(viene de la edición anterior)
Perengano
-Negrita, ¿escribiste algo? Yo me doy cuenta que escribir es tu terapia. Cuando escribís y sacás afuera tus obsesiones, ya no te joden más. Y no me lo decís a mí, una y otra vez, como un disco rayado. -Eso lo aprendí de Angela Davis. Cuando estábamos sancionadas me dijo: “Escribí todo; después me lo das, lo rompés, quemás o te lo comés si vienen las vichas. Lo importante es sacarlo afuera, que no te carcoma por dentro”-
-¿Y te falta mucho?
-Hay tanto… Me siento una cebolla, que voy sacando primero la cáscara, luego una capa, y después la otra…Luego, me paro hasta dejarlo para otro momento.
-Y después comemos lo que queda. Siempre tenemos ajo y cebolla al menos.
-Es que son buenos, la cebolla por la vitamina C.
-Mamá, -dice Guada que escucha todo y siempre participa- a mí me gusta más la vitamina C de las ensaladas o de las frutas.
-A mí me gustan la naranja, la manzana, la mandarina, la banana… -participa Raitri.
-Nena, la banana tiene potasio, no vitamina C.-Guadalupe es sabia en nutrición.
-A mí me gusta la banana. ¿No es cierto, mamá?
-Déjenla a su madre tranquila que está escribiendo. No sé para qué tenemos una casa tan grande si ustedes están siempre pegadas a las polleras, como si fuera un departamento de un ambiente…Un depto en Buenos Aires… Y yo salgo, voy a la esquina y compro lo que quiera. Si necesito pan, voy y le pido a la panadera “medio kilo de…”. Igualito que aquí. Cortar leña, hacha y hacha, amasar un engrudo, y tortas fritas o “al rescoldo” cuando no hay grasa ni aceite.
-¡Niñas, afuera!- Ya se enojó el July y las dos que lo conocen por el tono de voz se van.
Al ratito viene Raitrai:
-Mamá, afuera está el Perengano.
-¿Perengano?- le pregunto dudando. Era un gatito chiquito de la Negrasa que se había ido no sabíamos hace cuánto.
Salgo con Raitrai y la veo a Guada pateando una cosa seca con pelos, Perengano momificado. Cómo les explico el respeto hacia la muerte a ellas que, tan chicas, ya vieron cómo Nicolodo se comía un pedazo de gatito bebé al que Julio encontró aún vivo en su boca…
-Guby, a los gatitos muertos hay que enterrarlos.
…Cuando se murió Tiburcio, el canario de mamá, justo el día de su cumpleaños y ella se había ido antes, lo enterré en el balcón, entre las plantitas que eran de mamá. Arriba creció una hermosa rosa verde. ¿Te acordás de la canción de Violeta Parra? Te la canto:
Ya se va para los cielos,
este querido angelito
a rogar por sus hermanos,
por sus padres y hermanitos.
Cuando se muere la carne
el alma deja su sitio
adentro de una amapola
o dentro de un pececito.
Hace tanto que no escucho a la Violeta que ni recuerdo bien la letra, que va adaptada y cambiada. -Entonces, ¿qué plantita podemos ponerle a Perengano? -pregunta Guada.
-Ya veremos, -le contesto.
Entonces me pongo a escribirle a papá:
25 de Mayo, (Viejo), febrero de 1990
Querido papá:
Con Julio nos estamos acordando tanto, tanto de vos. Me dice él que no debés andar muy bien porque la llegada de la Tenia debe haber movido mucho.
Realmente no soy telépata, sólo siento una y otra vez que quisiera saber cómo estás, que te recuerdo muchísimo como las nenas. Le preguntamos a Raitrai: “¿Qué le dijiste al abuelo?
“Abuelo, abuelo, abueliiiiito…
Abuelo querido
de mi corazón
pedazo de cielo,
de nube, y de amor A-M-O-RRR”
(Recordarás que no te dijo una sola palabra). Guadalupe vos ya sabés cómo te super ama y recuerda. Ayer me contaba sobre el pasado. A veces parece que no recuerda absolutamente nada de Buenos Aires. Pero surge a veces. Resulta que está pasando en el piso gasoil con el lampazo (ese adminículo que vos a lo mejor lo conocés, la bruja también le dicen, ese aparato lleno de hilos para pasar por los pisos que recién conocí aquí).
Entonces le explicaba que en Buenos Aires no se usaba eso. Guada me preguntó de qué eran los pisos donde había vivido.
-¿De madera eran, mamá?
-Si -le dije- y también de mosaico. Traté de explicarle lo que era el mosaico porque no tenía ni idea.
-¿Y de cemento como éstos?
-No, nunca estuve en una casa con pisos de cemento.
-¿Le pasaban la bruja?
-No, Guby, la enceradora.
-¿Qué es la cerradora, mamá? preguntó Raitrai que es súper-metereta en las conversaciones.
-Una cosa que hace SHSHSHSHSH- dijo la Guby. -¿Te acordás, Guby?
-Sí, la beba se asustaría con el ruido.
Me la imagino a Raitrai agarrada a mí como una garrapata y a los alaridos.
-¿Dónde viste una enceradora?
-En la casa del abuelo. Pero no en la que fuimos; en la otra.
-¿Cómo era la casa?
-Huy, grande, grande. Muy linda, tenía una mesa en el comedor y otra mesa en la cocina. Ahí se pasaba la enceradora que hacía SHSHSHSHSH
-dice bien fuerte, mirándola a la hermana para que ésta se asuste, pero Raitrai sólo escucha atenta.
Me causa mucha gracia tratar de explicarles cosas que aquí ni conocen. El grabador, por ejemplo; ayer les contaba cómo funcionaba y la beba, muerta de risa, dijo:
-Mamá, los señores no se meten en los grabadores.
Cuando vino Julio del trabajo se lo dijo a él.
Estoy leyendo y releyendo el libro que me regalaste que es hermosísimo. Cada vez que lo abro, leo una parte y reflexiono. En Buenos Aires era tanta la desesperación por leer, que más que leer devoraba todo. Imaginate que no compramos libros, ni revistas, sólo muy pocos diarios. Recién aquí tengo tiempo para leer y meditar.
Debo contarte, papá, que estuvimos Guada y yo con una peste de piojos que me hicieron sentir tan mal, que creo que con eso toqué fondo. En Buenos Aires, Ana, la abuela de las mellizas, que vos sabés tiene un ojo clínico, lo detectó. Le conté que había probado con todo tipo de remedios, el famoso champú y loción de la propaganda. Hasta DDT, que aquí dicen es lo más eficaz, pero al poco tiempo volvían. Resulta que Ana me dijo que antes se usaba kerosene. La verdad es que yo nunca había visto siquiera uno, sólo les tenía pánico.
Bueno, aquí probé y fue santo remedio. En el primer día murieron un montón, al segundo día el resto, y nunca más. Desaparecieron por completo.
A raíz de esta peste, releyendo tu libro encontré el sentido de la enfermedad. Hasta leerlo no comprendí que inclusive tener piojos es una enfermedad, social, pero lo es.
Curándonos sentí la necesidad de escribir una novela. Ya comencé. Te voy a enviar ahora unos capítulos. Creo que es sólo una necesidad de ver la realidad desde las distintas visiones de la misma como el cuento sufí del elefante. Como sólo aquí tengo una visión, la mía; la de Julio es otra, la de las nenas, otra. Quisiera saber si puedo incorporar párrafos de cartas tuyas, esas cartas tan filosóficas que muestran una visión antitética a la mía, sí común a la de July, que por eso ama profundamente las charlas con vos por sentirse totalmente identificado con tu visión (tu pata de elefante).
La conclusión que he sacado es que sólo distintas visiones dan una panorámica de la realidad, una holografía, diría mejor. Por eso quisiera saber si me das autorización para incorporarte (mencionando tu nombre si estás de acuerdo). Te iré enviando las copias de la novela a medida que las vaya ordenando y vos me decís qué opinás.
Papá, lo único que espero es que no se hayan llenado de bichos con nuestra llegada a Buenos Aires. Tenemos pensado hacer un viaje a mediados de año, ya sin visitantes inoportunos como esta vez.
¿Cómo te va con el tema laboral? Como ya terminó la feria judicial de enero, me imagino que deben haberse agudizado los problemas laborales de la fábrica. La verdad es que tuve la sensación de que con este trabajo de la fábrica, encarado sólo como un servicio, podrías encontrarte con el karma de tantas cosas dejadas en el camino. Más o menos como le pasó a Ricardo. Casi tiene el desalojo de la casa por una garantía hecha a un amigo y resulta que sin comerla ni beberla le viene un maremágnum, encima de quedarse casi en la calle. Entonces le dije que a lo mejor era una consecuencia de la quiebra de la empresa constructora que había tenido antes. Te acordás de Montepaco, la inmobiliaria bahiense. Que a lo mejor mucha gente vivió eso mismo, la sensación de quedarse en la calle. Recuerdo a abuela, tu mamá, con esa sabiduría casi de bruja te diría, cuando miraba fuerte, con esa mirada de que sólo al ver ya sabía. Te acordás cuando decía:
“Dios castiga sin piedra ni palo. Pero no allá, arriba. Aquí. Todo se paga aquí, en esta vida.”
No sé porque me imagino que podés estar envuelto en un lío bárbaro por algo que vos sólo hiciste como una gauchada a un amigo, encarando un trabajo espiritual de servicio. Pero que no sería nada más que todo el lío que nos llegó por tantas empresas no muy claras de tu pasado, esos “negocios” de créditos estatales del IFONA, el Instituto Forestal Nacional, para forestar y luego, como aquí, ni un arbolito, porque la guita se fue, antes.
Según Julio, firme convencido de la reencarnación, igual que vos, cada vez que hace algo que le disgusta o desagrada, lo hace lo mejor posible, con el mejor ánimo del mundo, con todo su corazón.
-Mirá, si tengo que lavar los platos o los pañales, lo hago lo mejor que puedo, sino ya me veo regresando a este mundo para lavar pañales otra vez.
En realidad, padre, no creo en la reencarnación. Casi todas las noches escucho una radio chilena que tiene invitados con una onda así: médicos naturistas, quiroprácticos, astrólogos y desde sexólogos hasta brujos o amantes de los OVNIS. La verdad es que es apasionante el programa. Hace unas noches estaba escuchando la lectura de un libro que a lo mejor vos conocés. Resulta que un médico yanqui con una formación superacadémica, hacía hipnosis y descubre que, mediante ella, una paciente va llegando a develar distintas vidas anteriores. En un momento me agarra un sueño profundo. El sueño de la mosca tsé-tsé, lo llamo yo. Un sueño que aparece en determinados momentos de mi vida, cuando se va a aclarar algo muy profundo o cuando la realidad me muestra algo que no quiero ver. Entonces me viene un sueño, hipnótico te diría. De golpe, esté donde esté, me duermo. Cuando despierto no suelo recordar nada.
Resulta que estaba escuchando la lectura de este libro y cuando me desperté (era de noche y estábamos acostados ya) sólo recuerdo una imagen que muchas veces me ha llegado. Era una gitana muy alegre y feliz que leía la buenaventura, después me detiene la Inquisición. Recuerdo las mazmorras medievales y después el fuego de la hoguera.
Por supuesto, padre, que puede ser nada más que haber leído cientos de novelas sobre el tema y que mi propia vida tiene mucho en común. Pero la otra noche tuve la sensación que no era así, sino que realmente lo viví. Tal vez por eso no puedo leer las cartas natales y estoy convencida de que no puedo cobrar un peso por leerlas, tengo que estar mejor espiritualmente. Creo que todo está grabado en nuestro interior, en nuestro inconsciente (imaginate que en el cerebro reptilíneo están nuestros instintos, que conservamos de épocas anteriores a ser hombres…)
Así está grabado en nuestro código genético la tendencia o predisposición a determinadas enfermedades transmisibles por vía hereditaria que necesitan sólo un factor externo para manifestarse.
Debe estar en el ADN grabado con la tendencia a pelo rubio o negro. Por eso la Biblia dice que el pecado de los padres se transmite a los hijos y a los hijos de los hijos. Porque se va transmitiendo en el código genético.
La otra vez leí que los genes llaman a los genes. Más o menos como que es la propia especie humana la que va llamando a la formación de la pareja. Vaya a saber por qué en esa mezcla de genes de uno y otro abuelo o bisabuelo, o más allá aún. Probablemente sólo con una hipnosis surgen épocas pasadas, que están allí grabadas.
Por supu que leí en el libro que me regalaste que eso no era así. Pero es su visión (su oreja del elefante). La mía es otra.
Padre, un gran abrazo y espero tu respuesta.
Te queremos muchísimo.
La muerte de la Gatus
A Irene Quaglia y Gustavo Varela; Roberto Cirbián y Teresa, su señora; y a Toty
Porque cuando tuvimos hambre
nos dieron de comer,
cuando estuve enferma,
me visitaron.
Todo comenzó cuando murió la Gatus. Esa gata blanquísima con el lomo negro, mezcla de angora con algún gato silvestre. Cruza de diosa y princesa, le decía yo. Ella que desde chiquita sólo había tenido mimos, que había que perseguirla cuando estaba triste, para darle carne picada.
-Comé gatita, por favorcito, comé hermosa -le decíamos. Y ella se corría poquito y nos miraba ofendida. Levantaba una pata lamiéndosela hasta que la acariciábamos y le dábamos muchos mimitos. Entonces nos chupeteaba la mano.
-Son los besitos de la Gatus, -decía Guadalupe cuando era chiquita. Recién entonces comía.
Cuando vinimos, la trajimos. Aquí va a ser libre. Ella que no conoce los gatos, va a tener gatitos. Y sí, conoció el amor, con dos gatos, uno negro y otro amarillo, y quedó preñada. Fue una gran mamá. Al convertirse en abuela ayudó en el parto de su hija cortándole el cordón umbilical con los dientes y se comió la placenta. Luego le dio la teta a sus nietitos, llevándoselos a la madre que los rechazaba y gruñéndole, rezongona, hasta que los aceptó.
Fue libre. Se metía en el monte y cazaba. Pero cuando nuevamente apareció el hambre no se lo bancó más. Un día estaba la beba comiendo un pedacito de ese pan que aquí es un tesoro, que escasea tanto. La Gatus se lo sacó lastimándole la mano. Nunca le había arañado. No le dijimos nada. La sacamos afuera solamente. En el patio estaba el perro comiendo las sobras de la comida que le habían traído. Cuando la Gatus le fue a sacar un pedazo de hueso, Mendieta la sacó, la lastimó y la Gatus se fue al techo. A los días vino y ya no quiso comer más.
-“Aquí va a aprender a ser proletaria”, -decía Diego, el cineasta, el último integrante de la cooperativa que se bancó esta mishiadura. Aprendió. O no. Tal vez por eso se murió. De pena.
“Los que no pueden más se van” cantaba Charly García con Serú Girán en “Viernes 3 A.M.”.
No quiso comer la polenta que antes tanto le gustaba, ni haciéndole mimos. Se declaró en huelga de hambre. Cuando ni siquiera quiso probar un huevo duro, que era su manjar de gatita bebé, comprendí que dijo “no va más”.
Se quedó esperando la muerte acostada. Y una mañana se fue en las manos de Julio. Estaba dentro del hogar, en la ceniza caliente. Y así se fue.
Después comenzó la lluvia. Primero piedra, porque no era granizo eso. Eran piedras inmensas que rompían y partían las chapas de cemento y las de cartón en pedacitos. Luego fue el vendaval de viento y lluvia. Toda la casa era un charco, una gran laguna. Hacía dos meses apenas que la habíamos blanqueado y estaba con el blanco luminoso de la cal viva. Poco a poco la lluvia dejó los lamparones amarillos, como los que tenía antes. Al techo le volvieron las goteras, las mismas de siempre. Como si Julio nunca se hubiera subido caminando despacito, despacito, para tapar todos los agujeros con trapo y brea. Si en la lluvia anterior no había caído una sola gota; el vendaval de la muerte de la Gatus (porque empezó el día que la enterramos) nos tiró parte de la casa abajo. En lo que llamábamos “el garaje” se abrieron unas grietas de arriba abajo, en zigzag.
Trajimos las nenas a nuestra habitación, en una sola cama, una de un lado, la otra a los pies, muy junto a nosotros porque también en la pieza llovía. Pusimos baldes, latas, tachos, todos los recipientes que había. Todo estaba mojado, húmedo, pegajoso, mugriento.
En esos días se nos acabó todo de todo. Ni polenta, ni arroz, ni harina. Sólo la soja, ese líquido que era sopa y leche y todo. Tampoco yerba para unos mates. No la podíamos secar al sol, como decía Discépolo, porque llovía y llovía. Así que la secamos en el hogar.
Ese mes no habíamos podido comprar la garrafa. Julio todo el año estuvo sin trabajo. Sólo usábamos el fuego. Recuerdo en ese vendaval a Julio buscando un tronco bajo el agua, empapado completamente, tratando de encontrar algo para mantener el fuego.
Cuando paró la lluvia vino Roberto, ese cristiano a pesar suyo, que nos traía su alegría y sus préstamos en alimentos. No sé cuánto era en verdura, leche, carne, fruta. Lloramos de emoción. No fue esa limosna que humilla sino el préstamo que dignifica.
-“Cuando cobren, me lo devuelven”.
Igualito que en el municipio, dónde fuimos a pedir un préstamo, a devolver en cuotas mensuales para cemento y cal para apuntalar la casa. Nos trajeron una bolsa de cal. Todavía esperamos el cemento.
Comenzamos a comer. Ya había sido demasiado el hambre, el frío, la humedad de tanta lluvia, el cansancio de esperar en la ruta que pase algún vehículo para poder ir al pueblo a trabajar. O ir caminando, tantas veces en ayunas y volver tan cansada que ni ganas de comer esas polentas que son tanto alimento… Que el maíz es pura proteína, por algo era el alimento sagrado de los incas.
Fue entonces cuando en el Encuentro Nacional de Escritores en Santa Rosa, leí mi Manifiesto del Pueblo Viejo, con todo el dolor y la bronca acumulada. Y sentí el silencio del rechazo aquí. Nadie comentó absolutamente nada. Sin embargo era un silencio más afilado que la hoja del machete que se usa para desmontar. Como si eso no fuera aquí. El hambre es algo que pasa en África o en otros lugares de Latinoamérica, en esos países tan superpoblados, allá lejos. Aquí no. Nuestra hambre no existe. Nuestro frío no es real. El agua que cayó tanto afuera como adentro no nos mojó. “Esas, son cosas de esa mina que sólo quiere hacer lío. Si todo es pura mentira”
Sé que no me lo banqué más. Un día, cuando fui a la ruta, como todas las mañanas, a hacer dedo para ir a trabajar, sentí frío. No sé si era una madrugada más fría que otras. Creo que era igual a las de siempre. Pero esa vez sentí frío. Al mediodía lo sentí con más intensidad. A la noche comencé a tiritar. Era esa sensación que llegaba hasta bien adentro de los huesos. Me levanté despacito, me puse tres frazadas más. Y nada. Ni siquiera acercándome a Julio, mi estufita, que dormía. Entonces se despertó. Encendió el calentador eléctrico, calentó con la plancha una manta que me puso en los pies. Después comencé a sentir calor, mucho calor.
Y vino la fiebre.
(continuará)
Columnista invitada
Lucía Isabel Briones Costa
“Mi pecado fue terrible: quise llenar de estrellas el corazón de los hombres” decía el poeta… Desde los lejanos años de estudiante del profesorado en Historia en la Universidad Nacional del Sur, dediqué mi vida a la educación. En los tiempos previos a la dictadura de 1976 enseñaba en una vieja aula de la Facultad de Agronomía el bachillerato de adultos, tarea compartida con los compañeros, casi todos presos políticos después en Bahía Blanca. Cuando era rector Remus Tetu se hizo una razzia contra docentes, no docentes y estudiantes, especialmente contra los alumnos de Humanidades, Sociología y Economía. Estaba terminando mi carrera, cursando las últimas materias cuando fui detenida y puesta a disposición del PEN, el Poder Ejecutivo de la Nación, durante tres años y tres meses, hasta diciembre de 1978. Estuve en las cárceles de Villa Floresta, Olmos, Devoto y los tres últimos meses en la U20, la cárcel dentro del Hospital Borda, donde un prolijo tratamiento con drogas psiquiátricas hizo borrar totalmente mi memoria. Así me dejaron en libertad, diciéndole a mi padre: “Su hija es irrecuperable, será un vegetal hasta el día de su muerte. Que Dios les de la Santa Resignación”. Gracias a haber encontrado la ayuda adecuada pude recuperar, poco a poco, la razón perdida. Y me fui a La Pampa, donde fui docente de escuelas primarias y secundarias en la pequeña localidad de 25 de Mayo y en el Terciario de Formación Docente de Catriel, Río Negro. Recién en 1997, pude terminar mi profesorado en la Universidad del Comahue, para cuando mis compañeras de promoción de la Universidad del Sur ya estaban por jubilarse. Luego comencé la maestría en Historia Latinoamericana de los siglos XIX y XX, la cual se interrumpió cuando la Universidad no podía pagar a los docentes, varios doctores en Historia. En ese tiempo de docente rural comencé a escribir narrativa, tarea que continué al jubilarme en el bello mar de Las Grutas, en Río Negro. Seguí escribiendo con la alegría de dar un legado en su educación a mis hijas: la mayor psicóloga y la menor, maestra y profesora de Historia, ambas egresadas también de la Universidad del Comahue.