(viene de la edición anterior)
En Villa Floresta estuve con una mujer joven, de mi edad (cumplí los veinticuatro en la cárcel) que nunca había visto una canilla, cuando la querían bañar en la ducha comenzó a los alaridos. Como Raitrai en casa de Teresa bajo la ducha. Pero también comenzó a aprender a coser a máquina y los primeros palotes para comenzar a escribir, totalmente analfabeta.
Con ella aprendí lo que es la solidaridad del que nada tiene y el egoísmo del que tiene. Cuando mi hermano comenzó a traerme cigarrillos, ya no le ofrecía los míos, como antes, que incluso fumábamos a medias. Yo esperaba que me pidiera. Pobrecita, qué humillación para ella, reflexiono ahora. Ya no compartíamos.
En Olmos todo era compartido. Como algo natural, espontáneo. Era la solidaridad. Todo era de todos. Ni sé a quién le habían traído la bolsa. Las recuerdo como la imagen conocida de los primeros cristianos, unidas por un mismo ideal, con su alegría y fortaleza.
De Villa Floresta la recuerdo a Delia, presa común, una chica bonita, delgadita, que con gran pena una vez me contó que se había prostituido. Separada con dos hijas, una nena y un bebé. El bebé estaba enfermo y no tenía para los remedios. Desesperada no sabía qué hacer.
-Me prostituí. Un viejo gordo. Qué feo, qué asco- me contaba.
Por eso me brota la indignación con los hombres que están de acuerdo con la prostitución. Siempre pienso en ella. La habían acusado de cómplice en un robo. Para salir tenía que conseguir una fianza de unos treinta pesos de ahora. Tenía el abogado de oficio que no la fue a ver nunca, La mamá, viejita, cargó con los hijos. Ambas nos devanábamos los sesos pensando qué se podía hacer, algo manual y vender, pero las dos no teníamos conexiones afuera como para vender las artesanías que entonces hacíamos, juguetes de tela. Salió cuando cumplió los seis meses, a falta de la fianza que nunca llegó. A los pocos días me llega una encomienda, Una torta casera, un chocolate inmenso y una lata de frutillas. Lo que siempre habíamos deseado comer. Lloré tanto de la emoción. Por charlatanas, cosa que en los penales no está bien visto, nos mandaban a limpiar. El dúo de la escoba y el trapo de piso, decíamos nosotras. Ella barría y yo pasaba el trapo como me enseñaron allá: “el primer trapo bien mojado; un segundo y un tercero bien escurrido, cambiando el agua hasta que quede trasparente”.
En Olmos la limpieza era alegría compartida. Las fajinas estaban formadas por grupos de nueve o diez compañeras. Cada fajina tenía un día a la semana para las tareas comunes compartidas, la limpieza y comida común. Y todas ponían un toque personal. Unas eran la delicadeza de las meriendas, preparaban el yogur casero con la leche de las visitas y las galletitas eran decoradas tipo canapé.
Recuerdo la “fajina” de las uruguayas por la limpieza profunda. Iban cantando:
Soldadito tupamaro que naciste allí en los montes,
sol de los cañaverales
guerrillero de los pobres.
Soldadito tupamaro venís dispuesto a triunfar
sabés que la guerra es larga y el camino duro,
está.
Se hace largo el camino
lo sabés, pero ¡adelante!
Soldadito tupamaro
llevás la justicia en tu sangre.
Con esa marcha se ponían a limpiar y baldear con toda energía con las escobas. Parecían la vieja imagen de la mujer de Puloil con un trapo en la cabeza. Las sábanas de las uruguayas eran las más blancas.
-¿Cómo hacés para que queden tan impecables si usamos el mismo jabón en pan?- le pregunté a una. -Puño, nomás. Para lavar se necesita puño para refregar en la tabla.
Como siempre, repetían el poema de Nazim Hikmet, el poeta turco preso unos 30 años en las mazmorras por ser comunista:
“Por la alegría vivo,
por la alegría muero.
Que jamás la tristeza
sea unida a mi nombre.”
Como dice Jesús: “sed alegres”; “por sus frutos les conoceréis”.
La mayoría era atea. Como yo, entonces. No conocía a Santiago cuando dice que la fe sin obras es muerta. Como se lo dije a los policías en una comisaría en Buenos Aires, si no les daba vergüenza tener una virgen de Luján donde torturaban. ¿Esa es la civilización cristiana? Y cuando habla Jesús de los sacrilegios. ¿Hay mayor sacrilegio que bendecir las armas en un altar? Los militares que van a misa, comulgan, matan y torturan. Vaya si lo sabré. Porque tengo tíos milicos.
Luna en Tauro
-Está la luna en Tauro- le comento a Julio.
-Mamá, yo quiero cortarme el pelo -dice Guada, que ya sabe que es la mejor luna para cortárselo, más aún cuando es cuarto creciente.
-¿Te corto yo?- Se ofrece Julio.
-Sí, ¿Qué necesitás?
-Traé el peine, una toalla…
-No, tu peinador- le digo a Guby. Era una de las cosas de mamá para peinarse y cortarse el pelo, el peinador de linón rosado. Yo misma lo bordé cuando era niña. Jamás le di importancia al cabello.
-¿Te hago un corte a la alemana?
-Sí, me gusta -opina seria la interesada.
-Dejale medio largo para que le pueda recoger el pelo para ir a la escuela.
-¿Quién es el, el…?
-¿Coiffeur? – le ayudo.
-Sí, ¿quién es el coiffeur? -le pregunta a la Guby: – ¿Vos querés que te corte yo o mamá?
-No, a mí me gusta el corte a la alemana.
Julio le corta rebajado, con aire de peluquero experto. Y es que tiene muy buen gusto, es indudable. Toda feliz, Guby se mira al espejo.
-¿Ahora quién sigue? Beba, ¿te corto a vos?
-No, yo no quiero cortarme el pelo.
-Bueno, cortame a mí. –estoy haciendo unos arbolitos de alambre para vender porque llegué a la conclusión de que no puede ser que una artesana pase hambre. Me ubico en la silla y Julio empieza.
-Pero esto es un desastre -me peina y cierro los ojos porque me duele.
-Como no tuvimos champú me lavé con jabón, con kerosene, anoche me pasé alcohol, por si había algún piojo.
-Es una vergüenza. Esto es el abandono total.
Sé que tiene razón y sigo con los dedos haciendo el arbolito, retorciendo los alambres, formando las ramas, y después las ramas chiquitas, finitas.
-Esta es la muestra de que no te das valor a vos misma. Aquí es grasa pura.
-En un mes de hambre no me iba a poner a comprar champú. Pero apenas cobramos compré la mejor marca. No me banco más el jabón en pan. Si el pelo en vez de quedar limpio se engrasa. ¿No viste acaso los platos? Si es mejor lavarlos con arena, como en el mar.
Julio, serio, no dice nada. Yo tampoco. Sigo con el arbolito.
Cuando doña Celia Centelles, siempre solidaria, nos trajo el cajón de fruta me contó cuando el marido se vino a trabajar y ella estaba con los más chiquitos, sola y sin un peso, se levantaba a las cuatro de la mañana, los ponía a los chicos en el carrito y llevaba leña en ataditos al matadero. La cambiaba por grasa en rama que luego derretía y vendía y compraba achuras y patas para hacer a la vinagreta y queso de pata que luego vendía.
En este mes y medio de hambre me dediqué a la casa y a escribir. Me dio vergüenza cuando doña Celia me lo contó. Que una artesana haga pasar hambre a sus hijas… Aquí en el pueblo nunca vendimos nada. Pedimos un local para enseñar y vender artesanías y no vendimos absolutamente nada. Ni una pulserita. Y una noche nos robaron las tapas de unas cajitas de taracea, todas trabajadas en madera. Sólo venían los chicos el día sábado, cuando no tenían escuela.
Entonces, con hambre, teníamos que ir y volver al pueblo, a dedo o caminando para estar en el local. Vendemos en el mar, en Las Grutas todo, absolutamente todo lo que llevamos, sea de buena calidad o flojón. En Buenos Aires también. Aquí nada. Pero soñé que hacía arbolitos de alambre de los juegos electrónicos que le vendió un porteño a un señor de aquí (“con eso se va a llenar de plata”). Resulta que nunca funcionaron y por eso se lo trajo a doña Dora para que los guardara. Están ahí en el galpón, desde hace años. Cuando le compramos la casa lo fuimos a ver al dueño de los juegos.
-Mire, véndale los alambres que son de cobre -le dijo a Julio. -Y con el resto haga fuego para hacer un asadito.
Ahí están, tirados, en el galpón con la pared caída, en medio de la mugre, vidrios rotos, madera, plástico.
-Hasta que no limpiemos el galpón no se va a ir la malaria- dice Julio. –Pero yo estoy cansado, no me da el físico. Vos viste que antes revocaba y pintaba horas y horas. Ahora no me da el cuerpo. Cuando no pueda más esto se va a ir cayendo de a poco. Como le pasó a doña Dora. Mirá que el marido sabía de construcción. Pero cuando él se fue, poco a poco se fue cayendo, primero algo, después otro poco.
-Si aprendo a revocar te doy una mano.
-Es lo mismo que si te dijera que me voy a poner a escribir un libro. O a leer uno completo. Apenas si leo la Biblia. Si ahí está todo.
Julio seguía cortando el pelo y yo me fui. Siempre pensando, viajo por cualquier lado. Es que si me quedo en el pelo que es un asco, me termina por dar asco de mí misma. Mejor acabar con el arbolito, las raíces, arreglar el tronco.
-Ya está- Julio sacude el peine, junta los pelos caídos.
-Mamá, me quiero bañar ya mismo.- Guadalupe quiere ser limpia y bella.
-Está frío, es de noche.
-No importa, calentame la lata que yo busco todo.
Quiero lavarme con champú.
Le preparo el baño. Ella se lava solita. Al rato viene llorando envuelta en el toallón.
-Tengo frío. Estoy temblando.
-Yo te lo dije. Hay que bañarse al mediodía. Te ayudo a vestirte. Le froto la cabeza y se la huelo. Es hermoso el olor a champú bueno. Ella se pone la bombacha y el pantalón pijama y yo le pongo la remera como camiseta, un pulóver y el pijama de arriba. Ya empezó marzo y hace frío. Y hay que dormir con pulóver.
Paranoia y soledad
Lo comencé a sentir la otra vez cuando lo acompañamos para la fiesta donde se mostraba todo el trabajo que está realizando.
Julio, cuando llega del trabajo, viene siempre contento.
-Allá, en Catriel, todos me quieren. Llego y todos me saludan.
Cuando fuimos la otra vez le dije:
-Quiero conocer a la gordita de la que me hablabas.
Sentía que había algo a nivel onda. Cuando la vi, Julio apenas si la saludó, no me presentó, fui yo la que me di cuenta que era ella con quien Julio charlaba cuando hacía tiempo para el regreso. Pero lo supe por la actitud de ella, se puso al lado de la mesa donde estábamos con las nenas, de espaldas, hablando y riendo muy fuerte.
Cuando regresamos a casa me quedé toda la noche sin poder dormir bien. ¿Sería o no? ¿Eran ideas mías, celos, o era realidad? Ésa es siempre la duda.
Pero con Julio lo hablo. Sé que son celos míos pero ahora, recién aquí, cuando es tan poca la comunicación con los demás, comienzo a confiar en mí misma, a prestarle atención no tanto a las palabras de los demás sino a lo que me expresa su actitud. Su comunicación no verbal. El famoso doble vínculo del que habla Bateson. ¿Y si me dicen que me quieren y yo siento que no es así? Porque las miradas me lo muestran. Cuando hay varias personas, quedo lejos, me dan la espalda.
Eso lo sentí en Olmos. Me empecé a sentir mal porque sabía que tenía que decirle a las compañeras que había cantado. No me animaba a hablarlo. Y empecé a sentir que me rechazaban, que pensaban que yo era cana. El mayor miedo de las compañeras, que hubiera infiltrados adentro. Que seguro había. Siempre pienso en esa flaca que sabía tanto de Historia, tan dura y fría, que decían era la pareja de un gran compañero. Yo no la sentía así. Pero cuando empecé a sentir ese rechazo no lo pude soportar.
Recuerdo ese mes de julio del ’76, cada vez eran menos las compañeras que me hablaban. Al final eran sólo las que no tenían idea de nada. La recuerdo a Mamirula, como le decía, María Margarita Fernández Otero de Pera Martínez, la mamá de todas, y a la Patito, una adolescente de unos quince años con el pelo de hermoso color cobre, como Raitrai.
Entonces venía siempre de visita mamá, a veces papá y los chicos. No me animé a decírselo a mamá que estaba mal, pobrecita, que venía de Buenos Aires a La Plata, horas de viaje, de espera, de requisas. Ya había decidido morirme. Es preferible morir si no puedo sentirme una con las compañeras.
Una mañana, Gordillo, la abogada cordobesa había estado hablando de lo que haría si había alguna infiltrada. Varias compañeras estaban en esa celda tan grande.
“Yo me acercaría y la escupiría así” Y escupió al lado de donde estaba yo.
Ahí me decidí. Era el martes 13 de julio del ‘76. Recuerdo haber esperado el día, al mediodía, todas estaban comiendo. Me fui despacito al lugar donde se guardaban los calentadores. Busqué el kerosene. Recuerdo el olor asqueroso y las náuseas que me daba. También tomé detergente. Y me fui caminando a la cama, pensando YA ESTÁ.
Sé que me costó mucho decidirme. Cada vez que alguien me dice que el suicida es cobarde lo miro nomás y pienso ¡Qué sabés vos!
Recuerdo cuánto me costó esa decisión. Pensaba mucho en papá y mamá, pero sobre todo en ella que iba siempre a verme con tanto cariño. En los chicos, mis hermanos y sobre todo en la Tehia. En Darío, mi gran amigo, un gran compañero que me decía “todos son rescatables”. Y era la duda, ¿me mato o no? La duda era antes. Cuando me decidí sólo era esperar. Había visto morir al León, nuestro perro del Barrio a quién habían envenenado y recordaba los calambres. Esperaba los calambres y después el final de todo.
¿Habrían sabido las compañeras que las amaba tanto que no podía vivir si me rechazaban? Llegué a la cama, busqué un cuaderno que tenía donde saqué una hoja para escribirle a mamá que la quería mucho, que le agradecía todo lo que me había dado de amor, muchos cariños a todos y recordando a Machado y Serrat:
Cuando el jilguero
no puede cantar
cuando el poeta
es un peregrino,
cuando de nada
nos sirve rezar,
caminante no hay camino.
Puse la carta en un sobre, se la di a una compañera nuevita, para cuando viniera la señora de correo, por si estaba dormida. Me subí a mi cama cucheta mirando la pared. Me volvía y subía el olor a kerosene. Al rato, qué se yo cuánto, veinte minutos, o media hora, vomité.
-¿Qué te pasa?- preguntaron.
-Nada.- Me volví a la pared, era todo olor a kerosene, tenía un pañuelo en la boca para que no se sintiera el olor. Yo quería aguantar mucho para que llegara al estómago. Otro vómito y otro. Un griterío. Llamaron a una compañera que era médica. Una onda horrible de todos. “¡Urgente! ¡Servicio Penitenciario!”, llamaban a los gritos.
Me sacaron del Pabellón a una salita de al lado. Pedí ir al baño. Ya era vómito y diarrea de kerosene. Vino el Jefe del penal. “¿Quiénes son las cabecillas de aquí? ¿Usted está así por ellas, no? Dígame.” Recuerdo haberlo mirado y no decirle absolutamente nada. ¿Cuándo vendrán los calambres? Si vomito ahora todo, no me van a venir. Lo único que quería era que terminara todo y morirme.
No recuerdo bien cómo es que me llevan al hospital del penal. Unas camas muy limpias, sábanas y todo impecable. Había una compañera, la Dra. Piccinini, que era abogada de los presos políticos de Villa Constitución que sabía que tenía cáncer, flaquísima, que me miraba con desprecio. Seguro que pensaba que ella quería vivir y yo no.
A mi cama, vino un médico, otro, no sé si enfermeras o qué. Sólo sé que cuando era el escándalo unos me trataban como diciendo ¿por qué les hacía eso en su turno? Recuerdo una pelea entre un médico antipático y otro rubio, joven.
-Me la deja a mí.
-Es mi responsabilidad.
-Yo la voy a sacar adelante.
-Que se muera esta hija de puta, venir a hacerme esto en mi guardia.
Llamaron a un jefe y el rubio pidió con urgencia una inyección. Recuerdo los vómitos y diarrea, ya era todo uno, sin parar, me habían puesto en la cama lo que después supe era una chata para la diarrea.
Quedó sólo el médico rubio y cuando me vino el primer calambre, le dije:
-Ya me empezaron los calambres. Cuando uno quiere morir, se muere.
-Yo soy médico y la voy a salvar. Después usted me lo va a agradecer.
Yo estaba perfectamente consciente. Sentía el olor a kerosene, lo veía al médico, a la compañera, a mi cuerpo dolorido, todo dolorido, al estómago, las piernas me temblaban. Cuando llegaron las inyecciones, yo no quise que me las pusieran. Fue una pelea. Me hicieron atar a la cama. Ya los calambres eran cada vez más fuertes y más seguidos. Recuerdo cómo lo miraba con bronca al doctor cuando él mismo ponía otra inyección. Entonces llegó un calambre que me dobló todo el cuerpo para atrás, toda la columna en un arco. Ya muero, pensé. Vomité y se acabó todo. Se fueron los calambres.
-¿Vio que le gané? -sonriente, se fue el médico. El pediatra, supe después.
Yo me quedé con el olor a kerosene, todo el cuerpo dolorido, el dolor de las piernas, los brazos, el estómago y el alma. Lloré con tanto dolor. Todo seguía igual. Iba a tener que volver al pabellón. Lloré y lloré. Y ya no tenía más fuerzas para intentarlo otra vez. Ya no tenía más coraje y valor para intentarlo otra vez. Qué difícil es vivir cuando uno sólo quiere morir. No se respeta siquiera el derecho de elegir uno por su propia vida…
(continuará)
Columnista invitada
Lucía Isabel Briones Costa
“Mi pecado fue terrible: quise llenar de estrellas el corazón de los hombres” decía el poeta… Desde los lejanos años de estudiante del profesorado en Historia en la Universidad Nacional del Sur, dediqué mi vida a la educación. En los tiempos previos a la dictadura de 1976 enseñaba en una vieja aula de la Facultad de Agronomía el bachillerato de adultos, tarea compartida con los compañeros, casi todos presos políticos después en Bahía Blanca. Cuando era rector Remus Tetu se hizo una razzia contra docentes, no docentes y estudiantes, especialmente contra los alumnos de Humanidades, Sociología y Economía. Estaba terminando mi carrera, cursando las últimas materias cuando fui detenida y puesta a disposición del PEN, el Poder Ejecutivo de la Nación, durante tres años y tres meses, hasta diciembre de 1978. Estuve en las cárceles de Villa Floresta, Olmos, Devoto y los tres últimos meses en la U20, la cárcel dentro del Hospital Borda, donde un prolijo tratamiento con drogas psiquiátricas hizo borrar totalmente mi memoria. Así me dejaron en libertad, diciéndole a mi padre: “Su hija es irrecuperable, será un vegetal hasta el día de su muerte. Que Dios les de la Santa Resignación”. Gracias a haber encontrado la ayuda adecuada pude recuperar, poco a poco, la razón perdida. Y me fui a La Pampa, donde fui docente de escuelas primarias y secundarias en la pequeña localidad de 25 de Mayo y en el Terciario de Formación Docente de Catriel, Río Negro. Recién en 1997, pude terminar mi profesorado en la Universidad del Comahue, para cuando mis compañeras de promoción de la Universidad del Sur ya estaban por jubilarse. Luego comencé la maestría en Historia Latinoamericana de los siglos XIX y XX, la cual se interrumpió cuando la Universidad no podía pagar a los docentes, varios doctores en Historia. En ese tiempo de docente rural comencé a escribir narrativa, tarea que continué al jubilarme en el bello mar de Las Grutas, en Río Negro. Seguí escribiendo con la alegría de dar un legado en su educación a mis hijas: la mayor psicóloga y la menor, maestra y profesora de Historia, ambas egresadas también de la Universidad del Comahue.