Historias canadienses con raíces argentinas
Lo narrado son fantasías que sucedieron.
Se trata de pinceladas incompletas -pero no falsas- de algo que imaginé.
Cualquier parecido con la realidad podría ser el sueño de otros, reflejado en el mío.
Las mañanas de otoño suelen ser frescas en Canadá, pero durante el día, si las nubes no lo tapan, el sol va ganado terreno y el calor nos hace acordar al verano, nos va envolviendo como hasta ayer nomas lo hacía. Claro que la vida te da sorpresas, eso lo sabría al final de la jornada en que alguien me reconoció en el patio de la escuela frente a casa.
Los patios de escuela son un recuerdo que se me cae de la infancia, hay varios de ellos que han quedado accesibles en mi evocación memoriosa.
El primero es el de una casa de varias habitaciones, ubicada en la periferia del centro de la ciudad de San Miguel de Tucumán, donde cursé cuatro años de primaria. Era como el patio de mi casa, de cualquier casa. Daba para imaginar cualquier ámbito para los juegos infantiles con quienes éramos parte del grado, seis o siete nomás.
La escuela tenía un patio con una parra, una parte de tierra y otra con baldosas. También tenía una directora que era madre de dos maestras y de mi compañera de grado. Aunque en mi deseo me hubiera gustado que esa relación llegara más allá, quedó trunca en las cartas que nos escribimos cuando mi familia decidió que ya no viviríamos en Tucumán.
Además, su mamá la directora era amiga de María Elena Walsh, quien nos cantó La Vaca Estudiosa en el aula grande, donde entraba toda la escuela. En Canadá se exiliaron nietas de esta directora, luego que una de las hijas maestra quedara atrapada en el horror de la dictadura del ’76. Pero eso es otra historia. No recuerdo la ceremonia de subir la bandera. A lo mejor era algo de los grados superiores.
Donde sí había que cantar alta en el cielo… fue en la Escuela República de Indonesia en Ciudad Evita –nombre libertadoramente pudoroso cambiado por el de General Belgrano, el barrio ubicado al costado de la autopista que lleva al aeropuerto de Ezeiza-, cerquita de lo que en esa época era la Capital Federal de la Republica Argentina, Buenos Aires a secas. Allí el invierno escarcha el agua de los charcos. Íbamos quebrando hielo, cuando en las mañanas de invierno cruzábamos un terreno baldío con mis hermanos para llegar a la escuela.
Ya en el patio, pantalón cortito, rodillas golpeteando, se nos congelaba la vida mientras la punta de flecha el áureo rostro imita. En esa parte de la canción bajaba la cabeza, porque si lo veía al Víctor, me largaba a reír. ¿Que estábamos diciendo? ¿Asulunala? La verdad es que repetíamos sin sentido la letra, como la del General Susvin.
El último patio de escuela que quiero compartir es donde terminé la primaria, en Bahía Blanca. Un edificio muy grande, herencia del primer peronismo, imponente, con columnas y escalinata en el frente. Tenía, adelante, un patio para los primeros grados y luego el de los superiores, atrás. Un paredón nos aislaba de las casas vecinas, que deben haberlo agradecido. Aunque el griterío cuando salíamos al recreo, era atronador y seguro que se escuchaba hasta la esquina.
Esos patios siempre eran cerrados, protegidos, secretos. Bajo la atenta mirada de las maestras –no recuerdo que hubiera maestros…- que siempre llegaban tarde a la hora de las piñas. Que se tenían que bancar los pelotazos y empujones en las correteadas de los juegos que dejábamos en suspenso, cuando sonaba el timbre hasta el próximo recreo.
Hace veinte años atrás, cuando en Toronto nos mudamos a la casa que estaba frente a la escuela, noté la diferencia. El patio de esa escuela era un tremendo terreno que incluía una cancha de futbol y un diamante para jugar softbol. Abierto a todo el barrio, para el disfrute. Ese patio cruzaba en las mañanas para acompañar a mi hijo para que llegue en horario.
Aquella tarde de fines de septiembre decidí ir hasta la salida de las instalaciones de la escuela, a esperar que se abrieran las puertas. Yo junto a otras personas que estirábamos el cuello para reconocer, e ir al encuentro de quien se fundía con el resto de quienes salían de la escuela. Iban a los tropezones y gritos de la alegría del final de la obligación escolar.
La tarde brillaba con el sol a cielo abierto, la juventud de los árboles que rodeaban el patio aun mostraba el verde veraniego sin alcanzar a ser sombra y refugio. La leve brisa hacía más tolerable la intensidad del sol. Me acomodé a la sombra del tablero donde rebota la pelota de básquet.
Esa cancha era accesible durante todo el año, era posible ir a intentar meter la pelota grandota y pesada en el aro, rebotando o no contra el tablero. Era posible encontrar gente de toda edad, del barrio, probando su futuro tratando de emular a Shaquille O’Neal.
Sopesaba la diferencia de los patios de mis escuelas de infancia. Estaba sumido en esas cavilaciones, tratando de evitar aquellas personas que inician una conversación casual y que a mi me resultaba siempre difícil entender con mi inglés de náufrago. Fue cuando sentí la voz de un tipo que me llamaba por mi nombre.
Fue casualidad encontrarlo allí, en el patio de la escuela de mi hijo quien compartía el grado con uno de los suyos. ¿Fue esa casualidad la que nos llevó a vivir los próximos dos años sintiendo que éramos una sola familia?
Desde hace casi cien años se viene postulando que hay seis grados de separación entre las personas en todo el mundo, incluso se formula como teoría, está presente en el cine y la literatura. Se repite y se vuelve a postular de tanto en tanto. Es la idea de que todas las personas de este mundo, en promedio, tienen seis o menos conexiones sociales entre sí. Como resultado, se podría hacer una cadena de “persona que conoce a alguien que conozco”. De esta forma se pueden conectar a dos personas en un máximo de seis pasos. También se conoce como la regla de los seis apretones de manos. Quien más cerca ha estado de probar esta teoría es Facebook, analizó las amistades de cada usuario y concluyó que se puede llegar a conectar a dos personas en un promedio de 4,75 pasos. Como que probó la teoría.
Nada de esto estaba presente en estos dos tipos que se juntaron azarosamente en el patio de una escuela pública en medio del barrio judío de Toronto.
Me contó de donde me conocía, no habíamos hablado nunca, pero yo lo recordaba sentado en una sala de espera en la Radio Nihuil. Hubo un reproche aquella tarde de sol en el patio del encuentro inaugural.
Ahora, aquel desaire entre el encargado de la producción de la radio y un vecino y laburante que venia con una queja, ha quedado como broma cada vez que nos encontramos, aquí o allá.
Nuestras familias se entrelazaron, nuestros hijos se movían en compás armónico entre los juegos, las aventuras, las películas, la escuela, los paseos. Juntos éramos capaces de vibrar con la misma música y disfrutar las mismas empanadas y las clásicas pizzas de los viernes.
Hasta que una mañana, la policía entró en la escuela y se llevó a los niños a juntarse con su madre que estaba en un móvil de la policía. Un atropello que no se sostiene con ninguna legalidad. Los metieron en una cárcel antes de deportarlos. Por años la imagen que tuvimos de esa familia estuvo mediada por una reja.
Ahora soy capaz de evocar otros momentos, por esa habilidad de supervivencia humana que manda al tacho de basura lo más horrible y elegimos lo que nos conforta. Recuerdo cuando nos juntábamos a jugar al básquet el domingo en el patio de la escuela. O jugábamos a deslizarnos en la montaña de nieve que había al lado de la entrada principal. O el cotidiano pasar por el patio de la escuela ir a mi casa y preparar algo para que comiéramos las dos familias sentadas a una sola mesa.
Todo comenzó hace veinte años atrás, con una conversación que se alargó bajo el cálido sol de finales de septiembre que se trastrocó en una brisa fría que por no saberlo me tumbo en la cama y que anunciaba que el largo invierno estaba llegando.
Toronto 8 de octubre 2021.
Columnista invitado
Rodrigo Briones
Nació en Córdoba, Argentina en 1955 y empezó a rondar el periodismo a los quince años. Estudió Psicopedagogía y Psicología Social en los ’80. Hace 35 años dejó esa carrera para dedicarse de lleno a la producción de radio. Como locutor, productor y guionista recorrió diversas radios de la Argentina y Canadá. Sus producciones ganaron docenas de premios nacionales. Fue panelista en congresos y simposios de radio. A mediados de los ’90 realizó un postgrado de la Radio y Televisión de España. Ya en el 2000 enseñó radio y producción en escuelas de periodismo de América Central. Se radicó en Canadá hace veinte años. Allí fue uno de los fundadores de CHHA 1610 AM Radio Voces Latinas en el 2003, siendo su director por más de seis años. Desde hace diez años trabaja acompañando a las personas mayores a mejorar su calidad de vida. Como facilitador de talleres, locutor y animador sociocultural desarrolló un programa comunitario junto a Family Service de Toronto, para proteger del abuso y el aislamiento a personas mayores de diferentes comunidades culturales y lingüísticas. En la actualidad y en su escaso tiempo libre se dedica a escribir, oficio por el cual ha sido reconocido con la publicación de varios cuentos y decenas de columnas. Es padre de dos hijos, tiene ya varios nietos y vive con su pareja por los últimos 28 años, en compañía de tres gatos hermanos.