Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
Welcome to Canada me dijo un señor con uniforme que podía ser portero de un Hotel 5 estrellas o Almirante de una flota de guerra. Antes me había entregado todos los pasaportes, los papeles de ingreso y unos folletos, muchos. Me quedé mirándole con una sonrisa estudiada de neutralidad, entonces el tipo volvió a decir Welcome to Canada. Entonces recién mis neuronas atolondradas, después de mal dormir por más de un día, captaron el sentido del saludo.
La palabra la había visto escrita muchas veces en felpudos y carteles.
¡Bienvenido a Canada!
Antes de salir del frío, gris y muy impersonal aeropuerto de Toronto supe a que se refería. Recordé cómo un periodista mendocino, cubriendo la llegada de un presidente italiano a la ciudad, a mediados de la década del sesenta, quedó atascado entre el idioma y la emoción al estar cerca de un presidente por primera vez. Al ver pasar los automóviles con el séquito que acompañaba al mandatario dijo directamente al aire de la radiofonía mendocina: “…acaba de pasar frente a nosotros la comitiva que lleva al presidente de Italia… (y se quedó en silencio, que en la radio era una de las peores catástrofes posibles) …Benvenuto Gronchi…” dijo leyendo el cartel que colgaba de lado a lado de la calle y que le soplaba a su memoria el nombre completo del presidente italiano. Sólo más tarde, al llegar a la emisora supo que el nombre de pila era Giovanni.
En aquel fin de diciembre de hace 20 años miraba las paredes, las puertas que no se abren, la falta de carteles de publicidad que abundan en otros aeropuertos mientras mantenía apretados en mi mano los tres pasaportes y un fajo de panfletos, que no tuve tiempo de leer hasta después del abrazo con mi compañera. Recién cuando llegamos al departamento ella mi dijo que eso le entregaban a quienes venían al país y nos pusimos a revisar las recomendaciones para organizar los tramites necesarios para integrarse a la vida común de un canadiense.
Obviamente el idioma estaba en la primera línea, pero también los cuidados de la salud. Me hubiera gustado que me ayudaran a protegerme, a anticipar los posibles efectos del cambio de ambiente, de dieta, de ritmo de trabajo; no sé, de todo lo distinto que a partir de ese momento empezaría a ser mi vida. En Canadá estamos compartiendo la más extensa frontera con el país desde donde se regló lo que debía ser la salud para todo el mundo occidental, basado en correr detrás de la enfermedad y tratar de atraparla con medicamentos. Por mi parte, siempre me ha gustado pensar en la prevención, en la relación de la comunidad con anticipar posibles escenarios, más que correr al hospital cuando es tarde para ungüentos y solo quedan las lágrimas.
Con toda la tecnología y su correlato en aparatos disponibles en la medicina, la única forma de tener acceso a este tipo de salud es con una cuenta bancaria de varios ceros. A quienes deambulan con pobreza a cuestas sólo les queda sufrir las consecuencias de los achaques y morir. Entonces el Estado canadiense otorga cobertura universal a la atención médica. Con los medicamentos hay que encontrar otros caminos alternativos, que los hay, pero no tener que pasar por caja registradora, siempre es una tranquilidad. Para nosotros que somos viajeros del futuro, que nacimos con una cobertura de salud, vivienda y educación para todos, y que hemos visto como en 65 años se fueron mermando los servicios públicos, vemos sin sorpresa cual es el destino de las críticas al sistema de salud canadiense, cuando se hacen alabanzas de la posibilidad de acceso a tal o cual tratamiento en otras partes del mundo.
Para acceder al sistema de salud tuvimos que hacer los trámites de inscripción, con los documentos y demás papeles. Y allá fuimos, los cuatro caminando por las calles de Toronto la primera mañana luego de los días feriados de fin de año. Caía una leve nevada y como la historia del primo de Dady Brieva uno dice: “¡que lindo es Canadá, mira como nieva!”.
A mitad del camino, la calle por la que íbamos empieza a perder los edificios que la protegen, se eleva como veinte metros sobre el nivel del suelo y uno alcanza a entender que es un puente y que por debajo pasan las vías de tren. Justo dejando un corredor descubierto en sentido norte sur, por donde se cuela un viento fuerte, polar y bien frío… obvio. La nieve entonces se transforma en pequeñas agujetas que pinchan toda piel expuesta y no alcanzan las manos para cubrirse, y los anteojos se llenan de nieve ¡y sin limpia parabrisas!
Para mi comprensión aquello era el fin del mundo, el borde de la civilización. Solos y frente a las inclemencias de las contingencias de la naturaleza. El shock duró una cuadra, nada más, pero aún lo recuerdo con todo el sabor de ser la primera vez. Ahora que transito habitualmente por esa esquina, no deja de causarme gracia cómo la percepción cambia con el tiempo.
Dejé pasar dos días antes de enfrentar la aventura de inscribirme para las clases de inglés. No se cómo llegué a COSTI, una institución a pocas cuadras del departamento. Después supe era el lugar preferido por los inmigrantes -y no sólo de Latinoamérica- para aprender ingles, haciendo uso de un servicio disponible solventado por el Estado.
En aquella primera semana del año no había actividades regulares, eran las vacaciones de invierno. Así es que me atendió un consejero de turno (trabajador social), ya que allí prestaban todo tipo de referencia para el establecimiento de los recién llegados, incluidas las clases de inglés.
Fue la primera vez que reparé en un tipo de edificación, diría clásica, en Toronto. El ambiente lo sentí como frío, la edificación daba la sensación de endeble con paredes de cartón y que no llegaban hasta el techo, que se veía lejano y como descuidado. Los salones desiertos y las oficinas estrechas, con espacio apenas para un par de sillas. Oscuro, sin gente, sin el calor de humanos, se me antojó pensar ¿dónde estoy?
Miré el rostro de quien me acompañaba quien me devolvió una mirada como diciendo “no te quedés sólo con la apariencia”. Mal comienzo y mal final. El tal consejero me despachó poco después de empezar la entrevista en inglés y, como se percató de mi dificultad para entender y responder, cambió a un fluido castellano lo que en vez de facilitar la entrevista la terminó de complicar. Me dijo que de acuerdo con mi nivel de inglés el tenía que considerarme un iletrado. Aquello fue un tremendo golpe a mi ego, algo que nubló mi razón.
Fue tal el mazazo que recibí que no recuerdo más que salir de allí con la sensación de cargar una tonelada sobre las espaldas. Caminamos las poco más de diez cuadras, yo arrastraba los pies en la nieve blanca.
Lo que también estaba blanca era mi mente, para ese momento no tenia plan B. Al salir de aquel lugar no sabia que volvería, pero eso será para una próxima entrega.
Arrastré mi vida por tres días, como los pies por las calles nevadas. El lunes siguiente era la primera jornada de clases del más joven de la familia. Ese día marchamos todos a la escuela, no me podía perder la aventura de conocer cómo era los meandros del sistema educativo por dentro.
Mi compañera fue hacia la oficina de la dirección de la escuela, con los papeles del futuro alumno, y nosotros tres nos demoramos entre el frío y nevado patio exterior, tratando de imaginar cómo serian los recreos allí. Cuando el frío comenzaba a ser una molestia, nos parábamos al lado de la puerta de entrada. Cuando alguien salía destrababa la seguridad, que todas las puertas exteriores tenían, y sólo así nos llegaba algo del calor del interior.
Al fin llegó mi compañera muy contenta y desde lejos en medio del pasillo, dijo: “…vamos, todos a clases, hoy es el primer día”. Y así dejamos al peque en su aula de grado 2, a la entonces adolescente en el aula de prejardín, donde seria auxiliar ayudante de la maestra, en su primera experiencia como voluntaria en el mundo del trabajo, una práctica corriente y muy valorada en este país. Allí quedó ella ayudando y practicando su inglés y nosotros dos marchamos escaleras arriba hasta el aula English as a Second Language (inglés como Segunda Lengua). Allí nos esperaba una maestra, inmigrante como nosotros.
Mi compañera haciendo los tramites conoció a esta maestra, quien estaba a cargo de un programa de inglés para recién llegados. Ella, muy solícita, nos ayudó a la inserción en las primeras clases de inglés en este país. Para mi serían las únicas.
Así fue como nuestros días comenzaban para todos al mismo tiempo: entrando cada uno a un salón distinto de un mismo edificio centenario, en pleno barrio portugués. En la mañana tenía mis clases de principiante, donde aprendí como manejarme en la ciudad. Las cosas prácticas que uno incorpora con el tiempo y la necesidad. El profe, un texano que hablaba mejor español que inglés, hacia clases muy entretenidas explicando cómo comportarse en el subte, como evitar momentos ingratos, mirando a los ojos a alguien o tocando el cabello de un niño como gesto de cariño. De inglés… naa… no mucho.
Después de compartir el almuerzo con los de la familia en el comedor escolar, todos con los tupperwares, me metía en la clase de inglés intermedio que dictaba la maestra del encuentro fortuito. Muy amable, muy buena persona, muy dedicada y atenta a las necesidades de sus alumnas. Entré por la ventana a su clase ya que era para las madres que dejaban a sus hijos en el preescolar. O para las madres que necesitaban que le cuidaran a la prole mientras tomaban necesarias clases de inglés.
Todos éramos inmigrantes llegados del mundo entero: una paquistaní, dos de Siria, uno de Rumania, tres nigerianos, dos orientales -seguramente no de Corea, porque no es el barrio-. Otro de Argentina, una caribeña, una brasilera… y así siguiendo. Algunos estaban una semana y después desaparecían por que habían conseguido trabajo. También estaban aquellos que iban sólo para que les firmaran el papel que acredita que estaban tomando clases, para seguir cobrando un subsidio estatal temporal para recién llegados.
Aquello parecía la Asamblea de las Naciones Unidas. Las mamás del turno vespertino tenían mucha dedicación. La clase era de conversación y ellas se afanaban por aprender a hablar para poder ingresar en el mundo del trabajo, y ya. La ayuda económica del Estado era (y sigue siendo) exigua.
A mi me asignaron una computadora, con la que avanzaba en el aprendizaje con velocidad, porque el sistema no va más allá, hasta que no esté la respuesta correcta. No era difícil. Al terminar la lección debía llamar a la profe quien me calificaba y me habilitaba el siguiente nivel. Yo sabia que ella estaba haciéndome un favor al dejar que estuviera allí, por lo tanto, esperaba que me mirara en algún momento para hacerle gesto de auxilio. Muchas veces me quedaba escuchando lo que decían o tratando de responder en silencio las preguntas que se hacían en el grupo.
Durante un mes y días asistí regularmente a estas clases, con eso y un poco más me he podido hacer entender con los nativos. Aquí todos nosotros somos inmigrantes, hemos estado llegando desde hace 7000 años, cada uno llegó con lo propio, mucho o poco. Todos aquí aprendimos a comunicarnos con el idioma de los torontianos.
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.
Excelente esa descripción de la llegada a Canadá. Me emocionó muchísimo.