(viene de la edición anterior)
El hambre
“Señor, dad pan
a los que tienen hambre
y hambre y sed de justicia
a los que tienen pan”.
Cáritas
El otro día leí un chiste viejísimo de Inodoro Pereyra donde le dice a la Eulogia que barre con una escoba de pichana:
-“¿Recuerda, Eulogia, cuando le decía que íbamos a tener que comer raíces, cobijarnos con papeles y alumbrarnos con bichos de luz? ¿Se acuerda? Güeno… Olvídese de tuitos esos lujos. Hay que empezar un plan de austeridá”
La cara muy flaca, los ojos hundidos y todas las noches soñar con comida. Una noche era un melón con un poquito de sal. O unas uvas muy dulces saboreadas despacito. Otras veces, un pollo al horno con papas, y muchas, muchas ensaladas, todas de distintos colores en potecitos diferentes. O esas “picadas” de veintiún platitos distintos: maní, palitos salados, salchichitas calientes.
En el momento en que empezaba a comer, cuando se me estaba haciendo agua la boca, me despertaba. Siempre era el primer sueño. Luego me costaba volver a dormir y soñar despierta era sentir una puntada en el estómago.
Era la época en que recién habíamos llegado y la cooperativa “ÑACU MAPU” ya había fracasado. Únicamente quedamos nosotros, los demás de a poco se fueron yendo. Cuando veía a Doña Dora tirarle polenta a los pollitos, me desesperaban las ganas de decirle que nos la diera a nosotros.
Esa vez, de la salsa de tomate… Julio se ofreció a ayudarlos pensando que, a lo mejor, le darían un frasquito de salsa. Trabajó hasta la tarde, envasando, picando tomate. Recuerdo esos tomates y se me hace agua la boca, como entonces. Cuando Celia preparó panes con dulce para todos los que trabajamos. ¡Qué ganas de comer cinco kilos de pan con dulce!
Doña Dora llenó un balde de desechos de tomate para las gallinas que ya no quieren comer más, cansadas de tanto tomate. Le pedí el balde con semillas y piel, y con eso preparé jugo, salsa y hasta una sopa.
A la siesta, con el calor sofocante del desierto, todas las sábanas húmedas y pegajosas, como el colchón; el aire pesado y caliente. Julio estaba con sed. Fue a tomar la sopa de tomate helada y se descompuso: frío, verde y con vómitos. Es que el tomate, el hambre y el verano terriblemente caluroso eran todo uno.
También en ese tiempo había sido la siembra de tomate.
-En el invierno vas a tener tanta salsa que no vas a saber que hacer.-
Así le había dicho el Dr. Lambrecht, el abogado, que había comprado miles de hectáreas de tierras fiscales con el simple hecho de alambrarlas y sacando a los “intrusos” residentes desde siempre allí.
Julio, mientras, sembraba tomate, con los pies en el agua en el constante parar y volver a doblarse sobre la tierra. Lo único que había comido eran unas tortas fritas, que ni fritas eran ya que no había grasa, ni aceite; era un engrudo puesto a la parrilla, allá afuera, bajo los árboles, porque no se soportaba el calor adentro.
Pasó la época de la siembra y vino la cosecha de tomate. Pararse y doblarse sobre la tierra, una y mil veces, buscando los frutos de la mata. Ni un peso le pagaron. Nada. Dos cajones, nomás.
Los devoramos Guadalupe y yo. Desde entonces Julio detesta el tomate. No puede ni probarlo, ni en salsa, ni en dulce siquiera.
La única privilegiada era Guadalupe, que venía de jugar con María y en la casa de ella siempre había un durazno o un pedazo de milanesa o pan con dulce. La mirábamos con desesperación y ganas de que convidara un poquito y, por otro lado, saber que era una niña de sólo dos años, en plena etapa de crecimiento, y que si no se alimentaba…
En esto me enseñó una buena lección la Gatus, la gata mamá primeriza, con sus gatitos que recién empezaban a comer. Cuando había algo para darles era un pedazo para cada uno. Cuando ella estaba comiendo venían los gatitos y le sacaban su comida, y ella, frenética, los dejaba, miraba cómo se alimentaban mientras se lamía una pata.
-Como una dama.- decía Julio.
-Como una madre.- pensaba yo. En la Gatus estaba el instinto de supervivencia de la especie; primero los hijos porque ellos son la continuidad de la vida.
Era la época en que hacíamos artesanías para vender y así tener para comprar comida. Me imagino la cara de los comerciantes cuando les iba con esa angustia de “por favor, cómprenos algo”. Es la ley de acción y reacción. Cuanta más fuerza pone uno para que el otro compre, más pone el otro para no comprar nada.
Era sintomático, el rebote en uno y otro lado, por esto o por lo otro. Que ahora no, y tal vez en marzo. O que me gustaría esto si tuviera aquello. Que era caro, como me dijo aquella mujer gordita, con cara de haber comido hoy, ayer y anteayer. Le expliqué que nosotros cobrábamos el material más un tanto por hora de laburo, que cuánto valía su hora de trabajo, acaso. Y que no, que está caro. Entonces regresábamos sin traer absolutamente nada.
Fue entonces que se pudrió internamente lo que quedaba de la cooperativa entre nosotros. Surgió la paranoia. Cada uno se quedaba en su habitación cuando estábamos aquí. Recordaba lo que había leído sobre una experiencia con ratones sobre el hambre, cómo finalmente se van enloqueciendo y matándose unos a otros.
Nos salvaron los viajes a dedo a cualquier lado. A Buenos Aires, vendiendo allá lo que hacíamos para comprar comida. A Catriel a buscar trabajo. A Casa de Piedra a filmar y comer, mientras, todo lo que había: dos platos, tres.
Cuando regresamos del Encuentro de Plásticos en Catriel, encontramos que Doña Dora había dejado los cuatro días a la Gatus y los gatitos dentro de nuestra habitación sin comer y sin siquiera tomar agua. Algo se rompió dentro mío. Nunca más iba a poder creer que toda la gente es buena, que no existe la maldad sino la ignorancia, como decía Sócrates. Porque me la imaginaba a la Gatus desesperada por salir, los maullidos, la sed y el hambre. Las voces afuera y ellos solos adentro.
Ese día sentí la fuerza del desierto, que va arrasando poco a poco. Que va secando, matando de hambre y sed. Como a la tierra, como a los gatos, como a nosotros que nos va marchitando también el amor que era lo único que nos mantenía adelante.
Como dice Eladia Blázquez:
“Qué cosa vos y yo en este mundo sembrando amor en un desierto tan estéril y tan muerto que no crece ya la flor.”
-July, cuando fui a llamar a Buenos Aires por el teléfono público, la mina decía: “¡Aquí sí que no hay miseria!”
-No sé por qué la filial local de los siervos son las minas encargadas del teléfono. Igual que la del kiosko donde estaba antes, gorda, grandota.
-Cuando fui a la cabina pública el otro día, estaba gritando: “¡Todo está tan caro que no se puede comprar un kilo de carne!”
-Entonces… -me cuenta Julio, yo le digo:
-No, a mí no, señora. No me venga con que usted- y la señalé con el dedo- que usted puede cambiar de auto por un modelo más nuevo pero no tiene para un kilo de carne.
Ella me contesta: “pero es que nosotros somos siete. Con un kilo no alcanza.”
-También para dos puede. Y usted lo sabe, señora–Pero no contés sólo pálidas. Acordate cuando empezamos a trabajar y cobrar y me dijiste que querías comer queso cáscara colorada y me vine con la horma entera a casa.
La horma de queso
Hace tres meses que estamos comiendo. Todo lo que ganamos se nos va en comida. ¡Es tanta el hambre acumulada! El otro día Julio compró una horma de queso cáscara colorada porque yo tenía ganas de comer queso, pero con una horma entera.
Ya sé de dónde viene el asunto del queso. Del 33, el pabellón 33 de las presas políticas de Devoto, cuando terminaba 1976. Recién se estaba formando la cárcel-vidriera, la que mostraban a la Cruz Roja, a Amnesty Internacional, porque aquí los argentinos eran “DERECHOS Y HUMANOS”.
En Devoto se juntaron las compañeras de todas las provincias, de cada rincón del país. En el 33 estábamos parte de las que veníamos de Olmos. Inconfundibles, la piel tostada de los recreos largos al sol, las caras sonrientes de muchas que veían cotidianamente a sus familias. Aunque con el golpe se había ido cortando todo poco a poco. Que en Olmos no entra ni la guitarra, ni la radio, que no se puede comprar el diario.
Pero qué era todo eso cuando llegaron las torturadas de Tigre, Escobar, Zárate, Campana…
Las que venían de Córdoba eran terriblemente flacas, amarillas, demacradas, de las torturas cotidianas. Las norteñas, de La Rioja, Tucumán o Catamarca, eran muy pocas.
Para fines del ’76 no había más presas políticas. Todas las que caían iban a “desaparecer” al Pozo de Banfield, a la Perla, a los “campos”. En los diarios figuraban caídos en enfrentamiento. Nosotras sabíamos que no, porque siempre estaba quien conocía a la madre del hermano, del cuñado, etc…
Todo el asunto del queso venía del Pabellón 33 de Devoto. Nosotras poníamos todos los ingresos, los giros de las familias que podían hacerlo, en un pozo común. Estaba prohibido hacerlo, para quien no tuviera guita se las bancara nomás. Pero nos habíamos ingeniado para que en la cuenta de cada una iba una vez tanto en medicamento, tanto de leche en polvo, etc. No recuerdo muy bien cuál era la prioridad, si alimentos o remedios. Pero había una ración equitativa de dos cucharadas al ras de leche en polvo y dos de azúcar por día, per capita. Para mí era terriblemente escasa en leche, yo que siempre fui de tomar litros y litros de leche fría cruda. Era también la desesperación de las dulceras, las norteñas, para quienes era imprescindible el azúcar. A veces, hacíamos canje: “tus cucharadas de leche por las mías de azúcar”. Aunque las que manyaban de salud nos explicaban que era la cantidad indispensable de azúcar para la energía y de leche por las proteínas. Y era nomás, porque cuando estábamos sancionadas en un calabozo sin nada de mate, sólo mate cocido aguado y guisos infames, aparecían los calambres.
Pero había ocasiones de superávit, que era decir que se habían cubierto las cantidades mínimas de todo. Entonces venía el lujo asiático de la horma de queso cáscara colorada. Una para cada pabellón. Y en el nuestro, el 33, éramos como cuarenta en cuchetas y colchones tirados en el piso, amontonadas en cualquier lado.
Había una compañera, Daisy, amante de las matemáticas y de los juegos lógicos que sabía cortar el queso en fetas trasparentes, todas exactamente iguales, ni un pedacito de más, ni de menos. Y estábamos las que nos comíamos las cáscaras; era todo un arte raspar la cascarita y comer un poquito más.
Cuando miro para atrás me da la impresión que no sabía realmente entonces cuál era la realidad. Recuerdo la frase de una maestra en
Olmos: “NOS QUIEREN CONVERTIR EN ANALFABETOS FUNCIONALES, ANALFABETOS POR DESUSO.”
Y claro, si entre nosotras eras las mismas charlas, con la misma gente, sin contacto con el exterior, sin diarios, sin radios, sólo las noticias de los familiares en las visitas, en esas cabinas como de teléfono, todas trasparentes y por un tubo metálico, sin contacto, sin que las madres pudieran abrazar a sus hijos y donde sabíamos que todo era escuchado.
Como un hito, está marcada la Navidad del ’76. Estábamos en el patio el 24 de diciembre cuando de pronto alguien comenzó a tararear “Noche de paz”. Estaba prohibido cantar en el patio. No sé cómo fue que otra le siguió, y otra, y otra más. De pronto fue imparable, todas cantando con nuestra voz: NOCHE DE PAZ, NOCHE DE AMOR. Y era sentir ese momento en que estaríamos todos juntos, afuera, abrazándonos, besándonos, en democracia, en una Navidad sin presos políticos.
Y las caras de las celadoras, las vichas, con odio. Porque nos miraban con odio. Habían tratado de hacernos callar y, después, en silencio nos miraban frías, duras. Después vino una orden y todas las celadoras entraron y nos dejaron encerradas en el patio, solas. Entonces comenzó a llover. Empezamos a sentir un poco de frío. Paró un poco la canción. Cuando tomamos conciencia que lo que nos mojaba era la lluvia, que cuando llovía nunca había recreo, que la lluvia era un poco de libertad, mirando el cielo, con una sonrisa amplia, surgió:
No tenemos miedo…
No tenemos miedo…
Al fin
siento mi corazón,
seguridad que
vamos a vencer,
que vamos a vencer
al fin.
Era la energía de Martin Luther King, el líder pacifista de los Derechos Humanos de la negritud y Joan Baez cantando en todas las largas luchas por los derechos civiles. Cada vez con más fuerza, con más ganas, sabiendo cuán grande iba a ser la sanción, pero no importaba.
No tenemos miedo.
No tenemos miedo al fin.
Siento en mí la seguridad
Que vamos a vencer al fin.
Después, únicamente cantamos, a los gritos, el Himno Nacional Argentino, bajo la lluvia, torrencial:
¡LIBERTAD! ¡LIBERTAD! ¡LIBERTAD!
(continuará)
Columnista invitada
Lucía Isabel Briones Costa
“Mi pecado fue terrible: quise llenar de estrellas el corazón de los hombres” decía el poeta… Desde los lejanos años de estudiante del profesorado en Historia en la Universidad Nacional del Sur, dediqué mi vida a la educación. En los tiempos previos a la dictadura de 1976 enseñaba en una vieja aula de la Facultad de Agronomía el bachillerato de adultos, tarea compartida con los compañeros, casi todos presos políticos después en Bahía Blanca. Cuando era rector Remus Tetu se hizo una razzia contra docentes, no docentes y estudiantes, especialmente contra los alumnos de Humanidades, Sociología y Economía. Estaba terminando mi carrera, cursando las últimas materias cuando fui detenida y puesta a disposición del PEN, el Poder Ejecutivo de la Nación, durante tres años y tres meses, hasta diciembre de 1978. Estuve en las cárceles de Villa Floresta, Olmos, Devoto y los tres últimos meses en la U20, la cárcel dentro del Hospital Borda, donde un prolijo tratamiento con drogas psiquiátricas hizo borrar totalmente mi memoria. Así me dejaron en libertad, diciéndole a mi padre: “Su hija es irrecuperable, será un vegetal hasta el día de su muerte. Que Dios les de la Santa Resignación”. Gracias a haber encontrado la ayuda adecuada pude recuperar, poco a poco, la razón perdida. Y me fui a La Pampa, donde fui docente de escuelas primarias y secundarias en la pequeña localidad de 25 de Mayo y en el Terciario de Formación Docente de Catriel, Río Negro. Recién en 1997, pude terminar mi profesorado en la Universidad del Comahue, para cuando mis compañeras de promoción de la Universidad del Sur ya estaban por jubilarse. Luego comencé la maestría en Historia Latinoamericana de los siglos XIX y XX, la cual se interrumpió cuando la Universidad no podía pagar a los docentes, varios doctores en Historia. En ese tiempo de docente rural comencé a escribir narrativa, tarea que continué al jubilarme en el bello mar de Las Grutas, en Río Negro. Seguí escribiendo con la alegría de dar un legado en su educación a mis hijas: la mayor psicóloga y la menor, maestra y profesora de Historia, ambas egresadas también de la Universidad del Comahue.