Historias canadienses con raíces argentinas
Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
Entre las diversas estadísticas que se producen anualmente, con mayor o menor grado de credibilidad, hubo una que, a fin del siglo pasado, ubicó a Canadá en el segundo lugar en el ranking de países con mejor estándar de vida en el mundo, justo detrás de Noruega. Este tipo de ranking se vende a buen precio en el mercado de destinos de migración, el asunto sería como siempre, instrumentarse para llegar.
La historia del amigo que se fue a vivir a Toronto y cuenta sus impresiones es un inolvidable relato, donde “el cornudo de la motoniveladora” al llegar la nieve, inmortalizado por Dady Brieva, hizo reír a toda la cancha y a la tribuna, locales y visitantes. Esa historia fue quizás la única que, si se quiere, ensuciaba la límpida imagen blanca de Canadá hace veinte años.
Hoy los tiempos que corren nos permiten hablar de todo. Como, por ejemplo, poder “iniciar una conversación” sobre el doloroso tema de las tumbas sin marcar en los alrededores de las Escuelas Hogar, donde eran alojadas a la fuerza las nuevas generaciones de pueblos indígenas para despojarlas de todo vestigio que no respondiera a los cánones blanco, europeo y cristiano.
Una historia muy lamentable, que después de más de un siglo de silencio se ha incorporado en los currículos escolares del país y es tema casi cotidiano en los medios de comunicación, lo que permite dar a las primeras comunidades de lo que hoy conocemos como Canadá el lugar que les corresponde.
A poco de llegar hace veinte años atrás, escuchamos en la radio acerca de una contaminación de agua potable. Ocurrió en Walkerton, una zona rural de Ontario y fue el resultado de un tratamiento inadecuado del agua. Esto sucedió en la época del deshielo, en la primavera, después de las fuertes lluvias de fines de abril y principios de mayo de 2000. El agua de las lluvias lavó los campos, llevando bacterias del estiércol de ganado utilizado para fertilizar cultivos, contaminando las napas freáticas de donde se toma el agua potable. La contaminación provocó gastroenteritis y enfermó a más de 3.500 personas provocando siete muertes.
Fue un escándalo de proporciones que dejó afónico a quienes leen las noticias en las radios, que hizo elevar los ojos al cielo a la clase política, sin distinción. Poco después, la justicia encontró dos personas culpables que fueron a la cárcel alrededor de un año. ¡Ah! Se gastaron millones de dólares para limpiar el grave rastro de restos de la persistente bacteria.
Mientras todo esto sucedía, miles de mujeres, niños y hombres en Ontario y en todo el país estaban hirviendo el agua durante al menos un minuto. Lo que salía de la canilla era tóxico y peligroso para beber. Se trataba de comunidades indígenas que vivían en zona de reservas, no de padres o hijos blancos en una ciudad agrícola bastante unida y próspera.
Algunas de estas poblaciones tienen la recomendación de parte de las autoridades de hervir el agua antes de beber desde hace más de veinte años.
En el ultimo tiempo se han invertido billones de dólares para revertir esta situación, no sólo durante los debates de campaña. Al estar en la primera plana de los periódicos nos permite conocer la amplitud de los desafíos que enfrenta un país que tiene más del siete por ciento del suministro de agua dulce renovable del mundo.
Hay aspectos que son muy difíciles de aceptar, pero no es ocultando la realidad que se pueden superar. La inequidad avanza lenta pero firmemente. La brecha entre las personas que más tienen y aquellas que están en la base de la pirámide social es cada vez más alarmante.
Una organización social de Toronto, con más de cien años trabajando para el desarrollo de la comunidad, cuenta desde 1991 con un programa llamado “Campaña 2000”, dedicado a rastrear el progreso, o la falta de éste, contra la pobreza infantil y familiar a través de una “libreta de calificaciones”. El reporte se publica cada 24 de noviembre o alrededor de esa fecha. Es una forma de conmemorar el compromiso de la Cámara de los Comunes, cuando el 24 de noviembre de 1989 los partidos políticos, sin excepción, se juramentaron para acabar con la pobreza infantil para el año 2000.
Todavía no puedo hablar de la libreta de 2021, pero la del año pasado me sirve para ejemplificar la situación de la población infantil de Canadá. Antes que sobreviniera la pandemia, casi un millón y medio de personas de ese grupo vivían en la pobreza. Esto es casi 1 de cada 5 en familias que experimentan las duras consecuencias a largo plazo de la pobreza y la discriminación en la salud y el bienestar social, mental y físico. Esto aún sucede, a pesar de la enorme y creciente riqueza de Canadá.
Las personas más afectadas son las de los pueblos originarios, aquellas que son mestizas o visiblemente de raza distinta a la blanca. También la población infantil de inmigrantes, las personas que tienen alguna discapacidad y familias de madres solas. Todas estas categorías sobresalen en las tasas de pobreza, mientras que los ingresos y la riqueza continúan concentrándose en grupos que se sitúan en el extremo opuesto.
Asimismo, otro prestigioso equipo de investigadores, con el patrocinio de la Municipalidad de Toronto, ha presentado reportes anuales sobre la pobreza en la ciudad. En el trabajo hecho hace dos años se puede ver el mapa de la ciudad de Toronto. Allí, pintado de verde oscuro, están los barrios o zonas con más pobreza y en sucesivos tonos más claros, para indicar lo lejos que están quedando las fortunas y sus casas, se aprecia que hay una dominante franja central próspera y extremos que se empobrecen. En una de esas zonas de pobreza esta la comunidad latino hispana de la ciudad.
Ya aquí y como inmigrantes fuimos sabiendo más de esta realidad, por el trabajo en medios de comunicación, también por sensibilidad propia. Fundamentalmente, porque nunca creímos que los billetes verdes se cosecharan de los árboles en las veredas de Toronto. Ni tampoco en que hay que transitar un camino que empieza en salarios bajos y se va subiendo por la escalera de la prosperidad, como nos contaba mi primer profesor de inglés -como segundo idioma- en la escuela a la vuelta de la primera vivienda que alquilamos en la ciudad.
En realidad, la necesidad de 100 mil inmigrantes por año ha generado estas campañas públicas e internacionales donde se muestra una realidad que no es tal. Es necesario mantener este crecimiento poblacional para asegurar el ritmo sostenido de crecimiento de la economía.
Aunque no necesariamente las condiciones de vida sean como se pintan en los folletos de invitación a la radicación en el país.
En 2008, cuando la burbuja de especulación inmobiliaria en Estados Unidos desaparecía en el aire, sonó mi teléfono celular con una llamada de Mendoza. Era alguien que había conocido como contador público y que devino periodista. Quería que le contara cómo estaba yo ahora. Insinuó algo así como que quería tener el testimonio de uno de los que se fueron huyendo del desastre argentino del 2001 y que ahora estaban sumidos en la primera crisis financiera del siglo 21, la peor de la historia, incluso que la de 1930. Su sonrisita socarrona, que conocía en vivo y en directo, se la podía oír gracias a la fidelidad de los teléfonos modernos de esta parte del mundo.
Estaba junto con mi familia postiza, también argentinos, compartiendo un asado típico de domingo en los primeros días del otoño. Era el tema de ese momento el impacto que tendría la crisis que nació en el país del sur y que avanzaba rápidamente afectando a todo el mundo. Había caras de preocupación, hubo algunos de ellos que habían pasado crisis anteriores en Canadá. Nadie quería volver a vivir en medio de incertidumbres y privaciones.
Mientras escuchaba por mi iPhone al aprendiz de periodista, hablando desde una realidad completamente distinta, miraba las caras de mis amigos. Acordamos una entrevista en un horario conveniente para él, yo me podía acomodar sin problema. Nunca me llamó.
Me quedé con las ganas de compartir mi ejercicio de mirar con otros ojos la realidad. Nunca perdimos la certeza que éramos de clase trabajadora, que estábamos en la base sobre la que se afirman, se hacen fuertes y se llenan los bolsillos con una porción, más o menos importante del dinero que era de nuestras billeteras, las personas a las que nada les importa más que su riqueza.
No puedo decir que ya me las sabía todas después de casi un año de vivir en Toronto. Sabía cómo enfrentar el frío, cómo evitar quedar congelado esperando que llegue el transporte público. Sabía como responder a cada pregunta simple, en el trato con la gente de todos los días.
Al cabo de siete años, según decía alguien por ahí, las personas que emigran pueden empezar a entender con un poco de claridad cómo es lo que nos rodea. No es igual con todo, la historia lleva muchas horas de lectura, la política requiere buceo y a veces por aguas turbias. El idioma sigue siendo de complejidad creciente. Es que todo cambia, como decía Mercedes Sosa.
La única diferencia es donde estábamos al principio.
Creo que el error del ex contador devenido periodista y que me dejó mirando la pantalla de mi celular, fue suponer que yo encarnaba sus deseos de migración frustrados.
Me perdí la oportunidad de contarle cómo es vivir en este país que tiene desafíos como todos, donde es posible disentir, debatir ideas y sentarse a la mesa con quienes no piensan ni son como uno.
Toronto, 19 de noviembre 2021.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.
Gráfico tomado para este reporte:
- https://d3n8a8pro7vhmx.cloudfront.net/socialplanningtoronto/pages/2079/attachments/original/1538147211/2018_Child_Family_Poverty_Report_Municipal_Election_Edition.pdf?1538147211
(Eoto: The Canadian Press/Nathan Denette)