Para el 24 de marzo, Día de la Memoria, envío mi primer cuento, escrito para el concurso de DDHH de la APDH en 1984 y luego incorporado en mi primer libro “CALEIDOSCOPIO”, 25 de Mayo (Viejo), La Pampa, 1980, narrando un día en la celda 77 del 3°piso del celular de la cárcel de Devoto, texto enviado para “NOSOTRAS, presas políticas”, obra colectiva de 112 prisioneras políticas entre 1974 y 1983, Bs. As., Nuestra América Editorial, 2006.
AQUEL DÍA… (a mamá Graciela)
Había días que transcurrían plácidamente. Sí, aunque parezca mentira, mirando hacia atrás, veo que allí conocí la paz. Ese estar en armonía conmigo misma, horas y horas haciendo nuditos de macramé. Primero formar cordones de hilo blanco. Después, otro día, hacer tendales de hilo de coser negro. Cuando estaban listos, darles color. Al sumergirlos y sacarlos de la lavandina, en menos de un segundo, el negro se transformaba en marrón africano. Dejándolos un rato más, en tostado; luego era un color beige. Y casi olvidándolos, quedaba ese difícil y encendido amarillo oro. Pero no había que dejarlos demasiado tiempo, si no, los cordones se rompían en medio de la urdimbre. Con los cordones blancos y el té suavecito se lograba la gama de los tenues. Y entonces comenzaba la creación de los dibujos, con unos nuditos chiquititos que requerían toda la concentración.
Ahí comprendí que la paz era fruto de la paciencia y el trabajo de hormiga. Horas y horas haciendo nuditos. Y en cada uno, como un kipu precolombino, iban mil mensajes, miles de ondas de amor y esperanza. Al estar trabajando en el macramé aprendí a disciplinar el galope loco de los pensamientos atropellados que se encabritaban dentro de mí cuando aparecía la “libertitis”, esa necesidad absoluta e imperiosa de libertad, que era como un ahogo. A veces no podía soportar más. Y sabía que podían ser días, semanas, meses o años. Porque la libertad era un proceso común a todo el pueblo. Y sí, era como Nazim Hikmet, el poeta turco que en uno de sus tantos años preso por “comunista”, escribió:
“…patio, patio, patio. Todo en mi vida es patio. Un patio donde giran los hombres sin descanso…”
Esa era la “presitud”. Esa opresión de la cárcel que había borroneado Silvita, la compañera pareja de uno de “Los Jaivas”, los músicos chilenos, en una hoja de papel de cigarrillo cuando dijo: “Hoy me siento presa de los pies hasta el alma…”
Pero estaba el patio. Ese ratito al aire libre que cada vez era menor. Un patio que más que patio era un pozo: pequeño, cemento y muralla y allá arriba un cachito de cielo ya sin sol. Un patio dónde, vaya a saber por qué, siempre girábamos en el sentido de las agujas del reloj.
Hacía ya un buen tiempo que la orden era “¡Caminen!, ¡cabeza gacha, manos atrás!” y todas caminábamos girando en esa ronda interminable. A veces me invadía la “libertitis”, me revelaba contra esas pequeñas cosas y me dedicaba a girar en sentido contrario o a ir en línea recta de una punta a la otra, y volver también en línea recta. Entonces, sentía en la nuca los ojos de las celadoras, “las vichas”, que ya veían algo distinto que les llamaba la atención.
Entonces pensaba en el macramé, respiraba hondo y dejaba ya de pensar en el porqué de caminar en ese absurdo sentido de las agujas del reloj. Porque la libertad tenía que ser interna. Para crear, para esperar, para regar esa plantita interior del amor a nuestros seres queridos, que era nuestra fortaleza. Y recordar al poeta Miguel Hernández:
“¿Quién encierra una sonrisa?
“¿Quién amuralla una voz?”
El macramé me disciplinaba internamente. Un momento de ofuscamiento era un nudo puesto ya difícil de desatar. Entonces a respirar, aflojarse interiormente y a centrar todo solamente en el macramé. Lo demás ya vendría por añadidura. Pero había días que era distinto. Como ese día…
Sin embargo, ese día empezó como todos. A la mañana se levantó primero Inés, “La Hormiguita” tucumana. Tenía un despertador mental que nunca fallaba. Todas la admirábamos. Tan chiquita, tan frágil y esa voluntad de hierro.
La última vez que habíamos hablado sobre la importancia de la gimnasia, todas habíamos quedado de acuerdo en que viviendo en ese cuchitril, celda y letrina, celular para una persona donde estábamos cuatro chocándonos porque las cuatro no podíamos estar paradas a la vez, el cuerpo, como el bocho, se empezaría a oxidar si no se agilizaba.
Pero era tan lindo quedarse remoloneando hasta el momento en que encendían las luces. Es que durante la noche soñaba que estaba afuera. Mil y una vez era a orillas del mar, llenándome de horizonte, con el agua calentita que iba y volvía… O ir a laburar en bicicleta sintiendo ese viento que extrañaba cuando se colaba por las hendijas de la bufanda… Otras noches estaba charlando al lado de mamá mientras ella cosía a máquina y yo la ayudaba a sacar los hilvanes y rematar las costuras…
Mil veces me decía a mí misma que también podía levantarme de un salto, doblar la frazada en el piso para que no se sintiera el ruido, porque si aparecía la Vicha, sancionón.
Pero ya estaba Inés en el piso. Dobló la frazada en cuatro silenciosamente y empezó tac-tac, tac-tac, tac-tac, un ratito de trote y las flexiones para calentamiento. De un saltito, de la otra palmera, la cucheta de arriba, como la mía, bajó La Pluta. Ahora era ta-ca-tan, ta-ca-tan, ta-ca-tan, ¿Por qué cada trote tenía distinto ritmo? Pero no, basta ya, abajo. Lo único que falta es que sea la última. Pero las dos demoronas, Ely, la cineasta y yo, éramos siempre simultáneas.
Ya empezaba el día a clarear. A la punta del sauce verde, con lo bien que nos sentíamos después, física y anímicamente. “La satisfacción del deber cumplido” hubiera dicho mamá.
Pero era mucho más que eso. Era una victoria en la lucha contra el aniquilamiento. Porque el objetivo de la cárcel de Devoto era aniquilarnos física, psíquica y moralmente de una manera lo más sutil posible. Era la cárcel mostrable, cárcel-vidriera. Si me imaginaba las visitas de la Cruz Roja, de los Derechos Humanos, en esos días en que ¡oh, casualidad! desaparecían los guisos infames de arroz, fideos y/o papas y había presas de pollo, ¡media rodaja de tomate!, una naranja y míticamente se comentaba de una visita de Amnesty para Navidad en la que hasta hubo pan dulce.
Y me lo imagino al “Chancho” Galíndez, el jefe de seguridad de las PP (presas políticas), el mismo que delante de todo el pabellón le ladró a una compañera: “Yo a usted le voy a dar picana 220”, con una sonrisa de sapo, mostrando a “Los Derechos Humanos” (como englobábamos a esas contadísimas visitas), las celdas bien pintaditas de celeste.
¿Podían saber las visitas que ese celeste brillante de los calabozos del último piso, justo donde había sol, era tan brillante que enceguecía como reflectores que punzaban los ojos que todas ya teníamos chiquititos de estar sin luz?
Si hasta parecía ridículo decir que estaba prohibido hacer gimnasia, dormir de día, bañarse en la celda, cantar, hacer artesanías, fumar de noche, hablar al bajar al patio, etc., etc. Si nosotras que conocíamos de torturas bestiales, campos de concentración, miles de desaparecidos, a veces sentíamos que era un milagro tener la vida.
Mientras anudo macramé y sueños, sé que hoy no es un día como todos. Por una cuestión de cábala no lo mencionaba. Días como el de hoy hacen que palpite más loca que nunca la esperanza que siempre late adentro. Pero hay también un presentimiento grisáceo y metálico que se mezcla con el ruido sordo del mar destrozándose sobre las rocas.
Me gusta cebar mate, porque entre mate y macramé hay como una armonía cósmica. Cuando paso el mate y vuelvo al macramé, tengo una visión global del trabajo. Algunas compañeras somos materas y pucheras. Como canta La Pluta:
“Métanle a la angustia,
métanle a la oral,
si no tienen puchos,
métanle con pan”.
Y con el huesito de caracú que va puliendo para tallar una filigrana de hueso, acompaña con ritmo.
Ely mordisquea una birome en una pausa al cuento que inventa para su Natalia.
-“La única verdad es la realidad”- dice pensando en este día.
-Las personas flacas son delgadas- y es la voz chispeante de Inés que inicia uno de nuestros juegos de sinónimos, mientras con lápiz está bocetando una tarjeta de cumpleaños para una compañera. Como la que me regaló, para el mío, con su letra redondeada bajo la imagen de Silvita Nivroe, la compañerita adolescente, tucumana también y que los carceleros le pusieran, justamente el sello de CENSURADO a su bellísimo dibujo. Hace ya tiempo que prohibieron mandar dibujos a la familia.
Ahora me toca a mí, es la ronda por orden de cuchetas.
-¿De qué color era el caballo blanco de San Martín?-. Pero el juego se muere de aburrimiento. No pasan más las horas. Esta siesta se hace interminable, gomosa, pringosa como un chicle viejo.
“Que jamás la tristeza sea unida a mi nombre” de Nazim Hikmet, era una de nuestras frases favoritas.
Mientras escribe velozmente su cuento, Ely pregunta:
-¿Ho Chi Minh dijo que la cárcel es una escuela?
La Pluta golpea con el caracú la cucheta y con ritmo de batucada canta: “de comer guisados infames, tan tan…”
Le toca a Ely: “o encontrar en el pan los gusanos, tan tan…”
“O prohibir cantar el cumpleaños, tin tin…” hace el lápiz de La Hormi en la cucheta de abajo.
Ya me trabuqué. Paré la ronda. Otro día hubiera aparecido el cantito “¡Que la tiren a los chanchos, oh oh oh…!”
Pero estoy en otra. Todas lo estamos.
Salgo afuera y miro el cielo. Desde entonces tengo hambre y sed de cielo, estrellas, luna, sol y aire. Mucho aire. Recuerdo esos interminables veranos con una rendija sofocante, asfixiante. Pero nosotras teníamos vida. ¿Cómo estarían en los “campos”? Los campos de concentración eran sólo “los campos”. Llegaba una hora, siempre a la nochecita… No sabía por qué, pero de pronto surgía el tema. Como decía La Pluta, impostando la voz como locutora de Radio Nacional:
-Llegó su hora. La hora de todos los días. En este, su dial, está ella: La Represión y La Tortura. Porque llegó su hora. Su hora diaria de represión y tortura.
Casi sin saber cómo, surgía un comentario. A lo mejor del campo de Famaillá, donde torturaban mientras ponían a los alaridos música bolichera. Ni los torturados ni sus compañeros que escuchaban sus aullidos mezclados con la música, seguro que nunca iban a poder volver a bailar o escuchar música disco.
Recordaba cuando Silvita, la tucumanita de dieciséis años, contaba que la tiraban como una pelota de trapo. Y antes de violarla, cada uno le metía el caño de una Itaka, a ella, que nunca había hecho el amor. O cuando a Emilia, de casi sesenta años, en un bote en el Tigre, de los pelos la hundían y sacaban del agua, en un cruel “submarino” para que dijera dónde estaba su hijo.
Cuando nos dábamos cuenta que nos estábamos “dando manija”, teníamos una musiquita para llamarnos. Pero era necesario sacar las heridas al sol para que cicatricen. Porque las torturas a cualquiera eran heridas del alma que solamente podían curarse sacándolas, cantando, porque si no surgían en pesadillas y gritos en medio de la noche. Eran heridas que dolían como si nos estrujaran el alma. Porque era el dolor y también el temor por la vida y la libertad de los seres queridos, por los padres, compañeros, hermanos y amigos; los vivos, los presos, los libres, los desaparecidos. Nuestra generación machucada estaba abajo (muertos), afuera (exilio), adentro (presos). Y los desaparecidos estaban cerquita, tenían nombre y rostro. El papá de La Pluta, que lo sacaron de la fila de la visita y nunca más. Norita, la santafesina, a la que le torturaron su bebito de meses delante de ella para que dijera lo que no podía: dónde estaba su esposo. Y ese bebito que no podía ir a visitarla porque cuando veía uniformes y armas estallaba en un llanto desesperado. Norita, niña-mamá, con su bebé torturado, que un día supo que su esposo estaba desaparecido. Cuando a Norita el dolor le llenaba los ojos, cantaba canciones de cuna. Porque sólo el amor nos daba fuerzas. Y la música. En nuestra celda era tararear “No me dejes caer” de los Beatles.
Don´t let me down, don´t let me down
Cómo nos daba ánimos sentirlo, tararearlo, cuando alguien tenía depre, esa mezcla de tristeza con saudade, dolor y melancolía. Las mamás por sus niños que ya casi no las conocerían, mamás que ansiaban abrazarlos y mimosearlos. O estar en casa con mamá y papá, charlando con mis hermanos que eran niños y ahora son adolescentes largos y tristes. Mi hermanita era un cascabel y está casi adolescente, flacucha y puro ojo, creo que olvidó su sonrisa aquel día de cumpleaños en que le contaron que yo estaba presa. Por eso tal vez el tema de nuestra celda era “Con una ayudita de mis amigos” de los Beatles. Y entonces ya pasábamos a un tango abolerado como “Nostalgias”, y era recordar esa vieja historia de amor que pudo ser y no fue. O la voz de Ely cantando “las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué se yo, ¿viste?”
Y no, yo no vi. Porque Devoto es Devoto, no Buenos Aires. Porque una cárcel es una cárcel. Murallas que cierran otro mundo. La cárcel es la cárcel. Ya sea Córdoba, Olmos o Devoto. Pero con un tango podíamos recorrer un caminito y unas cortadas. Y hasta después ir a una pizzería. O con la “Zamba del grillo” ir a recorrer las sierras siempre verdes y llenas de perfume. Y cantar una chaya riojana y después una vidalita y quedarnos con las ganas de al ritmo de una caja cantar una baguala, ese lamento de la tierra que es como un eco entre dos montañas que lloran su pena. Porque con la música y el amor de cada compañera comenzamos a conocer y amar palmo a palmo cada pedacito de nuestra tierra. Como decía Antonio Machado:
“Caminante no hay camino se hace camino al andar.”
Éramos todo un pueblo que caminaba hacia la libertad. Nosotras, nuestra pareja, nuestros niños, los padres y abuelos, hermanos y amigos, todos o ninguno, con trabajo y amor forjábamos el país nuevo, donde no habría torturas ni armas, ni pobreza ni miedo.
Cuando destejíamos las mangas rotas de los pulóveres y con los tubitos vacíos de las biromes improvisábamos en esas rudimentarias agujas de tejer bellos chalecos artesanales. Y tejíamos nuestros sueños y realidades con el ejemplo de ellas, las Madres, las madres de los pañuelos blancos, las únicas que con la fuerza del amor a sus hijos, nuestros hijos, todos los hijos, enfrentaban con lluvia y viento y sol a todo, ellas solitas, los jueves, en la plaza. Porque las madres saben lo que es la paciencia. Cuando durante nueve meses sienten al hijo en las entrañas y sin conocerlo lo aman, lo esperan, lo construyen.
Cómo pensamos en vosotras, Madres Coraje, Madres de todo un Pueblo, en esta triste noche. Sé lo que sintieron, como nosotras, porque los carceleros tenían la radio bien fuerte y con el ¡¡¡GOOOOOL!!! de Argentina vibraron las murallas con los gritos y aplausos, y el ¡¡¡AR-GEN-TINA, AR-GEN-TINA!!! de las celadoras y los guardias de control en las torres. Pero más triste es aún el ¡¡¡AR-GEN-TINA!!! afuera, lejos. Y las bocinas y las cornetas y las interminables caravanas del pueblo. Porque hoy todo el pueblo festeja el Mundial de Fútbol ‘78.
Y nosotras calladas. A veces el silencio está lleno de voces. Pienso en “LOS ARGENTINOS SOMOS DERECHOS Y HUMANOS”.
-Hay mucho miedo…-
Es lo único que dice Ely cuando le paso un mate a oscuras y me contesta:
-No, gracias-. Mañana seguro que tiene la pataleta, ese feroz ataque de hígado. Seguro que piensa en su Natalia de 10 años, mañana en la escuela festejando con banderitas azules y blancas. Cebo mate a oscuras, sin que se caiga una gota afuera, a la otra palmera, ambas fumando como murciélagos la ración de los cinco puchos de mañana y a lo mejor, ya, los de pasado. Inés, no fuma, ella es de las dulceras, como todas las tucumanas. Muy despacito murmura “Pobrecitos ellos, los de los campos”, con voz de necesitar comer mil dulces. O solamente un alfeñique. Silencio. Se acabó el agua de la pava. La bajo para ponerla sobre el calefa, nuestro entrañable calentador. El último pucho tiene gusto a resaca, es amargo, fuerte. Con cuidado tiro las cenizas en el cenicheta, el cenicero de la cucheta de arriba. Mientras afuera suenan y suenan las bocinas y las caravanas de autos al grito de ¡¡¡AR-GEN-TINA, AR-GEN-TINA!!! Me voy durmiendo con una tristeza, con una pena que es dolor agudo por dentro de los huesos. Un dolor que me recorre cada pedacito de mi ser, que me baja de los brazos y llaga a las manos, a los dedos, las uñas. ¿Será así el dolor de parto? Como decía mi mamá: “Si en el parto pensás en el dolor, te duele; si pensás en el hijo, sólo sentís al hijo que tarda pero llega”. Y ya llegará nuestro día, nuestro parto para todo el pueblo. Respiro y me aflojo, y ya todo mi ser es fuerza. Tengo más fe que nunca. Falta poco ya. Sé que mañana me levanto de un salto a hacer gimnasia.
FIN
Columnista invitada
Lucía Isabel Briones Costa
“Mi pecado fue terrible: quise llenar de estrellas el corazón de los hombres” decía el poeta… Desde los lejanos años de estudiante del profesorado en Historia en la Universidad Nacional del Sur, dediqué mi vida a la educación. En los tiempos previos a la dictadura de 1976 enseñaba en una vieja aula de la Facultad de Agronomía el bachillerato de adultos, tarea compartida con los compañeros, casi todos presos políticos después en Bahía Blanca. Cuando era rector Remus Tetu se hizo una razzia contra docentes, no docentes y estudiantes, especialmente contra los alumnos de Humanidades, Sociología y Economía. Estaba terminando mi carrera, cursando las últimas materias cuando fui detenida y puesta a disposición del PEN, el Poder Ejecutivo de la Nación, durante tres años y tres meses, hasta diciembre de 1978. Estuve en las cárceles de Villa Floresta, Olmos, Devoto y los tres últimos meses en la U20, la cárcel dentro del Hospital Borda, donde un prolijo tratamiento con drogas psiquiátricas hizo borrar totalmente mi memoria. Así me dejaron en libertad, diciéndole a mi padre: “Su hija es irrecuperable, será un vegetal hasta el día de su muerte. Que Dios les de la Santa Resignación”. Gracias a haber encontrado la ayuda adecuada pude recuperar, poco a poco, la razón perdida. Y me fui a La Pampa, donde fui docente de escuelas primarias y secundarias en la pequeña localidad de 25 de Mayo y en el Terciario de Formación Docente de Catriel, Río Negro. Recién en 1997, pude terminar mi profesorado en la Universidad del Comahue, para cuando mis compañeras de promoción de la Universidad del Sur ya estaban por jubilarse. Luego comencé la maestría en Historia Latinoamericana de los siglos XIX y XX, la cual se interrumpió cuando la Universidad no podía pagar a los docentes, varios doctores en Historia. En ese tiempo de docente rural comencé a escribir narrativa, tarea que continué al jubilarme en el bello mar de Las Grutas, en Río Negro. Seguí escribiendo con la alegría de dar un legado en su educación a mis hijas: la mayor psicóloga y la menor, maestra y profesora de Historia, ambas egresadas también de la Universidad del Comahue.