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        que invita a « dominar » la tierra (cf. Gn 1,28), se favorecería la explotación salvaje de la
        naturaleza presentando una imagen del ser humano como dominante y destructivo. Esta no es
        una correcta interpretación de la Biblia como la entiende la Iglesia. Si es verdad que algunas

        veces los cristianos hemos interpretado incorrectamente las Escrituras, hoy debemos rechazar
        con fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra, se

        deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas. Es importante leer los textos bíblicos en
        su contexto, con una hermenéutica adecuada, y recordar que nos invitan a «labrar y cuidar» el
        jardín del mundo (cf. Gn 2,15). Mientras «labrar» significa cultivar, arar o trabajar, «cuidar»
        significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad

        responsable entre el ser humano y la naturaleza. Cada comunidad puede tomar de la bondad de
        la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla y de

        garantizar la continuidad de su fertilidad para las generaciones futuras. Porque, en definitiva, «la
        tierra es del Señor » (Sal 24,1), a él pertenece « la tierra y cuanto hay en ella » (Dt 10,14). Por
        eso, Dios niega toda pretensión de propiedad absoluta: « La tierra no puede venderse a

        perpetuidad, porque la tierra es mía, y vosotros sois forasteros y huéspedes en mi tierra » (Lv
        25,23).



        68. Esta responsabilidad ante una tierra que es de Dios implica que el ser humano, dotado de
        inteligencia, respete las leyes de la naturaleza y los delicados equilibrios entre los seres de este
        mundo, porque « él lo ordenó y fueron creados, él los fijó por siempre, por los siglos, y les dio una
        ley que nunca pasará » (Sal 148,5b-6). De ahí que la legislación bíblica se detenga a proponer al

        ser humano varias normas, no sólo en relación con los demás seres humanos, sino también en
        relación con los demás seres vivos: « Si ves caído en el camino el asno o el buey de tu hermano,

        no te desentenderás de ellos […] Cuando encuentres en el camino un nido de ave en un árbol o
        sobre la tierra, y esté la madre echada sobre los pichones o sobre los huevos, no tomarás a la
        madre con los hijos » (Dt 22,4.6). En esta línea, el descanso del séptimo día no se propone sólo
        para el ser humano, sino también « para que reposen tu buey y tu asno » (Ex 23,12). De este

        modo advertimos que la Biblia no da lugar a un antropocentrismo despótico que se desentienda
        de las demás criaturas.



        69. A la vez que podemos hacer un uso responsable de las cosas, estamos llamados a reconocer
        que los demás seres vivos tienen un valor propio ante Dios y, «por su simple existencia, lo
        bendicen y le dan gloria»[41], porque el Señor se regocija en sus obras (cf. Sal 104,31).

        Precisamente por su dignidad única y por estar dotado de inteligencia, el ser humano está
        llamado a respetar lo creado con sus leyes internas, ya que «por la sabiduría el Señor fundó la

        tierra» (Pr 3,19). Hoy la Iglesia no dice simplemente que las demás criaturas están
        completamente subordinadas al bien del ser humano, como si no tuvieran un valor en sí mismas y
        nosotros pudiéramos disponer de ellas a voluntad. Por eso los Obispos de Alemania enseñaron
        que en las demás criaturas «se podría hablar de la prioridad del ser sobre el ser útiles»[42]. El

        Catecismo cuestiona de manera muy directa e insistente lo que sería un antropocentrismo
        desviado: «Toda criatura posee su bondad y su perfección propias […] Las distintas criaturas,
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