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        posee una inventiva infinita, propia de la mente divina, que provee a desatar los nudos de los
        sucesos humanos, incluso los más complejos e impenetrables»[48].  Él, de algún modo, quiso
        limitarse a sí mismo al crear un mundo necesitado de desarrollo, donde muchas cosas que

        nosotros consideramos males, peligros o fuentes de sufrimiento, en realidad son parte de los
        dolores de parto que nos estimulan a colaborar con el Creador[49]. Él está presente en lo más

        íntimo de cada cosa sin condicionar la autonomía de su criatura, y esto también da lugar a la
        legítima autonomía de las realidades terrenas[50]. Esa presencia divina, que asegura la
        permanencia y el desarrollo de cada ser, «es la continuación de la acción creadora»[51]. El
        Espíritu de Dios llenó el universo con virtualidades que permiten que del seno mismo de las cosas

        pueda brotar siempre algo nuevo: «La naturaleza no es otra cosa sino la razón de cierto arte,
        concretamente el arte divino, inscrito en las cosas, por el cual las cosas mismas se mueven hacia

        un fin determinado. Como si el maestro constructor de barcos pudiera otorgar a la madera que
        pudiera moverse a sí misma para tomar la forma del barco»[52].


        81. El ser humano, si bien supone también procesos evolutivos, implica una novedad no

        explicable plenamente por la evolución de otros sistemas abiertos. Cada uno de nosotros tiene en
        sí una identidad personal, capaz de entrar en diálogo con los demás y con el mismo Dios. La

        capacidad de reflexión, la argumentación, la creatividad, la interpretación, la elaboración artística
        y otras capacidades inéditas muestran una singularidad que trasciende el ámbito físico y
        biológico. La novedad cualitativa que implica el surgimiento de un ser personal dentro del
        universo material supone una acción directa de Dios, un llamado peculiar a la vida y a la relación

        de un Tú a otro tú. A partir de los relatos bíblicos, consideramos al ser humano como sujeto, que
        nunca puede ser reducido a la categoría de objeto.



        82. Pero también sería equivocado pensar que los demás seres vivos deban ser considerados
        como meros objetos sometidos a la arbitraria dominación humana. Cuando se propone una visión
        de la naturaleza únicamente como objeto de provecho y de interés, esto también tiene serias

        consecuencias en la sociedad. La visión que consolida la arbitrariedad del más fuerte ha
        propiciado inmensas desigualdades, injusticias y violencia para la mayoría de la humanidad,
        porque los recursos pasan a ser del primero que llega o del que tiene más poder: el ganador se

        lleva todo. El ideal de armonía, de justicia, de fraternidad y de paz que propone Jesús está en las
        antípodas de semejante modelo, y así lo expresaba con respecto a los poderes de su época:
        «Los poderosos de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen

        con su poder. Que no sea así entre vosotros, sino que el que quiera ser grande sea el servidor »
        (Mt 20,25-26).



        83. El fin de la marcha del universo está en la plenitud de Dios, que ya ha sido alcanzada por
        Cristo resucitado, eje de la maduración universal[53]. Así agregamos un argumento más para
        rechazar todo dominio despótico e irresponsable del ser humano sobre las demás criaturas. El fin

        último de las demás criaturas no somos nosotros. Pero todas avanzan, junto con nosotros y a
        través de nosotros, hacia el término común, que es Dios, en una plenitud trascendente donde
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