(viene de la edición anterior)
Del derecho a la vivienda digna para todos
Estamos a mediados de febrero, aún falta un mes para que termine el verano pero los días están más frescos y ergo, con menos bichos.
Resulta que se fue Don Gil, el vecino. Desde que le habían dicho que la casa del plan de vivienda del pueblo no era para él, no se hallaba en ningún lado, iba y volvía del pueblo en su bicicleta todo el día. Una mañana me manda, con Guadalupe, una cacerola con un agujerito.
-Dice que es para que le pongamos plantas. -A la Guby le encanta hacer de mensajera, de paso curiosea.
-Decile que muchas gracias. -Yo seguía escribiendo.
Al rato trae una bolsa con pan.
-Mamá, vení, me parece que se va, está sacando los muebles y limpiando.
Le llevo un pedazo de queso casero.
-Tome, vecino, es el que venden en la chacra de al lado. -Yo había quedado en hacer promoción del queso.
-¿Sabe? Me tomo el piojo.
-No me diga que la dan la casa… Le aseguro que pensé que era puro cuento. ¿Y qué casita le dan? ¿Terminaron la que le faltaba puerta y ventanas?
-No, ésa sigue igual. Mi jefe fue a decirle al gerente que cuándo me iban a dar la casa. Que tenía que ser antes de la jubilación. Y me dieron nomás la que estaba terminadita, la que me habían dicho que era para mí. Resulta que al compañero que se la dieron para que se fuera del chalet de la calle esa de los funcionarios, no quiso saber nada. “Que ésta era muy chica”, “que no era como la otra”. Así que tengo ya mi casita.
Radiante iba acomodando las pertenencias.
-Ahora, cuando vengan los muchachos con la camioneta me llevan algunas cosas. Después vengo a sacar lo demás, le entrego la llave y pago lo que les debo.
-No se haga ningún problema. Total, ¿qué apuro hay?-.
-Es que me dijeron que me meta hoy mismo, no vaya a ser que después cambien de idea y se la den a otro.
Comprendo su desconfianza porque yo también dudaría.
-Julio no va a poder creer que ya se fue; -le digo-está trabajando.
Se fue el vecino, nomás. Julio, ya cambió todo. Había un cachito de jardín rodeado de alambrado viejísimo, parchado con palitos; otra parte tenía el armazón de una cama de madera. Sacó todo.
-Esto es puro rancherío- decía mientras sacaba fuerzas de no sé dónde para arrancar los postes.
Quedaron al descubierto dos árboles bellísimos, un eucaliptus altísimo y un tamarisco ya árbol con un tronco tan grueso que mis brazos no alcanzan a rodearlo.
-Aquí voy a colgar la hamaca paraguaya- le digo. – Es mi sueño loco. Aunque sea la voy a hacer con las bolsas de cebolla hasta poder tener una artesanal como la gente.
Mientras las nenas hacían tortitas de barro, Julio puso una cerca de madera pintada, por supuesto, con el infaltable aceite negro de auto.
Ahora escribo afuera, bajo el tamarisco, sentada en uno de los asientos del cachivache al que hoy voy a tapizar. Resulta que le hicimos el tapizado al auto. Rellenamos con bolsitas de nylon los huecos. Arriba, todo blanco con la arpillera plástica de las bolsas de maíz.
Esta madrugada me desperté indecisa. O me levantaba de un salto a lavarme y a la escuela. O iba Julio a trabajar. Me ganó la fiaca y el cansancio. En un momento me asaltó la idea que era mucho peor que fuera él por estar enferma. A la mañana tomamos mate y lo acompañé a la ruta. Estaba bien, contento. Nos tiramos en el suelo, riendo felices.
Estuve leyendo una carta de Rodrigo, mi hermano periodista, a otro de mis hermanos. La carta vino a parar aquí cuando me hicieron la mudanza. Cuando recién se casó con Laura estaban tan felices ambos… Vivían en Buenos Aires, los dos estudiaban Psicopedagogía. Comenzaron en “El Salvador”, una universidad
privada, porque en Buenos Aires no había universidad estatal con esa carrera. Todo lo que ganaban se les iba en pagar la universidad. Tuvieron que abandonar y comenzar otra, privada también, pero no tan cara. Siempre los recuerdo en Buenos Aires, en un departamento que pintaron poco antes del casorio. Bellísimo, lleno de plantas, artesanías y buen gusto. También recuerdo a su gato, hermosísimo, llamado Sinhué. Después de tener trabajo solo para estudiar, la comida siempre escasea. Pero estaba la familia. Cada tanto vamos a visitarlos y a comer. Entonces decidieron cambiar. Se fueron a vivir a Córdoba. Allí había universidad estatal de psicopedagogía. Comenzar de cero nuevamente porque no se aceptaban equivalencias de privada a estatal. Pero ellos se fueron a vivir al campo.
-Como nosotros- acota Julio, tirado en la ruta, mirando al sol, mientras juega con Mendieta, el perro.
-No era un rancho como éste. Había alquilado en Río Ceballos, a unas dos horas de viaje de Córdoba, un chalet hermosísimo, con jardín y fondo. Después te leo la carta.
-Y entonces, ¿qué pasó?- pregunta Julio curioso.
-Se fueron a vivir a la ciudad de Córdoba, porque en ese lugar ella estaba todo el día sin verlo. El salía a la madrugada. Imaginate, dos horas de viaje para llegar al trabajo. De ese trabajo a otro porque uno era solo para alquiler, gas y luz del chalet. Del otro, changas, para comer. Después, a la Universidad porque el último tiempo iba él solo ya que no alcanzaba para el colectivo de los dos. Volvía tardísimo a la noche, súper filtrado, solo a comer y a dormir. Ella, mientras, todo el día sola, arreglaba la casa, hacía artesanías para vender y toda la neurosis del ama de casa. Se fueron a Córdoba, a un mini departamento. El gato no se lo bancó. Él, que era súper libre, con toda una corte de gatos vagabundos atrás, se rayó. No sé qué pasó con Sinhué, pero después no estuvo más con ellos. Surge entonces una muy buena posibilidad de trabajo en Mendoza y para allá se van. No había psicopedagogía. Él comienza psicología. Yo pierdo ya todo contacto. Sólo sé que luego se separan.
-Mucha hambre, mucho sacrificio- Julio se queda pensativo. -Como nosotros.
-Lo mismo le pasó a la Tehia y a Guille, sin vivienda, sin trabajo, con hambre, a la larga se muere el amor.
-Mientras no se muera uno. Que muera el amor no es tan grave. Si nosotros sabemos que todo esto nos ha llevado a la muerte, casi.
Los vinchuqueros
Julio tiene que ir a trabajar lejos. Yo comienzo con los cursos de capacitación docente a la tarde. Así que a la mañana, cuando me desperté, en vez de levantarme a escribir me quedé remoloneando abrazadita al July. Despacito ubico una radio para escuchar algún informativo. Cuando se despierta, me mira sonriendo:
-Negrita ¿qué pasó que no te fuiste a escribir?
-Me quedé en un sueño hermoso que tuve anoche. Resulta que estaba a orillas del Río Uruguay. Viste esas aguas azules limpísimas que tenía antes de la represa Salto Grande, cuando la canción lo describía:
El Uruguay no es un río…
es un cielo azul que viaja…
…Era de noche, hacía calor y entonces me tiro a las aguas a nadar. Era una mezcla de río con pileta y nadaba, nadaba y nadaba tan feliz.
-Tengo que arreglarte el baño. Poner una buena ducha. O si no traerte un fuentón de afuera y vos te das vuelta alrededor como uno de esos sapitos que están en la cisterna.
La Municipalidad nos trae el agua potable y la descarga en una cisterna. Nosotros la usamos únicamente para tomar y preparar la comida. Para lavar la ropa, los platos, bañarnos, usamos el agua salobre y arsenicosa del bombeador. Nuestros vecinos la usan solo para regar la tierra, porque deja la ropa con manchas blancas, dicen. Nosotros cuidamos, tal vez demasiado, el agua potable, que viene en los camiones regadores y sale al principio marrón, sucísima. Antes al agua le poníamos dos gotas de lavandina por litro para evitar gérmenes, parásitos y otras yerbas. Ahora sólo la hervimos.
Pero encontramos que en la cisterna hay dos sapitos. Están en el fondo. Cuando vamos a sacar agua nos miran. Julio quiso ponerlos en la lata, pero no hay caso. Miran y muy despacito dan un saltito al costado.
-Donde hay sapos el agua es buena, porque esos bichos no son giles, – dice Julio.
Hasta que no pidamos más agua al municipio y lavemos la cisterna con lavandina, no podremos sacar los sapitos.
-¿Y qué te parece si ahí ponemos un aljibe y criamos los peces?- Me encantaría hacer piscicultura y tener nuestros propios peces para comer.
-Hoy tenemos la granja ecológica -con tono de cargada me imita Julio- y la vaca que va a comer alfalfa de nuestro propio campo y las nenas mastican las semillitas de los girasoles que plantaron y nosotros las miramos por la ventana. ¡Ay, qué hermoso es el campo!
-¿Y vos qué soñaste?
-Primero tomo mate y después te cuento.
-Seguro que son pesadillas. Porque dicen que si uno cuenta los sueños en ayunas se cumplen.
Con el mate recuerda:
-Uno de los sueños era que venía de laburar y cuando llegaba te veía a vos en deshabillé con dos tipos aquí adentro. Había un montón de comida rica, de rotisería. Y los tipos con aire de “Viste chabón, esto lo trajimos nosotros”. Y vos ni me dabas bola. Es el hambre que me hace soñar cada cosa…
-Ahora te preparo un postre con polenta y un poquito de leche. No te podés ir en ayunas, con mate amargo nomás. Son cuarenta kilómetros de viaje.
-Ya voy a conseguir alguien que me dé un plato de comida. Pero a mi edad, ya estoy de vuelta. No puede ser que no tenga un peso para ir a trabajar.
Mientras preparo la polenta pienso hoy mismo saco fiado. Nunca quisimos recurrir al crédito, como casi todo el mundo. El sueldo va íntegro al almacén. Más ahora con la inflación galopante. Actualizan el precio (y nunca igual al salario). Parece la eterna deuda externa…
-Si sacamos fiado, no levantamos más la cabeza – me dice Julio.
-Peor es enfermarnos por desnutrición.
-Así fue como nos pudimos comprar el cachivache y la casa.
-July, el cuerpo ya no da más. Acordate que vos antes podías ir a dedo al trabajo o caminando los siete kilómetros al pueblo. Como cuando fuiste en pleno invierno y llegaste con los mocos congelados bajo la escarcha que te cubría todo. Yo también antes podía ir y volver en bicicleta del trabajo. Ahora no.
Mientras arreglamos los zapatos de Julio, yo los coso y él los pega, seguimos con el mate y el postre.
-Apurate a coser porque voy a perder el colectivo.
-Ya casi está.
-Al final no te conté el otro sueño. Estaba en un departamento al que recién me había mudado, regreso del laburo y veo tres tipos que me revuelven todo. “Y ustedes, ¿qué hacen?”, les digo. Con sólo mirarlos ya se los conocía. La cana, clavado. “Somos los pintores”, me dicen. Yo los miro como diciéndoles “A otro con ese cuento. A mí no”. Es que me quedé con el asunto de los vinchuqueros. Esos que vinieron justo cuando yo no estaba.
-Pero July, si vino el veterinario a quien yo misma fui a pedirle la desinfección cuando encontramos las dos vinchucas en la pieza, las que llevé al Hospital para ver si tenían Chagas y después resultó que no.
-Pero cómo puede ser que si vienen a fumigar, hayan revisado toda la casa, corrido los muebles, los cuadros y no fumigaron nada.
-Es que en la casa no encontraron las cagadas de la vinchuca, ésas que sí había en el galpón. Yo misma las vi.
-A vos te pueden vender un buzón. Pero si yo estoy, ¿vos pensás que me van a revolver toda la casa y después ni siquiera fumigan el galpón? ¿Qué se piensan, que las vinchucas que llevamos a analizar las tenemos para exposición? Que fumiguen y listo.
-A mí lo único que me preocupaba era que tenía las camas destendidas y los platos sin lavar porque a la mañana habíamos ido al pueblo, regresamos a darles de comer a las nenas y a dormir la siesta. Y cuando me levanté me puse primero a escribir que a limpiar.
-A vos te preocupan esas pavadas. A mí qué carajo me importa si tengo los platos sucios; la casa es mía. El tema es que los siervos con el cuento de las vinchucas se hacen un allanamiento por casa y uno lo más campante los deja pasar, nomás, como si cualquier cosa-
Pienso que uno, a veces, se vuelve completamente paranoico, pero es cierto que los servicios de Inteligencia no son giles. Y sería muy factible el asunto. También es cierto que uno es más desconfiado que vaca tuerta.
-Al fin y al cabo nosotros no tenemos nada que ocultar- me dice Julio.- Al menos, si cobran un flor de sueldo por un laburo tan infame, lo mínimo que pueden hacer es trabajar. Me hicieron recordar la vez que fueron al consultorio de podología que tenía antes, en Bs As. Yo estaba atendiendo un paciente. Salgo y veo unos monos que en vez de estar sentados en las sillas, estaban parados.
-“Pase usted”, le digo a uno. Y juno al otro que quiere pasar también. Me hago el otario pero no me la como. “Somos los bomberos”, me dice. A la semana se pudrió todo. Por eso soñé anoche que venían los pintores. Porque acá me quedó lo de los vinchuqueros- me dice señalándose la nuez de Adán.
-Y eso que vos no escuchaste que en Misiones están fumigando casa por casa por el paludismo-.
-Me imagino que en Córdoba lo harán por las hormigas coloradas…
Cada vez que July va a trabajar, es ahora una espera interminable. Tiempo de incertidumbre. Hoy fue sólo con mate y una manzana. Ahora son las nueve de la noche y no sé si ha comido algo. Como no hay ni un solo peso, absolutamente nada de nada, se tuvo que ir a dedo. Si encontraba a la jefa le iba a pedir un adelanto del sueldo. Para comer, para volver en colectivo. Pero estos siete kilómetros caminando… Antes sabía que siempre iba a regresar sonriendo, con una sorpresa para las nenas. Alguna fruta, un caramelo o su alegría.
El viernes pasado yo estaba en el excelente curso de títeres de Aldo Umazzano, en la escuela del pueblo cuando llegó. Habíamos quedado que pasaba a buscar a las nenas que estaban conmigo. Estaba pálido, lívido, diría yo. Se le abren muy grandes las cuencas de los ojos. Con los labios musita:
-Apurate, no comí nada en todo el día. Estoy perdiendo sangre.
El tema son sus hemorroides sangrantes… Desde que leímos sobre el cáncer de colon el fantasma anda dando vueltas.
La vecina, el otro día, me dio un paquete de soja de la caja PAN que a ella le había dado la otra vecina que la recibía. Es lo último de lo último. Hoy había un puñadito de soja molida con medio huevo para cada uno. Separé la porción para Julio, pero si no ha comido, ni consiguió nada de alimento, no le alcanzará ni para el agujerito de la muela, como decía mi hermano Luis Horacio.
Por supuesto que no hay ni para un litro de nafta. El cachivache se paró en medio de la ruta. El lunes volvió caminando pero vino contento. Al mediodía en el asilo de ancianos de Catriel, donde da clases de artesanías para Cultura, le habían convidado un plato de fideos con papas y comió uvas de la parra de los abuelos. Pero ahora tarda tanto…
Cuando estoy intranquila no hablo nada y suelo ponerme chinchuda con las nenas, Sé que no es justo pero estoy muy preocupada. Hoy él tenía que ir a trabajar y yo al curso. No sabíamos qué hacer. Uno de los dos tenía que faltar (por el cuidado de las nenas).
-Si voy a la escuela puedo conseguir que me den fruta y verdura de la chacra- le comentaba.
-Si voy a trabajar, puedo conseguir un préstamo-me decía él.
Ayer trabajamos duro y parejo los dos pintando el comedor diario. Estoy filtradísima y me imagino a Julio así y es peor.
(continuará)
Columnista invitada
Lucía Isabel Briones Costa
“Mi pecado fue terrible: quise llenar de estrellas el corazón de los hombres” decía el poeta… Desde los lejanos años de estudiante del profesorado en Historia en la Universidad Nacional del Sur, dediqué mi vida a la educación. En los tiempos previos a la dictadura de 1976 enseñaba en una vieja aula de la Facultad de Agronomía el bachillerato de adultos, tarea compartida con los compañeros, casi todos presos políticos después en Bahía Blanca. Cuando era rector Remus Tetu se hizo una razzia contra docentes, no docentes y estudiantes, especialmente contra los alumnos de Humanidades, Sociología y Economía. Estaba terminando mi carrera, cursando las últimas materias cuando fui detenida y puesta a disposición del PEN, el Poder Ejecutivo de la Nación, durante tres años y tres meses, hasta diciembre de 1978. Estuve en las cárceles de Villa Floresta, Olmos, Devoto y los tres últimos meses en la U20, la cárcel dentro del Hospital Borda, donde un prolijo tratamiento con drogas psiquiátricas hizo borrar totalmente mi memoria. Así me dejaron en libertad, diciéndole a mi padre: “Su hija es irrecuperable, será un vegetal hasta el día de su muerte. Que Dios les de la Santa Resignación”. Gracias a haber encontrado la ayuda adecuada pude recuperar, poco a poco, la razón perdida. Y me fui a La Pampa, donde fui docente de escuelas primarias y secundarias en la pequeña localidad de 25 de Mayo y en el Terciario de Formación Docente de Catriel, Río Negro. Recién en 1997, pude terminar mi profesorado en la Universidad del Comahue, para cuando mis compañeras de promoción de la Universidad del Sur ya estaban por jubilarse. Luego comencé la maestría en Historia Latinoamericana de los siglos XIX y XX, la cual se interrumpió cuando la Universidad no podía pagar a los docentes, varios doctores en Historia. En ese tiempo de docente rural comencé a escribir narrativa, tarea que continué al jubilarme en el bello mar de Las Grutas, en Río Negro. Seguí escribiendo con la alegría de dar un legado en su educación a mis hijas: la mayor psicóloga y la menor, maestra y profesora de Historia, ambas egresadas también de la Universidad del Comahue.


