(viene de la edición anterior)
El calabozón
Estaba en el celular con la terapia de Angela Davis. Iba manejando bastante bien esas oleadas incontenibles de angustia. A lo que le tenía miedo era a las sanciones largas.
Una siesta, salíamos al recreo, bajando las escaleras. Yo iba sonriendo no sé por qué. Adelante, dos charlaban. Estaba prohibido hablar.
-¡Manos atrás! ¡Cabeza gacha!- era la orden.
-¡¿Quién está hablando?!- gritó la vicha.
Las de adelante se hicieron las otarias y entonces me agarró a mí.
-Usted, ¡salga de la fila!
Siempre me pasó lo mismo, aunque no tuviera nada que ver, siempre tuve un aire culpable.
-Es que vos sos culpógena- me decía la Pluta.- Te falta fe. Vos tenés un aire de “yo fui” siempre.
Ella, antes de la requisa vejatoria, cuando nos querían desnudar por completo para revisarnos, le prendía tres fosforitos a “Santa Margarita, madre y virgen, protectora de presas políticas que nos negamos a la requisa vejatoria”. Y venía ese tropel de la requisa, las vichas, todas corriendo, a la entrada los penitenciarios con armas, celda por celda, tirando y rompiendo todo, ordenando “¡Desnúdense!” No lo hacíamos. Hasta la bombacha y el corpiño, nomás.
-¡Al calabozo!
Era la orden pero como no alcanzaban las celdas de aislamiento para todas, algunas se salvaban. Las que se tenían más fe. Era algo como un halo de seguridad interna de ¡qué si yo no hice nada! Así como lo sentía yo, lo sentirían las vichas.
Al calabozo fui esa vez. Y calabozo totalmente a solas. Donde entraba solo la cama de metal, las paredes con un color celeste brillante que enceguecían con la luz del sol. Puede ser porque era el último piso y ahí sí entraba la luz solar. A lo mejor enceguecía la falta de costumbre de luz.
Fue un calabozo muy largo, un mes y medio, más o menos. Totalmente a solas. Aunque me emocionó escuchar una mañana, a la hora del recreo, a la Pluta que con su inconfundible silbido me llevaba el aliento de “Don’t let me down” de Los Beatles. No me dejes caer… Y luego “Con una ayudita de mis amigos”.
Claro, si yo estaba allí, sola, pero no estaba sola. Estaba con la ayudita de mis amigos, mis compañeras, mis compañeros de las otras cárceles, mis compañeros de afuera.
En el calabozo lo primero que hay que hacer es gimnasia. Siempre recomendaban. Aunque no hubiera lugar. Era sólo la cama de metal fría y una baldosa, sólo una baldosa alrededor. Se podía hacer pis si uno pedía ir al baño. Del frío me agarró cistitis. Yo no estaba preparada para ese invierno frío. Y en el calabozo hay que bancarse con lo puesto. Recuerdo la cistitis y las ganas de hacer pis, llamar a la vicha.
-¡Celadora! Quiero ir al baño- y a lo mejor venía y lo más posible es que no.
Hasta que empecé a orinar en el suelo nomás, ahí, donde estaba. A la siesta, la luz de sol me relumbraba en las paredes muy brillantes. El olor a orina subía, nauseabundo.
Después, cuando llegaba la misma vicha que no me había abierto la puerta para ir al baño, perfumada, decía:
-¡Qué olor…! Ustedes siempre son unas mugrientas…
No hice gimnasia, me tiraba en la cama toda acurrucada por el frío, a pensar. Recordaba una de las novelas que más me llegó en mi vida: “Espartaco”, de Howart Fast. La rebelión de los esclavos. Fue el mejor regalo para el alma de mi primer gran amor, Egue, a orillas del mar, en la carpa donde nunca hacía frío, haciendo el amor horas y horas. Tocaba en la guitarra “Violín de Becho” y era como un llamado de la selva, lo sentía en mi ser.
Le pregunté por qué a su hijita le había puesto Giuliana Variña. Por la compañera de Espartaco, me dijo. Y me prestó su libro, gastadísimo, en rústica, hojas medio sueltas de mucha lectura.
Cuando la masacre a los esclavos, la pregunta de quién estaba muriéndose, torturado, era, solamente: “¿Por qué hemos fracasado?”
Una y mil veces me volvía esa pregunta: ¿Por qué hemos fracasado?
Si yo los conocí. Eran los mejores hijos del pueblo, los más nobles, los más alegres, los más solidarios. Los que dieron hasta su propia vida por el pueblo.
No me conformaba la fe de las compañeras:
“la lucha del pueblo nos liberará”.
-A lo mejor tienen razón. -pensaba-.Es que soy débil ideológicamente.
En la cárcel aprendí que uno podía saber mucho, haber leído y estudiado las leyes del materialismo histórico pero lo que importaba era la fortaleza ideológica. Esa fe en la revolución que no era fe, era certeza. Que en el momento justo se iba a dar. Pensaba en el ’74, ’75, cuando estaban dadas las condiciones objetivas para la revolución. Uno de los últimos artículos leídos de “El Combatiente” o “La estrella roja” lo explicaba con el tema de la guerra civil española y el paralelismo con ese tiempo de la Argentina de Isabelita y López Rega y los reflejos de la crisis económica internacional, la crisis del petróleo, un año antes, cuando los países productores de petróleo se juntaron en la OPEP y subieron 8 veces el precio del petróleo y por supu absolutamente todo. Las crisis internacionales siempre llegan a los países dependientes después. Porque le tiran la pelota los países centrales, obviamente. Aquí llegó un año después, coincidiendo con la muerte de Perón. Aunque los nazionalistas que gobernaban, entonces, con su onda mazorquera, luego de la primavera camporista obviaban totalmente el contexto mundial.
Las condiciones objetivas, explicaban los compañeros del PRT-ERP, era la crisis económica galopante, la hiperinflación, el hambre del pueblo, la proletarización de los sectores medios.
Pero todo depende de las condiciones subjetivas, que estén quienes tengan la certeza de que se puede hacer la revolución.
Hay dos clases antagónicas, recordaba: el proletariado, que tiene sólo su propio cuerpo, su fuerza de trabajo. Y la burguesía, los que tienen todo, el capital, que los hace dueños de los medios de producción, las fábricas, las tierras, el capital financiero. Y las capas medias, los sectores de clase, la pequeña burguesía, la clase media, nosotros, los maestros, los estudiantes, los profesionales, los pequeños comerciantes y el campesinado. Que entonces sólo sabía que era conservador, que no quería que las cosas cambien. ¡Ahora los entiendo! Como dice Julio: “si nos dan el agua y podemos producir nuestras verduritas, a quien me toque esa hectárea y media lo saco con los dientes.”
Estas clases medias… No, ya sé, no son clases medias, son sectores de clase. La pequeña burguesía se va a volcar a la revolución, pensábamos. Porque esas son las condiciones subjetivas. Pero la pequeña burguesía, como yo, puro blablá, cuando las papas quemaron, se borró.
Recuerdo haber estudiado el proceso de la revolución española con mucho amor, por el abuelo, porque cuando vino la monarquía y le dieron el título de conde que le correspondía por el bisabuelo, lo rechazó con mucho orgullo. Por haber sido y ser republicano.
Mi querido abuelo, Luis Federico Carlos Briones y Marrero, el capricorniano que festejaba su cumpleaños del 31 de diciembre, invitando a todos sus hijos y nietos a pasar las Fiestas, desde Nochebuena a Reyes, a su casa, de Concordia, Entre Ríos. Y enviando un giro, solidario a quiénes no tenían para hacerlo. A nosotros, seguro, con seis chicos.
Cuando era una niña que solo leía y leía, allá en Concordia y me sentaba con él en la vereda, en las tardecitas sofocantes y húmedas, llenas de mosquitos, me enseñaba cuáles eran los nombres de las estrellas. Y me contaba de su Puerto Rico natal, porque el bisabuelo se casó con la bisabuela María, de las Canarias y el barco que venía a Argentina quedó parado en Puerto Rico.
Y allí estuvieron un tiempo. Allí nació y vivió sus primeros años. Y de allí habían llegado las semillas del bananero que estaba al fondo de su casa, que decían eran chiquitas y dulcísimas. Como siempre recordaba los frutos tropicales, el mango, el mamón y las paltas, mamá le había llevado de Misiones unas paltas que el abuelo plantó, creciendo altísimo en el patio de las gallinas y que solamente mi hermano Luis Horacio pudo cosecharlos cuando estaba estudiando para cura en el Seminario Mayor de Devoto luego de haber compartido con el Padre Mujica el trabajo evangélico en la Villa de Retiro. Porque ése había sido el sueño de la abuela, la hija de mama Thai, la india guaraní de Monte Caseros, Corrientes, donde habían nacido sus hijos, los tíos jefes milicos de la rama de los Briones.
No, en ese calabozo no estaba sola. Estaba abuelo, con quien siempre nos escribimos, desde niña. Cuando él me ponía en las cartas, con el sobre a mi nombre, Niña Lucía Isabel Briones. Recuerdo la emoción cuando pasé a la secundaria. El sobre decía, entonces: Señorita Lucía Isabel Briones.
Sus cartas cuando niña eran de igual a igual. Cómo nos entendíamos. Nunca me hizo sentir una niña y tonta, como otros adultos que tratan a los chicos como infradotados. En Concordia nos sentábamos al aire. Me contaba de los atardeceres en el mar.
-¿Cómo es el mar, abuelo?- Hasta los dieciocho no lo conocí.
-¿Cómo te podría explicar? ¿Viste el río Uruguay? Que es ancho, ancho, pero se ve la otra orilla. ¿Y cómo es el río Paraná, que tú lo conoces cuando vienes?
-Más grande todavía; marrón, agitado.
-El mar es más grande aún. No se ve la otra orilla. Es todo agua y agua. Pero en Puerto Rico, el mar es azul. Azul, como el cielo más hermoso. Como el mar grutense, sentí, al conocerlo.
Entonces me contaba que Puerto Rico quería ser libre y que Estados Unidos no lo dejaba. Pero Puerto Rico hablaba castellano, como nosotros, y Estados Unidos, inglés. Que era una isla muy chica pero que los yanquis querían que su bandera tuviera otra estrella. Me contaba sobre la revolución francesa. Y me sentí viviendo allí, entonces, en Francia. Me recomendaba autores:
-Cuando puedas conseguirlo, te recomiendo “Los miserables” de Víctor Hugo.
Entonces vivíamos en Tucumán y cuando lo fui a pedir a la biblioteca (tendría trece o catorce años) me dijeron que estaba en el INDEX, que era muy chica para leerlo. Mamá me explicó que eran cosas de viejos, una prohibición que no tenía sentido y ella me lo regaló.
Hasta ahora recuerdo la tristeza y el dolor de Jean Valjean. No pude volver a leerlo. Perseguido veinte años por robar un pan, mientras los corruptos seguían vivito y coleando.
Abuelo, lo recuerdo y canto esa canción que no sé de quién es:
Nunca te preocupó
salvarte sólo
porque no hay salvación,
decías,
si no es con todos.
Y presumes de ser
puro paisano.
De haber sido y de ser
republicano…
Abuelo, jubilado del ferrocarril, autodidacta porque tuvo que mantener una familia desde jovencito y no pudo estudiar como hubiera querido. Súper-lector. Y tan bueno…
En el fondo de la casa tenía un banco de carpintería, su hobby. Con sus propias manos me hizo una “perezosa” cuando yo tenía seis años. Igualita a la de los grandes, pero chiquitita. Una para cada nieta (éramos entonces dos, casi parejas en edad). El patio llenísimo de plantas, todas en latas de distintos tamaños. Y junto al bananero traído del trópico estaban las lombrices para ir de pesca, amor compartido por papá y el abuelo. Ambos en total silencio, algún comentario casual, frente al río manso y bello del Uruguay antes de la represa. Como mi niñez.
El fondo era un paraíso tropical. Unas gigantescas “orejas de elefante” que cuando iba a llover se paraban. “Piden agua”, decía la abuela. El que regaba las plantas todas las tardes era el abuelo. Y con su escobita barría las hojas caídas rezongando, igual que Julio, otro capricorniano. El otro patio de tierra, atrás de la casa, era de las gallinas donde los varones buscaban los huevos para los ravioles caseros de Navidad y Primero de
Año. Horas y horas trabajando las mujeres bajo la dirección de la abuela y siempre había para todo el familión de tíos en la mesa grande y al final la mesa de los chicos, sobrinos y nietos.
Cómo iba a estar sola. Si en ese calabozo estaba abuelo, amante de la justicia y la libertad de los pueblos, Puerto Rico y España.
(continuará)
Columnista invitada
Lucía Isabel Briones Costa
“Mi pecado fue terrible: quise llenar de estrellas el corazón de los hombres” decía el poeta… Desde los lejanos años de estudiante del profesorado en Historia en la Universidad Nacional del Sur, dediqué mi vida a la educación. En los tiempos previos a la dictadura de 1976 enseñaba en una vieja aula de la Facultad de Agronomía el bachillerato de adultos, tarea compartida con los compañeros, casi todos presos políticos después en Bahía Blanca. Cuando era rector Remus Tetu se hizo una razzia contra docentes, no docentes y estudiantes, especialmente contra los alumnos de Humanidades, Sociología y Economía. Estaba terminando mi carrera, cursando las últimas materias cuando fui detenida y puesta a disposición del PEN, el Poder Ejecutivo de la Nación, durante tres años y tres meses, hasta diciembre de 1978. Estuve en las cárceles de Villa Floresta, Olmos, Devoto y los tres últimos meses en la U20, la cárcel dentro del Hospital Borda, donde un prolijo tratamiento con drogas psiquiátricas hizo borrar totalmente mi memoria. Así me dejaron en libertad, diciéndole a mi padre: “Su hija es irrecuperable, será un vegetal hasta el día de su muerte. Que Dios les de la Santa Resignación”. Gracias a haber encontrado la ayuda adecuada pude recuperar, poco a poco, la razón perdida. Y me fui a La Pampa, donde fui docente de escuelas primarias y secundarias en la pequeña localidad de 25 de Mayo y en el Terciario de Formación Docente de Catriel, Río Negro. Recién en 1997, pude terminar mi profesorado en la Universidad del Comahue, para cuando mis compañeras de promoción de la Universidad del Sur ya estaban por jubilarse. Luego comencé la maestría en Historia Latinoamericana de los siglos XIX y XX, la cual se interrumpió cuando la Universidad no podía pagar a los docentes, varios doctores en Historia. En ese tiempo de docente rural comencé a escribir narrativa, tarea que continué al jubilarme en el bello mar de Las Grutas, en Río Negro. Seguí escribiendo con la alegría de dar un legado en su educación a mis hijas: la mayor psicóloga y la menor, maestra y profesora de Historia, ambas egresadas también de la Universidad del Comahue.