“Las Cenizas del Volcán” es un relato para ayudar a encontrar la identidad a los hijos y nietos robados en la dictadura, contado desde la historia novelada de mi familia, buceando en los ancestros y la propia identidad, sabiendo que somos como somos por las constelaciones familiares que nos precedieron.
Las Grutas, 2012
Las cenizas del volcán
Cuarta entrega
“El agua, el mayor tesoro de la humanidad”
El velorio y funeral de mamá fue multitudinario. En la larguísima caravana de autos llegando al cementerio de la Chacarita detrás del más simple servicio fúnebre como ella hubiera querido, faltaron sólo algunos pocos.
Ausente fue el tío Raúl Daïno, el esposo de mi tía y madrina, Lucía del Carmen Briones, la hermana de papá que vivió con nosotros en mi infancia cuando ella estudiaba en la Universidad de Córdoba y noviaba con Fuentes, un estudiante riojano, su gran amor. Cuando supo que él tenía otra novia en su pueblo, dejó su carrera para regresar a Concordia con los abuelos. Luego de añares estudió el Profesorado en Letras y se fue a vivir a Mercedes, Corrientes. Allí conoció a Raúl, quien luego se convirtió en su esposo.
Una vez vi en el pueblo por el viejo Canal Infinito, que no llega a Las Grutas, que la familia Daïno sería la custodia del santuario popular del Gauchito Gil en Mercedes. Tal vez las víctimas de accidentes viales, con sus altarcitos en rojo, fueron quienes susurraron su nombre…
Supuse que habría pertenecido a algún grupo de tareas del ejército cuando en ese año ’79 había decidido visitar a la familia que hacía años recordaba con cariño. Sin decirme nada, sin comida ni baño me llevó Raúl de Mercedes, Corrientes, a Buenos Aires, por lejanos caminos de tierra en su camioneta 4×4, sin parar, hasta llegar a un lugar siniestro con una lamparilla oscilando afuera. “Sans une parole, sans me parler, sans me regarder”, me recitaba mentalmente aquel poema de Jacques Prévert que había aprendido en las clases de la Alianza Francesa de Bahía Blanca. Estas eran financiadas por la universidad y para nosotros, los estudiantes de la Licenciatura en Historia, eran totalmente gratuitas por el requisito obligatorio de estudiar dos idiomas dentro de la carrera.
Mientras tomaba agua de la botellita, siempre conmigo por si las moscas y comía las galletitas de agua que tenía en mi mochila, en ese viaje eterno de Mercedes, Corrientes hasta…
-¿Dónde estamos, tío?-.
-Campo de Mayo- me respondió en seco y bajó dejándome allí con la luz del vehículo encendida y las puertas trabadas…
Habría pasado una hora cuando regresó y sin decirme ni una sola palabra me llevó el tío a la puerta del departamento de mis padres.
-Pasá Raúl- le dijo mamá.
-No. Tengo que hacer- dijo y se fue sin entrar a saludar a la familia.
Supuse le informaron que estaba en libertad, en tratamiento psi. Entonces tomé conciencia de que TODOS ESTAMOS EN LIBERTAD RIGUROSAMENTE VIGILADA. Lo describí, totalmente paranoica, en “LABERINTO”, novela aún inédita, escrita cuando regresé del velorio de papá, hace tantos años ya, y que repartí por todos lados. En aquel entonces intentaba entender los por qué de todo. Aquella novela duerme el sueño de los justos en la biblioteca grutense.
Les di una copia para las bibliotecas gremiales, cuando fueron al pueblo, a los compañeros Cristina Ércoli, dirigente nacional de género de la Ctera y Ricardo Casso, compañero del Piruco Araujo en ATE- CTA Nacional.
Salí en libertad después de los tres años y tres meses de ser presa política, a disposición del PEN, el Poder Ejecutivo Nacional, pese a ser decretada mi libertad en primera y segunda instancia por falta de méritos. Tuve entonces la loca idea de visitar a la familia, recordando la infancia feliz cuando todos los primos jugábamos juntos en la plaza en ese tiempo mítico que iba de la Nochebuena a Reyes.
El abuelo escribía sus cariñosas cartitas de invitación en la máquina de escribir portátil Olivetti o Letera 22, que le había regalado papá. Luego de la muerte del abuelo, regresó a papá, que luego me la pasó cuando me fui al campo. Con ella escribió papá esa inútil carta a Monseñor Zaspe pidiendo mi libertad. También con aquella máquina, empecé mis primeros escritos y el trabajo de investigación de mi última materia en la Universidad del Comahue.
Ese trabajo se titulaba: “¿Fracasó la colonización social en 25 de Mayo, La Pampa?”. Mi tesis era que no había fracasado, simplemente no se había cumplido la ley de darle a cada egresado de la escuela agrotécnica, su cachito de tierra para cultivar.
Seguro me inspiraba el abuelo, con su solidaridad de viejo republicano. Para festejar su cumpleaños el 31 de diciembre, enviaba un giro de su jubilación de ferroviario para el viaje a todos sus hijos y su familia a Concordia a compartir ese tiempo de Nochebuena a Reyes en la casa de los abuelos.
La anécdota de mi abuelo que más recuerdo y que más lo representa, es aquella de los años en que regresó la monarquía a España. Le enviaron una carta diciéndole que por derecho de primogenitura le correspondía el título de conde. Entonces él contestó altivamente negándose, “por haber sido y por ser republicano”. Lo que a unos horrorizó y a otros nos enaltece en esta familia llena de milicaje.
El bisabuelo Luis Martín Briones tuvo tres hijos en Monte Caseros, Corrientes. Uno de ellos fue el abuelo, Luis Federico Carlos. Se llamaba así porque el primogénito varón sería siempre Luis. Luego vinieron la tía Consuelo y Santiago. Recuerdo esa charla con el “Coco” Briones, arquitecto de Obras Públicas de 25 de Mayo. El “Coco”, parecido al dirigente de fútbol, era hijo del tío Julio, quien tenía el aire campechano del presidente del Uruguay, cuando dijo “Los ríos no saben de propiedad privada, corren libremente. Por eso estamos unidos los países del Mercosur, como los pueblos del acuífero guaraní. Tenemos que estar juntos, entonces, con paridad de hermanos, los que debemos cuidar el agua potable, el mayor tesoro de la Humanidad”.
Julio Briones, quien trabajó en el ferrocarril toda su vida, tenía esa solidaridad de los ferroviarios que saben cuán indispensable es el trabajo en común, tan diferente del individualismo de los vehículos a petróleo. Únicamente con el Coco Briones pude recordar las viejas historias de odios de familia cuyos integrantes jamás volvieron a dirigirse la palabra.
El abuelo Luis Federico Carlos Briones, de Monte Caseros, Corrientes, se casó con la abuela Lucía Aurora Giménez, la hija de la bisabuela “Mama Thai”, hija de un cacique guaraní. Ella se enamoró del bisabuelo, que tal vez fue policía provincial o del ejército por las salvajes costumbres de abuela de atar a un árbol a los hermanos que se peleaban hasta que se reconciliaran. ¡En Corrientes, con ese calorón!
El bisabuelo se habría jugado los campos de la familia de su mujer y las tías abuelas quedaron en banda. Menos abuela que ya se había casado y vivía en Concordia con el abuelo y sus hijos. Era la década infame cuando fueron a Buenos Aires a trabajar de fabriqueras y tejiendo escarpincitos de bebé, como hago yo ahora, recordándolas.
Vivían en una vieja casona de la Curia en la calle Warnes, al lado del Hospital Alvear, el Neuropsiquiatrico, frente al siniestro Albergue Warnes que demolieron con esa implosión igualita a la de la cárcel de Caseros -y tal vez, también a la del edificio de la AMIA y las torres gemelas supuse, persecuta, luego. Que tal vez serían como los explosivos que usan las compañías mineras como la de Ricardo Cholino, para sacar de 25 de Mayo, La Pampa la ventonita, ese mineral con nombre parecido a la kryptonita de Superman, que tal vez se usan para implosionar las montañas para sacar oro contaminando las aguas, el mayor tesoro de la Humanidad.
Por eso la Coca Cola ya tiene sus propias aguas de vertiente y vale más el litro de agua que el de petróleo, como lo saben los que la compran envasada y que habrían sido la causa de los terremotos chilenos al poner sus explosivos, haciendo caer las casas antisísmicas como castillos de naipes, porque desde el terremoto de Caucete, en San Juan, la compañía House Security, se dedicaba al negocio inmobiliario con los primos chilenos, cobrando los materiales de pésima calidad al 789% de su valor, repartiendo miti-miti las rentabilidades.
Lo imaginé al conocer la pensión de la ciudad de Mendoza donde vivía mi hermano Luis Horacio. Era una construcción de ladrillones de adobe de más de 50 años, a metros de la Alameda, al lado del colegio de monjas. Esa casona tendría que ser declarada monumento histórico, porque mostraría que pasaron tantos terremotos y la vivienda está aún allí, piola.
Y por eso no permiten la construcción de las viviendas en adobe, ya que en apenas una semana se puede construir una. Para no despabilar a la gilada que sigue esperando el chalet con rosas. Entonces, para el año verde, a lo mejor, puede ser…
Y entonces en el barrio de los pulperos podría mi amiga Marcela construir su taller para enseñar y vender sus artesanías en el verano. Porque allí nacieron y se criaron sus hijos y a ellos les corresponde su terrenito por esas viejas leyes de la herencia que sólo algunos conocen que son intransferibles. Porque si no entran allí, les tienen que dar otro terreno similar. Que podría ser en las miles de hectáreas que tiene Lewis, el dueño del Lago Escondido, en su enclave con aeropuerto incluido, en las miles de hectáreas de la costa rionegrina cerca de Sierra Grande.
Columnista invitada
Lucía Isabel Briones Costa
“Mi pecado fue terrible: quise llenar de estrellas el corazón de los hombres” decía el poeta… Desde los lejanos años de estudiante del profesorado en Historia en la Universidad Nacional del Sur, dediqué mi vida a la educación. En los tiempos previos a la dictadura de 1976 enseñaba en una vieja aula de la Facultad de Agronomía el bachillerato de adultos, tarea compartida con los compañeros, casi todos presos políticos después en Bahía Blanca. Cuando era rector Remus Tetu se hizo una razzia contra docentes, no docentes y estudiantes, especialmente contra los alumnos de Humanidades, Sociología y Economía. Estaba terminando mi carrera, cursando las últimas materias cuando fui detenida y puesta a disposición del PEN, el Poder Ejecutivo de la Nación, durante tres años y tres meses, hasta diciembre de 1978. Estuve en las cárceles de Villa Floresta, Olmos, Devoto y los tres últimos meses en la U20, la cárcel dentro del Hospital Borda, donde un prolijo tratamiento con drogas psiquiátricas hizo borrar totalmente mi memoria. Así me dejaron en libertad, diciéndole a mi padre: “Su hija es irrecuperable, será un vegetal hasta el día de su muerte. Que Dios les de la Santa Resignación”. Gracias a haber encontrado la ayuda adecuada pude recuperar, poco a poco, la razón perdida. Y me fui a La Pampa, donde fui docente de escuelas primarias y secundarias en la pequeña localidad de 25 de Mayo y en el Terciario de Formación Docente de Catriel, Río Negro. Recién en 1997, pude terminar mi profesorado en la Universidad del Comahue, para cuando mis compañeras de promoción de la Universidad del Sur ya estaban por jubilarse. Luego comencé la maestría en Historia Latinoamericana de los siglos XIX y XX, la cual se interrumpió cuando la Universidad no podía pagar a los docentes, varios doctores en Historia. En ese tiempo de docente rural comencé a escribir narrativa, tarea que continué al jubilarme en el bello mar de Las Grutas, en Río Negro. Seguí escribiendo con la alegría de dar un legado en su educación a mis hijas: la mayor psicóloga y la menor, maestra y profesora de Historia, ambas egresadas también de la Universidad del Comahue.