(viene de la edición anterior)
Colgado de un barranco
duerme mi pueblo blanco
bajo un cielo que a fuerza
de no ver nunca el mar
se olvidó de llorar…
Por sus callejas
de polvo y piedra
por no pasar
ni pasó la guerra
sólo el olvido…
“Pueblo blanco”
de Joan Manuel Serrat
Aquí parece que no pasó la guerra. Ni la represión brutal de la dictadura, ni la guerra de las Malvinas. Pero tampoco pasaron el Mayo francés, el Mayo argentino, el Cordobazo, ni los grandes recitales rockeros…
Cuando llegué tiraba muy buena onda Roxana, la dueña de la mercería, una mina piola. Fue la única que nos encargó artesanías, que nunca vendió. Y así se acabó la relación comercial. Un día me comentó:
-Aquí hay quienes me dicen que soy una liberal porque no uso enagua.
-¿Enagua?- le pregunto asombrada.
-Sí, combinación.
-Pero si yo creía que eso estaba reservado al vestuario de mis tías y abuela. Te cuento que hace años que ni uso corpiño. No hay nada más incómodo. En el verano es totalmente insoportable y pegajoso.
-¿No se te va a caer todo?
-Me hacés acordar a la Tehia, mi hermana, cuando prejuiciosa me decía que me iban a quedar las tetas por la cintura.
-¿Y no es así?- me miraba Mariana.
-Bueh, es cuestión de gimnasia. O que se caigan a la cintura cuando sea el tiempo…
Aquí todas las minas usan corpiño. Es que hay una gran represión interna. Mucha fuerza para adentro. Mucho dolor, tal vez. Años duros. Poco amor, pocas caricias. No se ve mimosear a los hijos, esas parejas acarameladas, ni los viejitos que caminan abrazados, como en Buenos Aires.
-No, aquí todo es trabajo y trabajo- piensa en voz alta Julio.
-Si fue un escándalo cómo caminábamos besándonos por el pueblo cuando recién llegamos.
-Qué épocas, ésas. Todo el día estabas besándome, acariciándome. Chapábamos a lo loco.
-Pero no supimos nada por los de aquí, sino por los compañeros de la cooperativa que estaban en Buenos Aires.
Así comencé a sentir el silencio pampeano.
Los parias del desierto
“Apártense, apártense –les gritan-. ¡Son gente impura, no los toquen! Son vagabundos en fuga -dicen los paganos.- No pueden seguir viviendo aquí”.
Lamentaciones 4;15
De niña había leído sobre los leprosos en la Edad Media. Me impresionaba profundamente pensar en ellos con el hábito que los cubría de pies a cabeza y una campana colgada al cuello como cencerro de vaca madrina.
Desde que llegamos a este pueblo del desierto pampeano, somos un poco los leprosos. Casi nadie con quien hablar o sino ese comentar el tiempo o la hora con una sonrisita y saber que luego, por atrás, serán los terribles comentarios y calumnias en medio de bromas.
-Decime Teresa, ¿no te resultan terribles los chismes aquí?- le pregunté un día con una angustia que me atenazaba el cuello sin dejarme respirar bien. Porque la angustia es algo que queda dura, como una piedra, entre el estómago y la garganta, que me oprime y aprieta las entrañas, y que tal vez solo pueda salir con un llanto terriblemente desconsolado o haciendo el amor con esa ternura infinita que me da Julio cuando nos amamos.
Teresa me mira y ríe:
-¿Cómo me van a resultar terribles los chismes, si es lo más divertido? ¿De qué hablaríamos, si no? Si vieras, en la peluquería me entero de cada cosa…
Sigo con la angustia carcomiéndome por dentro:
-No le des tanta importancia. Pensá que estás embarazada- me decía Julio cuando volvía del trabajo y le contaba de las miradas frías, duras, de las demás, fijándose si no les faltaba algo en su bolso cuando yo llegaba; deshaciendo los corrillos de charlas que se silenciaban al acercarme…
Si estaba en la cocina en esas interminables horas de espera hasta comenzar mi horario, cuando había mate, era salteada siempre, como si fuera un banco o una pared. Y todas las conversaciones eran sobre esos roñosos, esos ladrones, etc. Pero nada directamente, de frente, mirando a los ojos. Hubiera preferido que me dijeran, como a esa otra recién llegada:
-Si esto no te gusta, ¿por qué no te vas? ¿Quién te dijo que vinieras a cambiar algo? Regresá a tu lugar de origen, querida…
Como los parias de la India, los intocables, somos los marginados, los culpables de cuanto pasó.
-No me lo digás a mí, decíselo a ellos- me decía Julio cuando trataba de desahogarme de tanto dolor.
-¿Decírselo a quién? Si no me hablan directamente nada.
Pero me armé de coraje. Comencé a preguntar a uno y otro por qué me trataban así, por qué ese rechazo, esa desconfianza.
-¿Dudar? ¿De qué? Pero querida, vos te hacés cada historia…
Fue peor. Ya no fui rechazada por algunos, fue en general.
-Cuidado con tus cosas- dice una a otra cuando estoy cerca.
-Ahora no se puede dejar nada por aquí…
Recuerdo un cuento que leí hace mucho. Había una vez un hombre que pensaba qué bueno sería leer los pensamientos. Un día le dicen que lo que más quisiera en el mundo lo obtendría, pero para siempre. Cuando obtuvo el poder de leer los pensamientos comenzó su castigo. Descubría las cosas más horribles, lo que cada uno tiene escondido, tanta maldad…
Tal vez por haber vivido muchos años en vida comunitaria llega un momento en que uno, con solo mirar, ya sabe qué sienten los demás. Apenas una mirada. Cuando siento el rechazo, el desprecio, la desconfianza, me pongo tan mal. En el momento quedo colorada. Se me encienden las mejillas. Me da tanta vergüenza lo que piensa el otro… Como cuando adolescente, tan tímida, llegaba a una reunión y me miraban, al momento quedaba como un tomate y no lo podía remediar. Ni entonces, ni ahora. Veo las miradas y cuando siento lo que están pensando, instantáneamente el rubor me enciende toda. Me avergüenzo por los pensamientos. Quedo dura, rígida, y las entrañas se aprietan con angustia. No puedo volver a mirarlo a los ojos. Como si me introdujera en un mundo que no es el mío. ¿Por qué no piensan bien? Dios mío, ¿por qué me permites ver en los ojos lo que no quisiera descubrir jamás?
Los únicos francos son los niños. Ellos se acercan, me dan un beso, sonríen y me miran con sus inmensos y bellísimos ojos tan transparentes.
Muchas veces he dudado si es verdad o mentira lo que mis ojos veían en el pueblo. Hasta llegar a enloquecerme la duda. ¿No será sólo mi propia paranoia? Es que cuando uno ha sido un perseguido tiene miedo a la persecución siempre.
Es la madrugada. Cerca canta Clodomiro, el gallo viejo que estuvimos por transformar en puchero. Por el poniente la luna llena inmensa, blanquísima, se va ocultando tras el monte.
Julio arrebujado en las sábanas y frazadas me susurra:
-¿A dónde vas? Shhhhh. Quedate aquí. Es de noche aún y hace mucho frío.
-¿No querés un matecito?
Me cuenta un sueño:
-Estaba en un pantano; o una laguna, tal vez. De pronto apareció una víbora inmensa, roja, bellísima. Atrás venía otra, negra, muy rápido. La negra quería hacerle frente y la serpiente le metía la lengua en la boca. –Andate, Negrasa- le decía yo. De pronto algo surgió en mí. La maté de un golpe y se transformó en un charco de sangre. La víbora negra se ocultó rápido y huyó.
Es que éste es el desierto pampeano. A duras penas, luchando por unas gotas de agua, el hombre va transformando el monte en un vergel. Pero antes todo era cortadera y víboras. Ahora está el pueblo. Pero las víboras siguen enquistadas. Otros son sus nidos, pero sus lenguas siguen activas.
Todos los que llegamos con ideales para cambiar, para crecer, hemos sido vilipendiados, calumniados, hasta vencernos. Hasta que seamos uno más del montón, que no opina, no lucha, no cambia. Hasta entrar también en el círculo de los chismes, comentarios, preocupados sólo en ganar más y más dinero. Porque las lenguas viperinas se ensañan con los que queremos un cambio profundo. Con los que luchamos por un mundo mejor y no aceptamos la injusticia, el dolor, la miseria, el hambre.
Es la hora de ir al trabajo. Llevo mi rosario de macramé. Cada nudo una oración de fuerza y fe. Cada nudo, como en un kipu, me trae la fortaleza de todos los que luchan, como nosotros, en cada rincón de la tierra. Cuando llegue y sienta el rechazo, agradeceré que se me permita forjarme. A golpes; porque a golpes se templa el acero. Cuando más nos golpean, más fuerza tendrá nuestro espíritu. Para ser esa voz que clama en el desierto. Como dice Atahualpa Yupanqui: “Si tu no amas, ni lloras, ni sufres con tu pueblo, tu grito será un grito sordo que nadie escuchará”. Sí, estoy preparada para él “Hola querida, ¿qué tal? ¿Cómo estás?”
La epidemia de piojos
Hacía dos años que era un trapo. Me habían basureado tanto en este pueblo infame al que “no nos une el amor, sino el espanto, será por eso que lo quiero tanto”, parafraseando más a Gudiño Kieffer que a Borges.
El colmo fue la epidemia de los piojos. No los conocía. Sólo esa categoría de “piojoso”, esa matriz insultante a la mezcla de pobre más mugriento. En Buenos Aires una vez tuvo piojos mi hermanita, contagiada en la escuela.
-Por favor, no me usés el peine- fue lo primero que atiné a decirle. Y comencé a rascarme desesperada como cuando era chica y tenía una alergia que apenas la nombraba me transformaba todo el cuerpo en unas ronchas rojas. Cuando más me rascaba, más me picaba. Hasta sumergirme en la bañadera y lavarme obsesivamente con jabón. Finalmente se iban las ronchas y la picazón. Resultó ser una alergia hepática (aunque una vez un alergista me dijo que ese término es una barbaridad, que no existen nada más que alergias a determinados factores alergénicos). Los remedios que me dieron me destrozaron el hígado. De allí la alergia al chocolate, los huevos fritos, la milanesa. Todo lo que entonces me gustaba.
-Tus gustos no han cambiado. Igual que ahora.- me dice July. ¿O te olvidaste cómo te comiste los siete chocolates gigantes que nos mandó Cacho?
Esa vez de los piojos le pedí a Tehia que me revisara. No encontró nada. A los pocos días me volvió a picar. Me revisó con un peine blanco finito. Encontró uno.
-Ponete este remedio,- me dio un frasquito. -Yo tuve muchas veces. En la escuela me contagiaba. Pero vos, con esa actitud de rechazo, nunca podrías curarte.
-Es que me da asco,- le dije. Y separé el peine por las dudas.
Siempre tuve muchísimo pelo. Y esa cabellera mezcla de escobillón con cerda de caballo debe ser el lugar ideal para una colonia de piojos, pensaba.
-Tomá el peine piojero- me dijo Tehia cuando nos vimos.- Te va a hacer falta en el campo.
-Ma’ que campo- rezonga Julio.- Esto es el culo del mundo. Si cuando uno imagina el campo piensa en un lugar lleno de animales, las vacas, los caballos, los chanchos. A media mañana, factura de cerdo, jamón serrano, galleta de campo, pan casero, dulce. Y muchos frutales, verdurita recién cortada. Si esto ni siquiera tiene tierra, es pura piedra. La única tierra que hay es la de mis orejas y mis patas de tanto caminar y caminar kilómetros. Ni los desahuciados quedan. Los que vienen se van. Aquí quedamos los giles, nomás. Como yo, que no sé todavía por qué no me voy a la mierda…
Cuando Guadalupe iba al jardín de infantes me contaba que cada tanto la señorita los revisaba uno por uno, al sol, con un peine. Con más detenimiento, por supuesto, a los chicos del rancherío de Pueblo Viejo.
-Dicen los chicos que no nos juntemos con Mariela- contaba -porque es una piojosa.
Cuando la conocí me dio tanta pena… Una nena de cinco años con la cara quemada (se le había caído el calentador) Y el pelo que era una maraña, con tanta necesidad de amor como de peine.
A mediados del año pasado fui a visitar a unos amigos, Roberto Cirbián, el maestro socialista y Teresa, su esposa, los dos maestros, súper pulcros e impecables. Ella, maniática de la limpieza, casi obsesiva, diría. Tenía la cara roja e inflamada.
-¿Qué te pasa, Teresa?- le pregunté.
-Estoy con alergia. Me pica todo el cuello. Fui al doctor y me dio estos remedios.- me mostraba varios frasquitos.- Estoy desesperada. Es una picazón insoportable.- Me contaba rascándose la nuca con dos manos.
Cuando volví a verla le pregunté:
-¿Qué pasó con tu alergia?
-No te podés imaginar. Fui a la peluquería de Pepita a cortarme el pelo y no me dejó sentar. Me miró y gritó: “¡Si estás llena de piojos!”.
Cuando me contaba cómo todos tenían piojos, hasta el bebé, empecé a sentir su mirada en mi coronilla. No me miraba a mí sino a mi pelo. Después la mirada pasó a Guadalupe y se detuvo en Raitrai. No las miraba a ellas, sino más arriba: al pelo.
Poco a poco la conversación languideció. Como cuando un montón de cosas no dichas se interponen. Sé qué pensó. Que quién la había contagiado fui yo. Era el rótulo que me faltaba por vivir en este rancherío: “piojosa”.
-Es una piojosa- me había dicho Guadalupe por esa nena.
“Es”, como si fuera su esencia; algo propio de ella, innato, como: “es una nena”. Porque no se dice “tiene piojos” o está enferma de piojos. No, “es una piojosa”.
Cuando regresamos de la casa de Teresa me revisé meticulosamente con el peinecito blanco que me diera Tehia hace cinco años. Luego miré el pelo de todos, mechón por mechón. No encontré nada. Me sentí tan libre y feliz.
-Debe ser porque nos enjuagábamos con vinagre- le comenté a Julio. -Dicen que el vinagre los aleja porque es ácido. Y esos bichos necesitan un medio alcalino. Por eso proliferan tanto. Son esos enjuagues suaves para el cabello.
-Vos de tanto preocuparte por los piojos los vas a atraer. A mí déjame tranquilo de tus obsesiones- se enojó Julio.
(continuará)
Columnista invitada
Lucía Isabel Briones Costa
“Mi pecado fue terrible: quise llenar de estrellas el corazón de los hombres” decía el poeta… Desde los lejanos años de estudiante del profesorado en Historia en la Universidad Nacional del Sur, dediqué mi vida a la educación. En los tiempos previos a la dictadura de 1976 enseñaba en una vieja aula de la Facultad de Agronomía el bachillerato de adultos, tarea compartida con los compañeros, casi todos presos políticos después en Bahía Blanca. Cuando era rector Remus Tetu se hizo una razzia contra docentes, no docentes y estudiantes, especialmente contra los alumnos de Humanidades, Sociología y Economía. Estaba terminando mi carrera, cursando las últimas materias cuando fui detenida y puesta a disposición del PEN, el Poder Ejecutivo de la Nación, durante tres años y tres meses, hasta diciembre de 1978. Estuve en las cárceles de Villa Floresta, Olmos, Devoto y los tres últimos meses en la U20, la cárcel dentro del Hospital Borda, donde un prolijo tratamiento con drogas psiquiátricas hizo borrar totalmente mi memoria. Así me dejaron en libertad, diciéndole a mi padre: “Su hija es irrecuperable, será un vegetal hasta el día de su muerte. Que Dios les de la Santa Resignación”. Gracias a haber encontrado la ayuda adecuada pude recuperar, poco a poco, la razón perdida. Y me fui a La Pampa, donde fui docente de escuelas primarias y secundarias en la pequeña localidad de 25 de Mayo y en el Terciario de Formación Docente de Catriel, Río Negro. Recién en 1997, pude terminar mi profesorado en la Universidad del Comahue, para cuando mis compañeras de promoción de la Universidad del Sur ya estaban por jubilarse. Luego comencé la maestría en Historia Latinoamericana de los siglos XIX y XX, la cual se interrumpió cuando la Universidad no podía pagar a los docentes, varios doctores en Historia. En ese tiempo de docente rural comencé a escribir narrativa, tarea que continué al jubilarme en el bello mar de Las Grutas, en Río Negro. Seguí escribiendo con la alegría de dar un legado en su educación a mis hijas: la mayor psicóloga y la menor, maestra y profesora de Historia, ambas egresadas también de la Universidad del Comahue.


