal. Era un místico y un peregrino
        que vivía con simplicidad y en una maravillosa armonía con Dios, con los otros, con la naturaleza

        y consigo mismo. En él se advierte hasta qué punto son inseparables la preocupación por la
        naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior.


        11. Su testimonio nos muestra también que una ecología integral requiere apertura hacia

        categorías que trascienden el lenguaje de las matemáticas o de la biología y nos conectan con la
        esencia de lo humano. Así como sucede cuando nos enamoramos de una persona, cada vez que

        él miraba el sol, la luna o los más pequeños animales, su reacción era cantar, incorporando en su
        alabanza a las demás criaturas. Él entraba en comunicación con todo lo creado, y hasta
        predicaba a las flores «invitándolas a alabar al Señor, como si gozaran del don de la razón»[19].
        Su reacción era mucho más que una valoración intelectual o un cálculo económico, porque para

        él cualquier criatura era una hermana, unida a él con lazos de cariño. Por eso se sentía llamado a
        cuidar todo lo que existe. Su discípulo san Buenaventura decía de él que, «lleno de la mayor

        ternura al considerar el origen común de todas las cosas, daba a todas las criaturas, por más
        despreciables que parecieran, el dulce nombre de hermanas»[20]. Esta convicción no puede ser
        despreciada como un romanticismo irracional, porque tiene consecuencias en las opciones que

        determinan nuestro comportamiento. Si nos acercamos a la naturaleza y al ambiente sin esta
        apertura al estupor y a la maravilla, si ya no hablamos el lenguaje de la fraternidad y de la belleza
        en nuestra relación con el mundo, nuestras actitudes serán las del dominador, del consumidor o

        del mero explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos. En
        cambio, si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el cuidado
        brotarán de modo espontáneo. La pobreza y la austeridad de san Francisco no eran un ascetismo

        meramente exterior, sino algo más radical: una renuncia a convertir la realidad en mero objeto de
        uso y de dominio.



        12. Por otra parte, san Francisco, fiel a la Escritura, nos propone reconocer la naturaleza como un
        espléndido libro en el cual Dios nos habla y nos refleja algo de su hermosura y de su bondad: «A
        través de la grandeza y de la belleza de las criaturas, se conoce por analogía al autor» (Sb 13,5),
        y «su eterna potencia y divinidad se hacen visibles para la inteligencia a través de sus obras

        desde la creación del mundo» (Rm 1,20). Por eso, él pedía que en el convento siempre se dejara
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