Hegel, quizá el mayor filósofo de la historia occidental, nos dispensaba un pálido futuro a los habitantes de América. Eramos el extremo Occidente, un espacio cultural sin destino. Según él, estábamos convocados al fracaso.
Eduardo Duhalde, ciertamente no un pensador, pretendía en cierto momento que, en cambio, estábamos -como argentinos- “condenados al éxito”. Ahora parece que se ha arrepentido, y es uno más de los heraldos del desastre nacional.
Mucha tinta ha corrido en cuanto a pensar qué somos los argentinos. Desde la generación del ’37 del siglo XIX, la generación del ’80, los exabruptos de Sarmiento contra gauchos e indios, o la repentina recuperación del gaucho por parte de Lugones, para oponerlo a las ideologías supuestamente disolventes que traían los inmigrantes europeos. Antes, Lucio Mansilla había dado una versión diferente sobre los indios a través de sus incursiones militares en las tierras ranqueles, ante los caciques Mariano Rosas y Baigorrita.
No nos han faltado voces agoreras. Martínez Estrada insistiría con su determinismo geográfico, allá por los años treinta, en que el paisaje monocorde de la pampa nos llevaba al ocio, la indiferencia y la falta de voluntad. Otros, como el filósofo Astrada, volverían a posicionar la figura del gaucho, en este caso como representante de lo popular que han querido exorcizar las élites.
Hemos llegado al presente. El gobierno anterior aumentó hasta lo intolerable la deuda externa, facilitó la fuga de capitales, aumentó enormemente la pobreza, junto al incremento del precio de tarifas que multiplican el precio de los productos, como es combustibles y energía en general. Así y con nuevo gobierno elegido por voluntad ciudadana, llegamos a la condición fatalmente deteriorante de la pandemia.
Por supuesto, la economía ha tenido que caer en el primer semestre, el de la cuarentena rigurosa que permitió allegarse de suficientes camas y equipamiento sanitario. Se hizo mientras, en un trabajoso y paciente esfuerzo diplomático de tira y afloja, se renegociaba el pago de la deuda. Si se hubiera debido pagar la deuda ya mismo, el país era inviable. Hambre total, economía imposible. Fue un logro extraordinario postergar el pago, y achicar el monto de los intereses.
Hay un sector social que no parece enterarse. Quiere cumplir la consigna de Hegel: esta sería tierra de fracaso, como pintaba el Zama de Di Benedetto. Tierra de la eterna espera, de la imposibilidad indefinida, del fracaso prefijado. A eso parecen apuntar muchos, que fueron gobierno hasta hace poco con resultados desastrosos, y que tratan de impedir que ahora se pueda gobernar. Si se llevan puesto al país en la redada no importa, basta con impedir gobernar a quien hoy está. ¿Algún proyecto para el futuro? Nada. Si ni siquiera se han hecho cargo o se han autocriticado por haber hundido al país con el apoyo del FMI y de la potencia del Norte. No sabrían qué hacer si fueran gobierno, salvo volver a endeudarnos a la mayor velocidad posible, hasta que tengamos que entregar agua, litio o territorio nacional para pagar a los acreedores.
Podemos ser un país vivible. Fuimos alguna vez una gran nación, la tierra de la gran promesa, el sitio al cual nuestros abuelos vinieron a “hacer la América”: trabajando, esforzándose, pero finalmente para salir ellos adelante y para que -a la vez- el país progresara. Hoy estamos ciegos, centrados en lo fratricida. Hay un sector del poder económico y mediático del país que ni supo gobernar, ni deja gobernar a otros. Mientras, el tiempo se acorta, las posibilidades se cierran, las silobolsas no se vacían para exportar, el país se va agotando en la imposibilidad. Y la astucia de la razón de Hegel parece que funciona: nos juzgaba demasiado jóvenes para estar a la altura de la adultez de Europa.
Columnista invitado
Roberto Follari
Doctor y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis. Profesor titular jubilado de Epistemología de las Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Cuyo, Facultad Ciencias Políticas y Sociales). Ha sido asesor de UNICEF y de la CONEAU (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). Ganador del Premio Nacional sobre Derechos Humanos y Universidad otorgado por el Servicio Universitario Mundial. Ha recibido la distinción Juana Azurduy del Senado de la Nación (año 2017) y el Doctorado Honoris Causa del CELEI (Chile, año 2020). Ha sido director de la Maestría en Docencia Universitaria de la Universidad de la Patagonia y de la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Cuyo; y es miembro del Comité Académico de diversos posgrados. Ha sido miembro de las comisiones evaluadoras de CONICET. Ha sido profesor invitado de posgrado en la mayoría de las universidades argentinas, además de otras de Ecuador, Chile, Uruguay, Venezuela, México y España. Autor de 15 libros publicados en diversos países, y de unos 150 artículos en revistas especializadas en Filosofía, Educación y Ciencias Sociales. Ha sido traducido al alemán, el inglés, el italiano, el idioma gallego y el portugués. Uno de sus principales libros se denomina “Teorías Débiles”, y ha sido editado por Homo Sapiens (Rosario, Argentina). En la misma editorial ha publicado posteriormente “La selva académica (los silenciados laberintos de los intelectuales en la universidad)” y “La alternativa neopopulista (el reto latinoamericano al republicanismo liberal)”.
Muy flojo lo de Follari. Una mirada con cara de piedra a una realidad desesperante con ojos de investigador, a quien le importa un corno lo que pasó, lo que pasa y lo que pasará. Parece más la descripción hecha por un alienígena que por un autoreferenciado “doctor” (como que “eso” fuese muy importante), y sólo lo es cuando lo destaca a quien lleva por sus haceres y no por sus muchos decires (bla, bla, bla). Un fiasco. Más joven era muy diferente; que lástima.
Gracias por darme a conocer tu opinión. Estoy aprendiendo a publicar todos los comentarios que me llegan, como el que me enviaste y ya está a la vista.