(viene de la entrega anterior)
La trágica historia del compañero asesinado por la inoperancia de la salud pública, me había sublevado. – Seguramente la indignación estalló en llamaradas en mi cabeza, me dije. Imaginaba que tal vez fuese uno de los ilusos que regresaron en el bicentenario con K. Tal vez se habría sumergido en la misma depresión que tantos sobrevivientes setentístas padecimos cuando el pueblo eligió al infame de Makrigato. Y tal vez haya sido uno de los que fueron, con esa paciencia militante, reconstruyendo los lazos solidarios para que ganara el Alberto.
Y mientras, fue viendo en el resto de América Latina, la represión más atroz, las salvajadas de los milicos hacia el pueblo en Bolivia y en Chile, a los pakos apuntando a uno de los ojos de los jóvenes, esos mismos que hace tantos meses resisten con arte. Y ahora la elección en Uruguay, donde perdió nuestro querido Frente Amplio.
Lo imaginaba yendo al hospital padeciendo el ninguneo. Y mientras se iba muriendo, lo suponía llorando para adentro, preguntándose tantos por qué.
***
A las 7,30 llamé al taxi. Cuando llegué a la salita, la enfermera me informó que no habría médicos hasta el 25 de ese mes.
-¿Le parece que tenga que hacer horas de espera contagiando a los demás pacientes? ¡Porque puedo tener coronavirus! ¿Puede usted tomarme la fiebre?
-Por supuesto.
Mientras esperaba con el termómetro bajo el brazo, le pregunté a la amable enfermera por qué en el número de EMERGENCIAS no sabían que no tenían médicos en la salita de atención primaria. Le comenté que había ido en taxi, bastante careli por cierto.
-No tiene fiebre: 35,5 de temperatura.
-Ah, bueno, mil gracias. Y llamé al taxi otra vez.
Me salvé de la tortura de las horas de espera en el infame edificio del hospital grutense, que parece ideal para filmar una remake de la peli “MASH” sobre un hospital de campaña en plena guerra de Vietnam. No sé cómo me pude reír tanto cuando la vi. Después de años de padecer la desastrosa salud pública hospitalaria, ni sikiera esbozaría una sonrisa, apenas una mueca de amargo escepticismo.
Mamá fue desahuciada por metástasis de cáncer de huesos en el hospital Rivadavia en la dictadura, falleció en el ’81 sin sikiera recibir la medicación de los cuidados paliativos para calmarle ese dolor tan agudo. Mucho después supe por qué en los hospitales no hay anestesias ni calmantes: pasan al mercado negro de las carísimas drogas ilegales.
Tuve a mi hija mayor al comienzo del alfonsinismo, en mayo del ’83, en ese mismo hospital, que tenía entonces la única maternidad gratuita, me habían dicho. Me sentía en un pabellón carcelario, las camas estaban casi pegadas. Una de las parturientas tenía obra social y por eso se desgarró esperando sus papeles, no tuvo internación.
Recuerdo que en un momento me levanté para ir al baño y dejé a la beba en su camita. Al regresar una señora me dijo:
-¿Usted no kiere a su beba? ¿Sabe cuántos niños son robados de akí? Espantada de solo pensarlo, iba al baño con el atril del suero colgante y la beba en mi kepina, esa telita pegada al cuerpo como las coyas.
Así estuve hasta que mi cuñada, la pareja de Pablito, logró quedarse a la noche, mediante un arreglo con una de las enfermeras, quien le dijo que la autorizaba a quedarse si compraba una lamparita para esa parte de la sala.
Es la destrucción de la salud pública de la dictadura, pensé entonces. Ya lo solucionarán los radicales a kiénes no había votado aunque me parecían magníficas sus consignas de CON LA DEMOCRACIA SE COME, SE CURA Y SE EDUCA.
En el embarazo de mi hija menor, en diciembre del ‘86 decidí viajar a buenos aires para hacerme los estudios pertinentes en el Hospital Malbrán porque existía la posibilidad de que padeciéramos el mal de Chagas. Es que allí, en 25 viejo, donde vivíamos, era zona con vinchucas y toxoplasmosis por los gatos del ranchón.
El Malbrán era un edificio en ruinas, lleno de cartelones exigiendo pago de salarios atrasados.
Me hicieron los análisis y cuando fui a buscar los resultados, me los entregó una doctora de unos 60 años en un papelito escrito atrás de una fotocopia.
-¿Este es el resultado?- la miré con un aire dudósico, seguramente.
-Soy la doctora no-sé-cuanto-, afirmó con seguridad, hace 35 años que estoy aquí.
Me explicó con sapiencia que no tenía Chagas ni toxoplasmosis y que si había estado en contacto antes del embarazo con gatos, no había problemas porque tenía anticuerpos.
Recordé cuando una científica del Malbrán decía que el desastre sanitario del país se debía a que el pueblo aceptaba mansamente, que un futbolista cobrara millonadas y en cambio, ¿cuánto era el salario de un científico de dicho hospital?
Recordé todo esto justo ahora, que mi hija no podrá venir de visita por la cuarentena. Le había sacado el pasaje de ida y vuelta pero llegó la pandemia.
Y me vino la angustia, porque cuando nació, una enfermera me impidió darle el calostro que le hubiera trasmitido mi inmunidad.
Entró una enfermera, la llevó para el control de recién nacida y cuando me la trajo, delante de mí, le dio una mamadera. Yo me indigné y le dije que si le daba de mamar el calostro le transmitiría la inmunidad de mis propias defensas. Se sonrió mirándome como diciendo, “a esta india atrasada hay que explicarle todo”:
-Mamita, así la beba va a estar bien hasta que a usted le baje la leche.
Y así, aún hoy se contagia cada año cualquier gripe que anda en el aire. Y como no tiene la playa cerca allí donde vive, no puede tomar agua de mar isotónica que hasta la mejoró a Manchita, mi perraza dálmata, quien ya estaba solamente al sol, como esperando la muerte.
Un día decidí comenzar a darle de tomar en su tachito, una parte de agua de mar y cuatro de agua filtrada, como la tomo yo, pero a la mía le agrego jugo de limón.
Y así Manchita mejoró, con agua de mar, con el ungüento de propolio y con esa cucharadita de cannabis que lame tiernamente con su lenguaza. Ahora ya ladra otra vez con su rugido de león.
Pero volviendo a mi hija menor, ella tuvo todas las vacunas obligatorias a diferencia de la mayor que estuvo bajo el control del Dr. Roberto Crotogini, pediatra del equipo del Dr. Escardó y luego especialista en medicina antroposófica, formador de equipos de profesionales de la medicina desde hace más de 30 años.
(continuará)
Las Grutas, Río Negro,
marzo de 2020.
Columnista invitada
Lucía Isabel Briones Costa
“Mi pecado fue terrible: quise llenar de estrellas el corazón de los hombres” decía el poeta… Desde los lejanos años de estudiante del profesorado en Historia en la Universidad Nacional del Sur, dediqué mi vida a la educación. En los tiempos previos a la dictadura de 1976 enseñaba en una vieja aula de la Facultad de Agronomía el bachillerato de adultos, tarea compartida con los compañeros, casi todos presos políticos después en Bahía Blanca. Cuando era rector Remus Tetu se hizo una razzia contra docentes, no docentes y estudiantes, especialmente contra los alumnos de Humanidades, Sociología y Economía. Estaba terminando mi carrera, cursando las últimas materias cuando fui detenida y puesta a disposición del PEN, el Poder Ejecutivo de la Nación, durante tres años y tres meses, hasta diciembre de 1978. Estuve en las cárceles de Villa Floresta, Olmos, Devoto y los tres últimos meses en la U20, la cárcel dentro del Hospital Borda, donde un prolijo tratamiento con drogas psiquiátricas hizo borrar totalmente mi memoria. Así me dejaron en libertad, diciéndole a mi padre: “Su hija es irrecuperable, será un vegetal hasta el día de su muerte. Que Dios les de la Santa Resignación”. Gracias a haber encontrado la ayuda adecuada pude recuperar, poco a poco, la razón perdida. Y me fui a La Pampa, donde fui docente de escuelas primarias y secundarias en la pequeña localidad de 25 de Mayo y en el Terciario de Formación Docente de Catriel, Río Negro. Recién en 1997, pude terminar mi profesorado en la Universidad del Comahue, para cuando mis compañeras de promoción de la Universidad del Sur ya estaban por jubilarse. Luego comencé la maestría en Historia Latinoamericana de los siglos XIX y XX, la cual se interrumpió cuando la Universidad no podía pagar a los docentes, varios doctores en Historia. En ese tiempo de docente rural comencé a escribir narrativa, tarea que continué al jubilarme en el bello mar de Las Grutas, en Río Negro. Seguí escribiendo con la alegría de dar un legado en su educación a mis hijas: la mayor psicóloga y la menor, maestra y profesora de Historia, ambas egresadas también de la Universidad del Comahue.