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        Cristo resucitado abraza e ilumina todo. Porque el ser humano, dotado de inteligencia y de amor,
        y atraído por la plenitud de Cristo, está llamado a reconducir todas las criaturas a su Creador.



        IV. El mensaje de cada criatura en la armonía de todo lo creado


        84. Cuando insistimos en decir que el ser humano es imagen de Dios, eso no debería llevarnos a

        olvidar que cada criatura tiene una función y ninguna es superflua. Todo el universo material es
        un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros. El suelo, el agua, las
        montañas, todo es caricia de Dios. La historia de la propia amistad con Dios siempre se desarrolla
        en un espacio geográfico que se convierte en un signo personalísimo, y cada uno de nosotros

        guarda en la memoria lugares cuyo recuerdo le hace mucho bien. Quien ha crecido entre los
        montes, o quien de niño se sentaba junto al arroyo a beber, o quien jugaba en una plaza de su

        barrio, cuando vuelve a esos lugares, se siente llamado a recuperar su propia identidad.


        85. Dios ha escrito un libro precioso, «cuyas letras son la multitud de criaturas presentes en el
        universo»[54]. Bien expresaron los Obispos de Canadá que ninguna criatura queda fuera de esta

        manifestación de Dios: «Desde los panoramas más amplios a la forma de vida más ínfima, la
        naturaleza es un continuo manantial de maravilla y de temor. Ella es, además, una continua

        revelación de lo divino»[55]. Los Obispos de Japón, por su parte, dijeron algo muy sugestivo:
        «Percibir a cada criatura cantando el himno de su existencia es vivir gozosamente en el amor de
        Dios y en la esperanza»[56]. Esta contemplación de lo creado nos permite descubrir a través de
        cada cosa alguna enseñanza que Dios nos quiere transmitir, porque «para el creyente contemplar

        lo creado es también escuchar un mensaje, oír una voz paradójica y silenciosa»[57]. Podemos
        decir que, «junto a la Revelación propiamente dicha, contenida en la sagrada Escritura, se da una

        manifestación divina cuando brilla el sol y cuando cae la noche»[58]. Prestando atención a esa
        manifestación, el ser humano aprende a reconocerse a sí mismo en la relación con las demás
        criaturas: «Yo me autoexpreso al expresar el mundo; yo exploro mi propia sacralidad al intentar

        descifrar la del mundo»[59].


        86. El conjunto del universo, con sus múltiples relaciones, muestra mejor la inagotable riqueza de

        Dios. Santo Tomás de Aquino remarcaba sabiamente que la multiplicidad y la variedad provienen
        «de la intención del primer agente», que quiso que «lo que falta a cada cosa para representar la
        bondad divina fuera suplido por las otras»[60], porque su bondad «no puede ser representada
        convenientemente por una sola criatura»[61]. Por eso, nosotros necesitamos captar la variedad

        de las cosas en sus múltiples relaciones[62]. Entonces, se entiende mejor la importancia y el
        sentido de cualquier criatura si se la contempla en el conjunto del proyecto de Dios. Así lo enseña

        el Catecismo: «La interdependencia de las criaturas es querida por Dios. El sol y la luna, el cedro
        y la florecilla, el águila y el gorrión, las innumerables diversidades y desigualdades significan que
        ninguna criatura se basta a sí misma, que no existen sino en dependencia unas de otras, para
        complementarse y servirse mutuamente»[63].
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